En el principio está la voz. Al escuchar a Anohni, o sus trabajos cuando se llamaba Antony Hegarty, nunca va a ser la melodía o el arreglo instrumental lo primero que llame la atención, sino simplemente su instrumento vocal. Una voz andrógina, sobre la cual, desde el desconocimiento, se puede discutir durante horas si pertenece a un varón o a una mujer. Siendo masculina, no emula los registros más agudos de la voz femenina, sino la calidez de las mezzosoprano negras. Andrógina no sólo en el tono, sino también en el fraseo, que recurre tanto a notas sostenidas propias de la ópera como a las síncopas del jazz o a la simplicidad melódica del pop. Pero sobre todo es una voz con la expresividad suficiente para revitalizar las frases más simples y gastadas del cancionero popular y devolverles su significado directo e insustituible.

“Cuando lo escuché, supe que estaba en presencia de un ángel”, dijo sobre el aún llamado Antony quien se convertiría en su descubridor oficial, Lou Reed -un músico que nunca se caracterizó por su generosidad hacia sus colegas-, antes de llevárselo de gira para que cantara algunos temas ya inalcanzables para su cascada garganta, entre ellos una de sus mejores composiciones, “Candy Says”, que en realidad Reed nunca había cantado adecuadamente, dejando que lo hiciera el bajista Doug Yule en la versión original de The Velvet Underground. A partir de esa gira, “Candy Says” fue el tema de Velvet que cantaba Antony.

Hegarty nació en 1970 en West Sussex, Inglaterra, pero cuando era niño sus padres se mudaron a la hiperliberal San Francisco, la ciudad más diversa sexualmente de Estados Unidos y tal vez de Occidente. Fan simultáneo tanto de figuras del tecnopop y el after punk como Nina Hagen, Marc Almond y Klaus Nomi, como de leyendas vocales de la música negra del calibre de Nina Simone, Otis Redding y Sam Cooke, Antony se mudó en 1990 a Nueva York, una ciudad más activa culturalmente, donde se volvió parte de la escena musical experimental y del ámbito queer, en la que llamaba la atención tanto por su voz como por su imagen. Alto, propenso a la gordura, ataviado con una mezcla de ropas militares y prendas de mujer, portando frases escritas con marcador en la cara, no era una figura fácil de ignorar, especialmente cuando demostraba ser capaz de cantar con el vibrato más dulce que se haya escuchado desde Roy Orbinson. Alguien tal vez demasiado singular hasta para Nueva York, donde pasó casi una década sin concretar ningún proyecto musical de importancia, hasta que el esotérico y experimental músico inglés David Tibet, líder de Current 93, decidió producirle un simple. Luego llegaría el deslumbramiento de Reed y la estructuración de Antony and the Johnsons, nombre colectivo para lo que siempre fue más bien un proyecto individual, que presentaría ante el mundo entero al ya treintañero inglés devenido neoyorquino.

Los años de Antony

Su primer disco, titulado simplemente Antony and the Johnsons (2000), era un objeto difícil de clasificar; a falta de otra definición, se le metió en el impreciso estante del rock indie, pero recordaba más que nada al espíritu vodevilesco, sexualmente ambiguo y algo solemne de los grandes discos solistas del glam rock de los 70, como los de Jobriath, Steve Harley & Cockney Rebel, o incluso al Hunky Dory (1971) de David Bowie. Una colección de canciones melodramáticas y de ribetes épicos sobre las que flotaba la voz indefinible de Antony que, en sintonía con el ambiente de alta cultura de las canciones, homenajeaba a figuras como Divine o Marlene Dietrich en textos complejos, llenos de metáforas peligrosas, en los que se declaraba capaz de comer mierda en honor a Divine (siempre recordado por su escena de coprofagia en la película de John Waters, Pink Flamingos, de 1972) o con miedo de encontrar a Hitler en su corazón. Pero aunque Antony and the Johnsons es un disco poderoso y lleno de canciones tan emotivas como “Cripple and the Starfish” o “Blue Angel”, aún no era -a la luz de su trabajo posterior- una obra en la que el cantante hubiera encontrado el vehículo musical ideal para hacer justicia a sus impactantes vocalizaciones, algo que llegaría en su segundo trabajo, I Am a Bird Now (2005), un disco bello, desamparado y algo efectista, en el que Antony expuso sus esperanzas, desamores, alienaciones y fantasías mediante una serie de canciones, mayoritariamente baladas, llenas de inflexiones negras provenientes del blues, el soul y el jazz, y en vez de limitarse a explotar la potencia y el timbre de su voz, dio también clases de fraseo, además de sacarse el gusto de cantar a dúo con varios de sus ídolos como Boy George, Rufus Wainwright, Reed y Devendra Banhart. Fue un éxito de crítica y ventas, ganando el Mercury Prize (el mayor premio de la música británica) y convirtiendo a Antony en una estrella, aún minoritaria pero estrella al fin. En comparación con sus trabajos posteriores, el disco suena un poco genérico y menos arriesgado (con la posible excepción del venenoso y sadomasoquista soul al estilo Otis Redding de “Fistful of Love”), pero el lenguaje musical era el adecuado y sigue siendo un disco impactante.

