Aunque hoy en día, modas y preferencias tímbricas de por medio, se les tenga más afecto a las épocas iniciales de los años 60 (Almendra, Los Gatos, Manal), o incluso a los oscuros y experimentales 70 (Invisible, Pappo’s Blues, Serú Girán, etcétera), es difícil argumentar con cierta objetividad contra la evidencia de que la década dorada del rock argentino fue la de los años 80. Dejando de lado los gustos, lo cierto es que en ningún otro momento el rock de la vecina orilla fue tan hegemónico e influyente -tanto dentro como fuera de fronteras- como en aquellos años turbulentos, excesivos y experimentales en los que los rockeros porteños -inesperadamente energizados y promocionados, tanto por la Guerra de las Malvinas y la extensa prohibición de pasar música en inglés que trajo consigo como por la primavera creativa que produjo el retorno a la democracia- caminaban como titanes por las ciudades del Cono Sur e incluso del resto de América Latina. Fueron los años de los mayores y mejores discos solistas de Charly García y Luis Alberto Spinetta, pero también de la emergencia de Sumo, los Redonditos de Ricota, Virus, Los Twist, Fito Páez, Los Abuelos de la Nada, Soda Stéreo y toda una generación que, de alguna forma, sigue siendo la predominante hasta hoy en el rock argentino. No importa si el Indio Solari tocaba entonces para centenares de fans y hoy lo hace para centenares de miles; básicamente, lo esencial de su propuesta artística fue delineada en aquellos febriles años, llenos de sorpresas y maravillas, así como de errores y riesgos. Y esa es la década sobre la que habla el libro Corazones en llamas, de las periodistas Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz.

Fuera de control

Corazones en llamas es, como el visionario Punk, la muerte joven (1978), de Juan Carlos Kreimer, o el excelente (aunque no tan difundido) Tanguito: la verdacdera historia (1993), de Víctor Pintos, uno de los escasos libros esenciales de la aún escueta bibliografía autóctona del rock argentino, y desde su primera edición en 1991 fue adquiriendo cierta fama de texto iniciático, el que descorrió el velo de los backstages del rock argento y reveló la verdad de la milanesa de esa vida de la que apenas llegaban rumores, distorsionados como a través de un teléfono descompuesto. El libro fue escrito por dos entonces muy jóvenes periodistas “del palo”, es decir, con acceso directo al inner circle de estos rockeros que, provenientes de una escena originalmente pequeña, se conocían todos entre sí y se interrelacionaban constantemente. Corazones en llamas llamó la atención porque no era una “historia del rock argentino”, sino más bien una especie de “historia de la sensibilidad del rock argentino”. No hablaba de discos ni de música, sino del modus vivendi de los músicos, de sus orígenes y, especialmente, de sus enormes farras y descontroles, así como de sus frecuentes encontronazos con la ley. En realidad, la visión general del libro es más sugerente y bondadosa que explícita y crítica; nadie sale realmente mal parado en él, y los eufemismos para referirse a las ocasionalmente salvajes costumbres de sus protagonistas hacen que en cierta forma parezca que se está ante la cima de un iceberg convenientemente coloreado. La selección misma de los personajes más recurrentes parece estar signada, aun más que por el éxito, por el carácter cool y moderno (para la época) de los escogidos. Están ausentes de esta historia Pappo (en aquel entonces considerado un heavy más bien impresentable), Miguel Mateos, León Gieco, Los Violadores, Raúl Porchetto y otros nombres de igual relevancia en su momento. De hecho, el libro parece girar sobre el eje de quienes posaron para su portada: Fito Páez, su entonces pareja Fabiana Cantilo, Gustavo Cerati y Charly García, gran macho alfa de toda esa generación, a pesar de ser un poco mayor. Incluso la foto, cuya producción es el tema del prólogo, es una prueba del beneplácito y el espíritu colaborador de estos músicos con el libro, que por momentos -al igual que la soberbia biografía oral del punk neoyorquino Please Kill Me (1996, de Legs McNeil y Gillian McCain)- funciona casi como una novela que los tiene como personajes bohemios, brillantes e inflamables.

Muchas de las historias contenidas en Corazones en llamas pasaron a formar parte, luego de la edición de la obra, del anecdotario legendario del rock argentino. El incendio del apartamento de Charly García tras componer junto a Luis Alberto Spinetta “Rezo por vos”, el colapso de Gustavo Cerati luego de pasar tres noches sin dormir escribiendo las letras de Signos (1986), el asesinato de varios familiares de Fito Páez, el ruidoso desembarco de Luca Prodan en la escena rockera bonaerense; son historias que los propios protagonistas comentan, desde fragmentos de entrevistas colocados en los márgenes del texto, mientras al pie de este se va desarrollando una cronología de los hechos sociales, artísticos y políticos contemporáneos a los relatos. Esta contextualización temporal es, si se le presta atención, uno de los elementos más interesantes de Corazones en llamas, porque muestra el marco inestable que generaba esa cultura mutante que se estaba (como en Uruguay) poniendo al día con el resto del mundo, luego del oscurantismo de la dictadura.

