La ficha técnica dice que está basada en los libros de Kipling (editados originalmente en 1894 y 1895), que contenían (entre otros relatos y poemas) diversos cuentos sobre el personaje del niño salvaje Mowgli y sus amigos animales que hablan. No menciona que es, antes que nada, una versión tecnológica y estilísticamente actualizada de la película de animación del mismo nombre de 1967, producida por la misma empresa, Disney. El único motivo que se me ocurre para esa omisión sería económico (y muy tacaño): los libros de Kipling son de dominio público, pero no así el guion (el único componente de una película al que se atribuyen derechos autorales en las adaptaciones) de la película animada. Aquella fue la última de la etapa clásica de los estudios Disney (y la última en que Walt Disney llegó a actuar como productor; falleció antes de su finalización). Y es, efectivamente, un clásico de la animación “clásica” (es decir, según el modelo Disney).

Se introducen, en forma muy lateral y sin incidencia alguna en la historia, algunos personajes de los cuentos que no estaban en el film de 1967 (especialmente Ikki, el puercoespín), y algunos otros aparecen nomás, sin cumplir papel alguno (la cobra, la tortuga, el cocodrilo), sólo para justificar la atribución. Pero esta versión hereda un personaje que era exclusivo de la película animada (el mono Louie), los cambios radicales en el perfil de algún otro (Kaa, la boa, convertida en antagonista de Mowgli, aunque en el libro era su aliada), la apariencia del propio Mowgli (niño y flacucho, con su pelo no demasiado largo y un taparrabos rojo) y la maravillosa canción del oso Balloo (“Bare Necessities” o, en castellano, “Busca lo más vital”).

La película se difundió como una versión live action (es decir, el antónimo de “animada”) de la historia. Parece efectivamente serlo, y Mowgli está interpretado por el debutante niño actor Neel Sethi, estadounidense de ascendencia india. Pero absolutamente todo lo demás que se ve es animación por computadora: cada árbol, montaña, río, cielo o animal, aunque parecen ser imágenes fotográficas. En ese sentido, es como el siguiente paso con respecto a la escenografía virtual espectacular y fotorrealista de Avatar, o a los animales realistas de Una aventura extraordinaria (Life of Pi). Entre las maravillas aportadas por el desarrollo de la tecnología y el know-how, tenemos un sinfín de paisajes deslumbrantes, en los que aparecen árboles inmensos con ramas laberínticas y lianas, y la luz solar filtrada por las hojas, o una manada de búfalos recorriendo un camino al borde de una montaña con el río abajo reflejando el cielo gris antes de la lluvia, las espléndidas ruinas de un templo hindú abandonado en la jungla, y mucho más. Además, se aprovecha la posibilidad de una movilidad de la “cámara” que sería imposible con una cámara de verdad, como en los primeros planos en que acompañamos la carrera de Mowgli y sus amigos lobos con imágenes desde una perspectiva a ras del suelo, saltando por arriba de rocas y ramas, y luego subiéndose a árboles y recorriendo ramas.

Los bichos no son caricaturas, sino reproducciones precisas de ejemplares de sus respectivas especies. Se les distingue cada pelo del cuerpo, así como el polvo depositado en el pelo y las pequeñas cicatrices normales en la vida salvaje. Sus movimientos son como los de los animales reales, salvo los de las bocas para hablar (en inglés, obvio, para quienes puedan asistir a las contadas funciones subtituladas). Para quienes estamos acostumbrados a los dibujos animados, es medio raro. Uno quizá asimile mejor un bichito parlante de Disney que una pantera negra o una loba verosímiles diciendo cosas con la voz de actores conocidos. Es cierto que las ilustraciones que John Lockwood Kipling (padre de Rudyard) hizo para las ediciones originales también muestran animales realistas, pero al leer los cuentos el efecto es más abstracto y vago. Quizá sea cuestión de costumbre, pero a mí los 105 minutos de proyección no me bastaron para disipar la incomodidad. Máxime teniendo en cuenta que los diálogos y la construcción de las escenas son mayormente horribles: todo el tiempo sentimos que estamos viendo un resumen de una situación y no la situación en sí misma, lo que dificulta involucrarnos en el juego emocional.