Si I Am a Bird Now había recortado las sonoridades más eléctricas y rockeras en beneficio de las baladas al piano, The Crying Light (2009) significó su inmersión total en el pop orquestal, dejando de lado las inflexiones de blues y soul para volcarse a las melodías más sutiles del jazz y la canción de autor europea. Con una espléndida fotografía del bailarín de butoh Kazuo Ohno en la portada, no presentaba invitados estelares ni referencias a la cultura pop, sino que, bajo una profunda melancolía (es seguramente su disco más oscuro), introducía -aunque no en forma explícita- por primera vez el tema del ambientalismo en sus textos, con versos sobre una naturaleza a la que veía retroceder con infinito dolor, un sentimiento expresado de modo enormemente bello en la desoladora “Another World”, en la que un Antony al borde del quebranto canta “necesito otro mundo / éste casi se ha ido”. The Crying Light es posiblemente su disco más difícil; también el más hermoso.

Un año después editó Swanlights, similar pero más luminoso, propulsado por el emotivo regreso al soul de “Thank You for Your Love”, que culminaría con un punto alto las grabaciones en estudio de The Johnsons (a esa altura apenas una etiqueta para su carrera como solista). Pero el cierre de esta etapa sería el disco en vivo Cut the World, precedido por un impactante videoclip del tema que le da nombre -protagonizado por Willem Dafoe y la artista Marina Abramovic-. Presentaba a Antony completamente despegado de cualquier instrumentación pop, interpretando algunos de sus temas más conocidos con el acompañamiento de la Orquesta Nacional de Cámara de Dinamarca, en versiones muy superiores a las originales. El disco contenía además un largo monólogo llamado “Future Feminism”, en el que Hegarty introducía en la forma más directa posible su compromiso simultáneo con el ecologismo y el feminismo. Durante siete minutos, reflexionaba sobre la luna, la naturaleza, el efecto de ésta en los seres humanos, y la relación entre religión y género: “Estoy muy interesado en [la idea de] Jesús como una chica. Estoy extremadamente interesado en Alá como una mujer. Y contrariamente a la opinión popular, no está mal decirlo... se puede. Quiero decir, puede ser que te llegue una pequeña carta en el correo pero posiblemente ya me van a llegar como 100 cartas, así que [se ríe] es un día hermoso para morir”.

De alguna forma, “Future Feminism” marca la salida de Antony, el crooner andrógino y desamorado, y la llegada de Anohni, la militante ecofeminista.

Llega Anohni

La mera condición de persona trans de Antony y la adopción de una identidad femenina en casi todas sus canciones ya lo habían convertido de facto en una figura simbólica de la diversidad sexual y sus reivindicaciones, pero sus discos estaban más bien volcados a la introspección antes que a un discurso activista. En 2009 Antony decidió salir al ruedo con una carta pública de protesta sobre algo que había sido más bien ignorado por los medios occidentales luego de la ocupación de Irak por tropas estadounidenses. El régimen de Saddam Hussein, tan dictatorial como se lo ha presentado, era, sin embargo, secular, y en él los homosexuales habían podido llevar una vida más o menos normal, sin sufrir hostigamiento de los extremistas islámicos. Cuando ese régimen fue derribado y desapareció su andamiaje policial, los fanáticos religiosos de Al Qaeda y de lo que ahora se conoce como ISIS se extendieron por el país a sus anchas, generando una masiva oleada de asesinatos de homosexuales, ante la cual los ocupantes occidentales hicieron poco y nada. Hegarty escribió una encolerizada carta sobre esto, en la que, además de denunciar las atrocidades que se estaban cometiendo, hacía un llamamiento espiritual que no le debe haber hecho mucha gracia a quienes consideran la homosexualidad un crimen merecedor de la muerte. “Alá atesora a sus hijos gays y transgénero -decía Antony-, sus preciosos hijos homosexuales. [...] Es un pecado herir a una persona gay o transgénero. Ustedes hieren a Alá cuando hieren a uno de estos hombres o mujeres, niños o niñas”. Una declaración que extrañamente no fue seguida por una fatwa llamando a su ejecución, tal vez por el hecho de que, teniendo en cuenta su homosexualidad, habría sido redundante para quienes piensan que eso basta para mandar ejecutar a alguien.

