En 1993, DC Comics, que venía perdiendo abiertamente ante su competencia directa de Marvel Comics, decidió crear un sello subsidiario de historietas orientadas hacia un público adulto, sin las limitaciones temáticas y expresivas que regían para el resto de sus productos. El sello se llamó Vertigo y, en un admirable ejemplo de combinación de lo especulativo-comercial y el auténtico talento artístico, esas series lograron -bajo la férrea y exquisita conducción de Karen Berger, una editora graduada en literatura e historia del arte- no sólo no derrapar hacia los terrenos más berretas del sexo y la violencia, sino también generar una pequeña edad de oro del cómic estadounidense (aunque la mayoría de sus escritores estrella eran británicos), cuyo impacto se siente hasta hoy. De esta forma surgieron series de la calidad de The Sandman, Hellblazer, V of Vendetta, Lucifer, Fables y The Invisibles, que elevaron a los cómics a un nivel de calidad literaria, visual y temática que no se veía desde la ya lejana revolución producida por la revista francesa Métal Hurlanty los artistas conocidos como Humanoides Asociados.

Entre los títulos que descollaron durante la década de los 90, cuando Vertigo parecía dominar el mundo del cómic y cada lanzamiento superaba al anterior, uno de los más recordados y queridos es Preacher (Predicador en su breve versión latinoamericana). Creada por el guionista irlandés-estadounidense Garth Ennis y el dibujante inglés Steve Dillon, era una combinación de terror, fantasía, superpoderes, intrigas políticas, western y quién sabe cuántos géneros más, en la que Ennis se dio el gusto -durante 66 números, cinco especiales y una miniserie- de explayar toda su visión del mundo por medio de la historia de Jesse Custer, un descreído predicador texano poseído por una entidad sobrenatural llamada Génesis -producto del coito entre un ángel y un demonio-, que le otorga el poder de que nadie pueda evitar cumplir (a menudo en forma muy literal) sus órdenes. Esa posesión lo llevaba, junto con su novia Tulip -una sicaria- y un pintoresco vampiro punk llamado Cassidy, a involucrarse en una compleja trama que lo enfrentaba con una organización milenaria llamada El Grial, poseedora de línea directa no sólo con el Vaticano, sino también con el mismísimo Dios de la Biblia.

Preacher tal vez no tenía el vuelo imaginativo y el lirismo poético del The Sandman, de Neil Gaiman, o la perfección estructural y la elegancia del Lucifer de Mike Carey, pero compensaba sus desproljidades y excesos con una energía narrativa única, hiperviolenta, profundamente profana y desacralizadora, aderezada con un enorme sentido del humor (negrísimo) y un marco cultural masculino y bukowskiano que combinaba referencias a figuras como el comediante Bill Hicks, el actor John Wayne, la banda de punk irlandés The Pogues y el poeta Brendan Behan (muchos de esos nombres fueron introducidos al público masivo de los cómics gracias a esta serie). Un marco llamativamente culto para lo que es esencialmente un relato desaforado sobre deidades enloquecidas, santos asesinos, depravados retorcidos, vampiros irresponsables, fascistas todopoderosos, borrachos sempiternos, sadomasoquistas vengativos, campesinos deformados por décadas de incesto, punks góticos, capitalistas caníbales, homicidas seriales, conspiraciones milenarias, ángeles exterminadores y todo un desfile de héroes desvencijados y monstruos de imposible sadismo.

Todo ese universo violento no era, por momentos, mucho más que una excusa para que Ennis arremetiera contra todo lo que detestaba, que era mucho e incluía a la iglesia católica, a los racistas sureños, a los jefes abusivos, a los progresistas hipócritas y a cualquier otro que lo tuviera indignado de momento. En cierta forma, Preacher es una obra de cultura popular muy representativa de cierto pensamiento algo anárquico, fascinado con la violencia y la transgresión, posmoderno en su destrucción de las barreras de género artístico, pesimista pero combativo, lleno de un humor feroz y distanciado pero secretamente moralista, que fue la respuesta de los 90 al cinismo materialista de los 80. Tan representativa de su tiempo como el grunge o el cine slacker. La serie se proponía como una lectura casi peligrosa: la cultura contestataria había llegado hasta a los cómics de héroes convencionales.

