No es una refilmación del clásico con el mismo título (1966) del recientemente fallecido Jacques Rivette. Se trata de una adaptación independiente de la misma novela (puesta a punto en 1780) de Denis Diderot, sobre una muchacha empujada por su familia (para reducir gastos) a convertirse en monja. Durante el par de años que pasa en conventos, Suzanne padece sin vocación una vida enclaustrada para la que no tiene vocación, sufre humillaciones y suplicios por parte de una madre superiora sádica, soporta el bullying de sus pares y es acosada sexualmente por otra madre superiora, mientras busca su liberación. Lo que le pasa dista de ser lo único de la vida monacal y clerical que está muy lejos de lo ideal: abundan las muestras de desequilibrio emotivo y de hipocresía.

Se viven situaciones dramáticas, y hay personajes crueles o dementes, pero el estilo de la película es contenido. Casi no hay música incidental (y la que hay es muy interesante, una especie de imitación algo desencajada de música religiosa del siglo XVIII, con un órgano recargado en los graves y sutiles disonancias). Las actuaciones están basadas en gestos pequeños y expresiones faciales no del todo explícitas, pero no se trata propiamente del distanciamiento bressoniano de la versión de Rivette, sino de algo legible como naturalismo en un contexto muy reprimido y represivo: Suzanne empezó su noviciado con alrededor de 15 años, en una sociedad que reprime el cuerpo y en un medio que directamente lo desprecia, donde está forzada a la obediencia y cualquier emoción fuerte que demuestre es una brecha que se abre y que puede dar lugar a castigos y otros abusos. La actriz Pauline Étienne recibió nominaciones y premios importantes por su desempeño como Suzanne, y de hecho alcanza una notable intensidad dentro de esos límites.

El estilo visual también es contenido: nada de movimientos de cámara llamativos, nada de ángulos extraños, ni de planos larguísimos o cortísimos, ni de frases poéticas, ni de planos-almohada. Sólo la elegancia discreta en la modesta funcionalidad del qué mostrar en cada momento para contar la historia y revelar lo que se pueda develar del exterior velado de los personajes. Eso sí, con una preciosa captación de la luz (al parecer, estrictamente natural) por el fotógrafo Yves Cape, y un tratamiento del color tendiendo a frío, que deja aun más pálidos a los personajes. Hay una sensual construcción de los ambientes sonoros: hay que ver lo vívida que es la sensación de calidez y agasajo que transmite el crepitar de la leña en la estufa en las escenas en el castillo del marqués de Croismare, tan contrastante con la sacrificada privación de los claustros (cuando termina la música en la mitad de los créditos finales, lo que le sigue no es el silencio estricto, como en las películas de Jean-Pierre y Luc Dardenne, sino el sonido del “silencio” de los conventos).

El film dura casi dos horas, con poca acción física y muchos silencios; la mayor parte transcurre en el interior de conventos despojados, donde todas las personajes están vestidas igual. Y, sin embargo, el ritmo es muy ágil, quizá por el criterio de sucesión de escenas breves, cada una con su pequeño aporte conceptual. El drama no está construido con base en momentos especialmente recargados de emoción, sino en la acumulación, escena a escena. Claro, la historia ya no tiene el potencial revolucionario que tuvo en tiempos de Diderot, y que en cierta forma revivía en la época de la película de Rivette (cuando fue muy pronunciada la tendencia a proyectar en las opresiones y rebeliones del pasado los conflictos del presente), lo cual motivó serios problemas con la censura. Hoy tendemos a verla como una ficcionalización de “historia del cotidiano”, con implicancias apenas difusas y no necesariamente vinculadas con nuestra sociedad actual. Por eso, más que enfatizar tal o cual aspecto de la macropolítica (el orden aristocrático y el papel de la religión) o de la micropolítica (el ejercicio del poder en las instituciones católicas, y con respecto a cuestiones de género y de sexualidad), la película pone su foco en el juego emotivo y en el interés de la anécdota. Esta se observa con una especie de compasión distante, que parece encontrar interés y amor no sólo en los “buenos”, sino también en la madre superiora enferma de deseo y pasión, en la monjita celosa que reza por la muerte de Suzanne, o en la madre que la convence de regresar al convento porque es la mejor alternativa que conoce para evitar una vida angustiosamente carenciada.

El criterio de naturalismo discreto y el inmenso talento volcado en todos los rubros dan casi la sensación de que esas escenas y personajes existen en forma independiente del autor de la película, y no le queda a este más que seleccionar los momentos y ángulos para construir la narración, sin posibilidad de intervenir en los destinos o en el tono emotivo (esto, por supuesto, es falso, ya que todo en la película está construido, pero resulta incluso conmovedora la manera en que se cuidan algunos detalles de naturalismo, muy especialmente cuando Suzanne está en medio del coro de monjas, con su voz un poquito fea y no tan poquito desafinada).

El final, muy distinto del desenlace melodramático del film de Rivette, parece rehusar -de modo casi agresivo- sumarse a un fraseo narrativo “normal” de cierre. El film simplemente se interrumpe, como si después de la última escena que vemos pudiera venir alguna más de sus muchas escenitas.