Pero tanto en las letras de sus discos tardíos como en el manifiesto de “Future Feminism”, Antony comenzaba a dejar en claro que, si bien las luchas relacionadas con la identidad y el género formaban parte de su vida y de sus preocupaciones militantes, tal vez no eran el campo de batalla primordial ante lo que denominaba un “ecocidio” llevado a cabo por la sociedad de consumo. Suscrito ahora en forma explícita a la causa de la ecología, prestó su voz para “Manta Ray”, una canción de la banda de sonido de Racing Extintion (Louie Psihoyos, 2015), documental de denuncia sobre la acelerada extinción actual de centenares de especies animales. El tema es extraordinario, y le valió una nominación a Mejor Canción en la entrega de premios Oscar de este año, pero los organizadores -tal vez por considerar que esa composición era muy deprimente o que Antony no era un artista lo bastante popular- decidieron que no se cantara en la ceremonia, no obstante lo cual Hegarty fue invitado y, en una fiesta marcada por el derroche de corrección política, se señaló en los comunicados, con orgullo, que era la primera vez que una persona trans estaba nominada para ese premio, aunque no se la dejara cantar (sí lo hicieron otros nominados como Sam Smith, Lady Gaga y The Weeknd, todos con encendidos discursos y performances contra la discriminación, pero sin la menor mención a su colega marginado). Antony se negó a asistir y envió una combativa carta explicando los motivos de su ausencia.

Aquella furibunda misiva decía, entre otras cosas: “Sé que no fui excluido directamente del show porque soy transgénero. No fui invitado a cantar porque soy alguien relativamente desconocido en Estados Unidos, cantando una canción sobre ecocidio, y eso tal vez no venda espacios de publicidad. [...] En Estados Unidos todo se trata de dinero: aquellos que lo tienen y aquellos que no. Las políticas de identidad son utilizadas a menudo como una cortina de humo para distraernos de la cultura viral de la extracción de riquezas. Cuando no estamos extrayendo riqueza de la naturaleza, se la estamos extrayendo a las clases trabajadora y media. [...] Van a tratar de convencernos de que comparten de corazón nuestros mejores intereses, agitando banderas de políticas de identidad y cuestiones morales falsas. Pero no se olviden que muchas de estas celebridades son los trofeos de corporaciones billonarias, cuya única intención es manipularte para que les des tu consentimiento y lo último que queda de tu dinero. Les han pagado por hacer un pequeño baile de tap para mantenerte ocupado mientras Roma arde”.

La carta no estaba firmada por Antony Hegarty, sino por “Anohni”, su identidad femenina finalmente asumida y que pronto presentaría una nueva agenda artística y discursiva.

El sonido de la furia

Hace unos meses Anohni anunció la próxima edición -realizada el 16 de mayo- de su primer disco bajo ese nombre, en el que se apartaría del sonido pop de orquesta de cámara que había caracterizado a sus últimos trabajos de estudio, editados hace ya seis años. Dijo que quería orientarse hacia un pop electrónico y bailable, con letras referidas a sus actuales preocupaciones sociales, políticas y ecológicas. Para eso, se reunió con dos de las principales figuras actuales de la electrónica, los productores y compositores Hudson Mohawke (Ross Birchard) y Oneoh- trix Point Never (Daniel Lopatin), que aportaron una estructura ganchera y cierta experimentación tímbrica, respectivamente.