El ejemplo más claro es justamente la parte que se pretende más emotiva: Mowgli decide apartarse de la manada de lobos en la que creció y de la que se considera parte, para no exponerlos al peligro. Le dice a su mamá adoptiva que se va; esta, compungida, dice algo (un par de frases) para pedirle que no lo haga; Mowgli y Bagheera dicen dos líneas más sobre que es inevitable; todos le desean buen viaje y le aseguran que permanecerá para siempre en sus corazones. Sea cual sea el talento que los realizadores hayan distinguido en el pequeño Neel Sethi (más allá de que sin duda es desinhibido), esos diálogos no ayudan mucho. Su compresión no se destina a hacer la película más breve, sino a amplificar el tiempo de la acción, en la asunción de que el público quiere ver personajes persiguiéndose unos a otros, en forma independiente de construir simpatía por uno o por otro.

El oso Balloo (con el estupendo trabajo vocal de Bill Murray) es el único remanente del humor y la distensión de la película animada. La música, al inicio, parece jugar con un tono paródico del seudo orientalismo de la vieja Hollywood. Pero pronto se vuelve música de película épica, como la del cine de superhéroes, aportando el máximo de solemnidad con bombásticos gestos sinfónico-corales, que además quitan todo sentido a ese juego paródico del inicio. Como que la idea fue adaptar la película al tono sinfónico-kitsch de la mayor parte de los blockbusters actuales, con su postura políticamente correcta y sus declaraciones pomposas de rectitud moral. Así, mientras que en el dibujito la partida de Mowgli es ordenada por la cúpula de lobos para proteger a la manada y Bagheera se lleva al niño sin explicarle bien qué está pasando, aquí los lobos están en un terrible conflicto, ante la opción de abandonar a uno de los suyos o exponerse a una masacre, y es el niño el que salta adelante para decir que renuncia a su familia y amigos en nombre del bien general.

También está la inflación de sensacionalismo visual característica de la Nueva Nueva Hollywood. Así, el que supo ser el simpático (aunque deshonesto) orangután Louie se convierte en un gigantopiteco (a todos los efectos, un orangután exagerado a las proporciones de un King Kong), pretexto para la destrucción masiva del templo (se asume que un niño actual no soportará hora y media sin ver derrumbarse por lo menos un edificio).

Aparte del visual magnífico y del virtuosismo técnico, el principal mérito de la película es el reparto vocal. Junto a la de Bill Murray tenemos tremendas actuaciones vocales de Christopher Walken como Louie, de Idris Elba como el tigre Shere Khan (un villano digno del Scar de Jeremy Irons en El rey león) y de Scarlett Johansson (aprovechan que es la voz más sexy del siglo XXI para convertir al escurridizo e hipnótico Kaa en un personaje femenino).

Así como se vienen haciendo muchas películas en Hollywood con un ojo en el mercado chino, esta es una de las que tienen en cuenta el mercado de India, y se puso especial énfasis en el lanzamiento en ese país. No hay datos ni estimaciones publicadas del presupuesto de esta película, pero me imagino que debe ubicarse bien por arriba de los 100 millones de dólares. Es inaudito constatar que la Warner está procediendo a una realización casi igual (seguramente, esa sí, necesariamente más basada en Kipling que en Disney), que se llamará Jungle Book (sin el The) y se estrenará en 2018. Va a ser la primera película dirigida por Andy Serkis (el famoso actor especializado en captura digital de movimientos), y también va a tener un reparto vocal estelar, incluida una actriz sexy haciendo de Kaa (en este caso, Cate Blanchett). Tendrán la oportunidad de aprender de los errores de esta.