No es de extrañar, entonces, que quienes eran adolescentes o veinteañeros en aquel momento siempre hayan soñado con una adaptación cinematográfica -o, mejor aun, televisiva- de esta historia abigarrada de aventuras, delirios gore y furia antisocial, y tras muchas vueltas uno de ellos, el conocido actor y comediante Seth Rogen -aliado con un productor tan innovador como Sam Catlin (uno de los guionistas de la notable Breaking Bad)- logró, aprovechando el ánimo aventurero actual de la televisión estadounidense, llevar a Preacher a la pantalla chica, con una serie de diez episodios, cuyo piloto se estrenó el domingo en el canal AMC.

Distintas caras, la misma prédica

Ese capítulo piloto abrió, sobre todo, un espacio de expectativas y algunas promesas auspiciosas, cuyo desarrollo aún hay que esperar. Tal vez algunos cambios les rechinen a los puristas: el tono general es más hablado y estático que el de la road movie que sugería el cómic; hay algunos personajes nuevos y otros han cambiado drásticamente, como Tulip, la melancólica y algo torpe asesina rubia, novia del predicador de la voz todopoderosa, que de pronto se convirtió en una afroamericana, tan eficiente como criminal, que puede fabricar una bazuca con un montón de latas y soldaditos de plomo. Esa suma de empoderamiento y variación étnica es todo un signo de cómo han cambiado las cosas desde la salida de Preacher, un cómic que se destacaba por lo que hoy se llamaría incorrección política.

Pero son cambios superficiales, lo cual no es raro teniendo en cuenta que tanto Ennis como Steve están involucrados en tareas de producción y guionado. Este primer episodio, dirigido por Rogen, tiene escenas de un notable dinamismo visual, herederas directas de las viñetas originales (como una brillante pelea dentro de un auto en movimiento filmado desde arriba, que va marcando su trayecto en un campo de trigo), y se han conservado los asombrosos estallidos de violencia que caracterizaban al cómic. El casting parece muy acertado, teniendo en cuenta que el elenco está compuesto casi en su totalidad por caras desconocidas. Dominic Cooper es un Jesse Custer bastante más simpático y visualmente atractivo que el dibujado por Steve Dillon; el risueño vampiro Cassidy (Joseph Gilgun) es tanto o más irlandés que su modelo original (aunque no usa lentes de sol para ocultar una siniestra e innatural mirada, que aquí es simplemente la del actor), y se podrá discutir sobre la decisión de haber elegido a Ruth Negga como Tulip, pero evidentemente es una actriz carismática y singular. Por último, el adolescente Arseface (literalmente “cara de culo”, interpretado por Ian Colletti), un joven horriblemente desfigurado a causa de un intento de volarse la cabeza como su ídolo Kurt Cobain, tiene un maquillaje casi tan chocante como su versión dibujada, y, al igual que aquella, conserva una gran humanidad tragicómica.

Como todos los comienzos de una historia conocida para algunos pero no para otros, el primer episodio de la serie se tomó su tiempo para presentar a los personajes y su cosmogonía, y por ahora las acciones no parecen desarrollarse mucho más allá que las de cualquier serie acerca de eventos sobrenaturales, como Sleepy Hollow o Grimm, pero quienes conocen el original saben hasta qué punto de delirio puede llegar. Hay que abrir un compás de espera tras este comienzo, aún no decisivo pero tampoco frustrante. Si todo va bien, seguramente se va a hablar tanto de esta serie como se habló de aquel furibundo e irreverente cómic, desde aquel 1995, que parece ayer nomás.