El disco, llamado Hopelessness (desesperanza) no es precisamente la obra bailarina que podían haber imaginado quienes escucharon sus anteriores colaboraciones con el grupo pop Hercules and Love Affair, sino una obra no tan distinta de las anteriores, pero con un mayor predominio de los tonos mayores, los estribillos memorables y la instrumentación electrónica. Es su trabajo más accesible desde I Am a Bird Now, pero también un amable caballo de Troya para una virulencia discursiva que ha hecho que se lo defina como una obra “de protesta”, aunque, por la primera persona sardónica utilizada por Anohni, y por el pesimismo furioso que destilan los textos, se lo puede considerar como una obra de puro espíritu punk.

Desde el primer tema, “Drone Bomb Me”, queda claro que el viaje no va ser precisamente uno de alegría por las pistas de baile, ya que Anohni asume la voz de la única sobreviviente de una familia exterminada por un ataque con drones y suplica que también la maten, sobre un fondo mutante de arreglos sintetizados y pianos. “Execution” trata del parentesco de Estados Unidos con regímenes como los de China, Corea del Norte y Nigeria por su entusiasta aplicación de la pena de muerte (“es un sueño americano”, canta en los estribillos). En “Obama” hace más que directa su desilusión por las promesas de cambios que el primer presidente negro estadounidense jamás cumplió. En “Violent Men” llama a “nunca parir hombres violentos”. En “Crisis” hace suyo el pesar por las torturas de Guantánamo, los bombardeos y los ataques llamados preventivos. En “Why Did You Separate Me From the Earth?” anuncia su rechazo al positivismo capitalista y a su consumismo (“no quiero tu futuro / nunca voy a volver a casa / voy a nacer antes que tú hayas nacido / ¿Por qué me separaste de la Tierra? / ¿Qué era lo que pretendías ganar?”). En “Marrow” repasa nombres de países parásitos de la naturaleza para concluir que “todos somos estadounidenses ahora”. Incluso cuando su atención parece derivar hacia temas más introspectivos, como en “Watch Me”, que parece el ruego de atención de un niño hacia su padre, queda rápidamente claro que está hablando de la vigilancia estatal y la muerte de la privacidad.

Aunque la calidad del disco es asombrosamente pareja, se destaca, por su fuerza estremecedora, uno de sus temas de difusión, ya presentado el año pasado: “4 Degrees” (cuatro grados). El nombre hace referencia al cambio de temperatura necesario para causar una extinción masiva de las especies animales. El artista asume el discurso del crecimiento productivo indiscriminado y el calentamiento global en una primera persona exterminadora, cantando con energía versos dolorosos para cualquiera que estime en algo la vida animal. Dice “quiero escuchar a los perros llorando por agua / quiero ver los peces flotando boca arriba en el mar / y todos esos lémures y todas las pequeñas criaturas / quiero verlas arder / son sólo cuatro grados”. Los sintetizadores ominosos y los arreglos de cuerdas se acumulan alrededor de una Anohni wagneriana, parada en el centro de un apocalipsis ígneo. Canta con la vehemencia de una valquiria “quiero verlos arder”, y su furia exasperada deja muy claro que ya no se está refiriendo a los animales, sino a los criminales cuyo discurso la canción satiriza, con toda la ira que una voz perfecta puede expresar, y toda la suavidad con la que se pueden decir palabras como “rinocerontes”, “mamíferos” o “hierba”. Si alguien ha compuesto últimamente algo de la intensidad emocional y la energía desesperada de “4 Degrees”, todavía no lo escuché.

Hopelessness es un disco rabioso y pesimista, pero que sin embargo no irradia la desesperanza que le da título. Hay demasiado sentimiento en la evocación de lo que se está destruyendo para que tenga lugar la resignación, demasiada convicción para que pueda entrar el cinismo. “Mi objetivo no era provocar -dijo Anohni en una entrevista con la revista Vice-, mi objetivo era ser tan honesta como pudiera, decir lo que realmente sentía, y decir las cosas sobre las que hablo y pienso todo el tiempo, pero ponerlas en canciones”. En tiempos en que los principales músicos del mundo se preguntan si es posible hacer una canción de protesta sin parecer ridículos, o si ese tipo de temas tiene alguna utilidad en el mundo actualmente desvalorizado de la canción, Anohni ha dado su respuesta: es fuerte y clara, y viene en la forma de uno de los discos más emotivos y enérgicos que se hayan visto en mucho tiempo, uno de esos raros casos actuales en que un disco suena necesario.