Uno puede cómodamente releer, luego de largos lapsos, cualquier libro saboreado años atrás y atravesarlo una vez más, reinterpretándolo en una forma radicalmente nueva o, por lo menos, necesariamente diferente (una horda de intelectuales, además de la experiencia de cada uno, lo atestiguan teóricamente, desde Jorge Luis Borges hasta Umberto Eco, como mínimo). No resulta tan sencillo hacer algo semejante con las exposiciones. Raramente se repiten iguales a sí mismas (o con “ligeras modificaciones”) y viven más que nada en los catálogos y en los felices -e inexorablemente distorsionados- recuerdos de quienes las vieron.
Haroldo González y el curador Santiago Tavella proponen la misma muestra que se inauguró hace 11 años, Indicios & Evidencias, en el mismo lugar, el Subte: excelente ocasión para que quienes visitaron su primera versión cotejen, no tanto el montaje, sino las reacciones que genera. Yo sólo puedo conjeturar -ya que no vi la exposición original- que la lectura de uno de los nudos de la instalación debe haberse modificado considerablemente. Quizá no hay evidencias, pero sí más de un indicio, de que el gran subtexto de la muestra es la última dictadura uruguaya y sus “métodos” criminales, y si en aquella primera instancia ya habían transcurrido dos décadas del fin de aquel régimen, ahora ya van más de tres. Vale decir que, si “20 años no es nada”, como dice el tango, 31 capaz que algo son, incluso porque los últimos 11 corresponden exactamente al nuevo rumbo político del país desde las elecciones de 2004. Así, la para nada metafórica metáfora del artista comprometido (que denuncia a los poderosos y a sus malas acciones), raptado por “criminales infiltrados”, tal vez se decolore aun más que antes con respecto a un agobiante pasado y a la memoria de este, al haber aumentado tanto, desde 2005, la distancia temporal, y se proyecte ahora desaforadamente -en un mundo cuyo desborde de información, con sus cortocircuitos incontrolables y contradicciones permanentes, incita a ver intrigas por doquier- hacia aquel “complotismo” que hoy se manifiesta de mil maneras: desde el más que legítimo escepticismo hasta el delirio liso y llano.
Aclaremos las premisas de la exhibición: un texto nos advierte que durante el vernissage el artista ha sido secuestrado porque iba a develar tramas ocultas de multinacionales responsables del deterioro del planeta. Desaparecido el autor (física y conceptualmente), nos quedan unas fotos cuyos contenidos y títulos deberían darnos pistas para develar una verdad, que también asomaría gracias a fragmentos del discurso que el artista (¿ya podríamos decir González?) iba a dar aquella noche. El juego parece simplón: sin embargo, la sutileza reside, justamente, en los elementos indiciarios a nuestra disposición, absolutamente reacios a servir para algo que no sea despistar. Por un lado, las frases que componen el discurso: divididas entre acusaciones (“arsenales de guerra bacteriológica”, “apoderamiento de las reservas de agua potable”, “producción de minas antipersonales”, “lavado de narcodólares”, “alteraciones genéticas”, etcétera) y proposiciones (“terminar con el uso de pesticidas”, “firmar el protocolo de Kyoto”, “preservar los mares de los derrames de petróleo”, “condenar las agresiones del fanatismo religioso”, etcétera) son una especie de muestrario de los lugares comunes que llenan diarios, programas televisivos y proclamas políticas, dejados en su estado más inerte, como denuncias o promesas genéricas que no conducen a ninguna parte. Así, en su cruda vaguedad, parecen pertenecer más al Estupidiario, de Gustave Flaubert, que al cuestionamiento social del que presuntamente formaban parte.
También las fotos -no las “cosas” que, como las filmaciones, adquieren cada vez más el estatuto de pruebas definitivas en nuestro mundo supermediático (de Abu Graib a la videovigilancia global)- muestran poderosos “detalles” de objetos o parte de objetos que pierden precisión, paradójicamente, con ese aumento extremo: las imágenes (estéticamente seductoras, como observó con razón en 2005 Alfredo Torres) se componen de una zona central que enfoca partes nimias de objetos cotidianos, dejando los bordes fuera de foco. A esa mecánica paracientífica, de fijación y estudios de los pormenores (¿cómo no pensar en la contemporánea obsesión con el detectivismo omnipotente, alimentado por las series televisivas a la CSI?), González asocia frases/títulos que desdibujan lo representado. La dilatación entre palabras y representaciones visuales es contundente y bien lograda: al botón de cuatro agujeros corresponde un “círculo de pasta caucasiano con agujeros representando a las cuatro fuerzas del universo”; a un puñado de fósforos, el “principio de incendio y sus leyes fundamentales”; a un llavero, un “dispositivo bipolarizado para detonación múltiple”; a sellos de correo y monedas de Sudáfrica (país donde el artista vivió), unos “vestigios de intervención colonialista”; y así, sardónicamente, hasta componer los 21 indicios de un repertorio que le habría gustado al Michel Foucault comentador de las ideas de René Magritte sobre la arbitrariedad del signo, y que también le puede gustar a los psicólogos que se ocupan de sesgos cognitivos.
Cierra el armado un elemento a menudo presente en la obra de González: el llamado a la directa participación del público. Acá, por un lado, toma la forma de frases marcadas en la pared, que se repiten en dos puntos de la sala y que interrogan al transeúnte, aguijoneando su responsabilidad como espectador activo: “Libere su imaginación, estudie las evidencias”, “Detecte los indicios, observe las imágenes”, órdenes entre lo alentador y lo ominoso. Por otra parte, esa convocatoria a participar se materializa en cuatro pizarrones, que los espectadores deberían llenar con sus hallazgos y deducciones a partir de lo que ven (penosamente, el día en que visité la muestra casi nadie había utilizado ese espacio y las pocas frases que aparecían en él tenían nada o poco que ver con la obra allí expuesta).
Indicios & Evidencias resulta una elegante reflexión sobre las concomitancias y discrepancias entre la investigación histórica y la artística, y también acerca de la exaltación del proceso en detrimento de los resultados. Indica, asimismo, quizá demasiado furtivamente, la necesidad de una postura política consciente del artista, y a la vez alerta sobre sus riesgos, hijos del entretejido de datos y proyecciones personales, pero también de viejas y nuevas censuras. Finalmente, es imposible no pensar en esta muestra como una especie de sagaz contraparte del trabajo de Mark Lombardi, artista estadounidense, que, mediante una obra compuesta en su mayoría por diagramas, trató realmente de desentrañar la increíble red de relaciones delictivas entre corporaciones y poderes políticos, con nombres y apellidos, y murió en 2000, a los 48 años, aparentemente suicida.