Corazones en llamas es, paradójicamente, un gran libro bastante malo, o con muchas fallas. Es inentendible que algunos de los datos erróneos que contiene puedan haber pasado una revisión (a no ser que hayan sido introducidos en esta nueva edición); puede comprenderse que se refieran al tema de los Redonditos de Ricota “Te voy a atornillar” como “¿Cómo puede ser que te atormenten mis placeres?”, frase incluida en esa canción, y que tal vez se creía que fuera su nombre (aunque en el momento de la primera edición del libro, el disco Gulp!, con el tema en cuestión, ya estaba editado), pero no que hablen de Llegando los monos, el segundo disco de Sumo (o tercero, si se cuenta el casete Corpiños en la madrugada), como si hubiera sido su debut. También la admiración asordinada pero siempre presente en el texto hace que en ocasiones se narren como extraordinarias cosas que más bien parecerían caprichos pelotudos si se miraran desde otro ángulo.

Sin embargo, algunas de estas deficiencias juegan a su favor; la prosa más bien plana de las periodistas (y su encomiable no participación, así como la ausencia de opiniones personales acerca de las anécdotas que cuentan) lo vuelven un texto sobrio que amortigua un poco el color que sus participantes quieren darle ocasionalmente. El dedicado retrato de recintos rockeros como el Café Einstein o Cemento, al igual que el espacio dedicado a personajes laterales pero indispensables, ayuda a visualizar todo un marco infraestructural que suele olvidarse en muchas biografías de rock, que parecen desarrollarse exclusivamente encima de los escenarios, sin prestar atención a cómo se llegó a ellos ni a quiénes estaban frente a esos escenarios, o a sus costados. El rol, bastante subordinado, de las mujeres, es merecedor también de un espacio considerable en el libro, teniendo en cuenta que se trata de 217 páginas que se leen velozmente. Lo mejor de la obra es algo que, tal vez, también sea una falencia (pero con buena leche preferimos creer que no es así): su final, que no llega a ser crepuscular pero tiene una gran belleza intuitiva. El libro no culmina con las decisivas muertes de Miguel Abuelo, Luca Prodan y Federico Moura -que trata en forma muy pudorosa, hasta con exceso de pudor-, ni con los estertores del genio maníaco de García, sino simplemente con el retrato de una fiesta que se va desvaneciendo con un suspiro, a medida que se produce la tímida aparición en San Telmo de los primeros boliches sexualmente diversos que, años o incluso décadas después, sucederían como ámbito principal de la cultura joven a la euforia de los recintos rockeros.

La leyenda impresa

Es imposible que un libro tan anclado en su momento no varíe en una lectura realizada un cuarto de siglo después, y por supuesto, no nos estamos refiriendo a las modificaciónes de esta nueva edición en relación con la original. Hay en Corazones en llamas elementos conyunturales que hoy pueden parecer exagerados o poco comprensibles para quienes no hayan vivido aquellas épocas, como el descaro represivo de una Policía que no se quería convencer de que había llegado la democracia, la violencia insólita y casi automática del público hacia los artistas que no eran de su gusto, la misoginia rampante de ese mismo público, y el ego elefantiásico de unos músicos que, en pocos años, pasaron de ser miembros de una minoría despreciada a dominar la escena cultural de un gran país como Argentina. Leer esta obra en 2016 es una experiencia muy distinta de la de hacerlo en 1991. En primer lugar, como ya señalábamos antes, sus vacíos y subjetividades selectivas se han hecho más evidentes, así como su sistema acumulativo de anécdotas cuyas conexiones internas no siempre son evidentes (lo que hace que por momentos parezca apenas una recopilación de chismes autorizados por los músicos, es decir, de los que hacen quedar bien aunque sean más o menos escandalosos). Pero, sobre todo, ni los personajes ni los lectores de la primera edición son los mismos. La locura extravagante y entretenida de gente como Charly García o Pipo Cipolatti aún no había devenido el triste espectáculo de autodestrucción pública en que se convirtió durante la primera década de este siglo. La cocaína aún no había dejado ver sus aristas más insidiosas. Gustavo Cerati, Batato Barea, Luis Alberto Spinetta, el Negro García y otros protagonistas aún estaban vivos. Nadie había sacado discos realmente espantosos, ni se había sumado a los circos mediáticos o políticos. Los Redondos seguían siendo una banda hermética y minoritaria. Todos eran jóvenes y hermosos, y todavía se creía que Richard Coleman iba a ser un creador importante.

En realidad, cuando se editó este libro, en 1991, aquella época dorada ya había quedado atrás, pero su cultura era como un zombi que seguía caminando sin darse cuenta de que ya no estaba vivo. El fallecimiento temprano de algunos de sus principales actores, la ola de materialismo que trajo consigo el menemismo, y la comercialización masiva que vino de la mano del profesionalismo extremo ya le habían dado el golpe final al idealismo, ocasionalmente autodestructivo pero vital, que se había respirado durante el lustro anterior. Las autoras seguramente intuían esto, pero no lo bastante para tener una perspectiva real sobre lo que estaba ocurriendo, y esto le agrega otro encanto involuntario al libro, porque hay historias que quedan mejor sin cerrarse. Corazones en llamas es el relato parcial, algo edulcorado y ocasionalmente indiscreto, de un excitante segmento de los años 80. No es todo lo que fueron, pero todo lo que se cuenta fue parte de ellos, y es un sensible retrato -entristecido por el paso de los años- de una época mágica que, por momentos, correspondió a la descripción del catalán Loquillo, en los mismos tiempos pero del otro lado del Atlántico: “Cuando los gamberros tienen acceso a un poder / y cuando los dandis muestran su desfachatez, / cuando sus mujeres se han negado a crecer, / cuando la locura ha vencido a la vejez”. O al menos así se sintió.