“Creo que los libros, una vez que han sido escritos, no necesitan a sus autores”. Así justificaba Elena Ferrante en una carta a su editora, Sandra Ozzola, el encubrimiento de su identidad. Uno de los mayores fenómenos literarios italianos de los últimos tiempos se esconde tras un seudónimo: nadie conoce de ella más que algunos datos vagos (que nació en Nápoles, que tal vez sea madre, que se dedica a traducir y a enseñar, que ha vivido fuera de su país), que sólo resaltan, por un lado, todo lo que no sabemos -cómo es físicamente, cómo es su voz, dónde vive y escribe, cuántos años tiene- y, por otro, lo centrada que está hoy la industria editorial en la figura del autor, y en la información sobre él que, de un modo bastante claro, a veces empaña la lectura, la contamina y se acerca al chimento.

Paradójicamente, sin embargo, el misterio ha contribuido a que la mayoría de los artículos sobre Ferrante se centren en conjeturas sobre su identidad, lo que pone de nuevo en el centro a la figura (en este caso hueca) del autor. Lo cierto es que, sea un hombre, una mujer o un extraterrestre, poco importa: su literatura es deslumbrante y genial.

Tras su debut, en 1992 con El amor molesto, hubo que esperar diez años para que llegara la que muchos consideran su mejor novela: Los días del abandono (ambas publicadas en nuestro idioma con La figlia oscura, de 2006, en el volumen Crónicas del desamor). De 2011 es La amiga estupenda, que abre la tetralogía Dos amigas (completada, en los tres años siguientes, por Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida). Es, a todas luces, una obra de plenitud, de escritura dinámica y precisa, con una soltura y un nivel que no menguan, y que renueva capítulo a capítulo la tensión y el interés. Dividida en tres partes, comienza con un prólogo que funciona para los cuatro libros, presentándonos a los personajes principales y el motivo del proyecto literario. Como la magdalena de Proust, la desaparición de Lila hará que su amiga Elena se siente a recordar y, más importante aun, a escribir.

Luego hay una sección -la mejor lograda- dedicada a la infancia de las protagonistas, y la última abarca el período de su adolescencia en los años 50. Con una prosa directa y rica en imágenes de gran poder, Ferrante recorre los primeros años de vida en Nápoles de Lila y Lenù (apodo de la narradora), el barrio pobre de la infancia, las tristezas y los horrores de la violencia y el rencor que impregnan cada acto y cada página, sin condescender nunca con el color local, la postal o la idealización de la miseria típicas de ciertas literaturas realistas. Hay un uso magistral del lenguaje para presentar un mundo desencantado y sórdido, sin llegar a la caricatura o a lo grotesco. En un vaivén muy acompasado entre horrores y hermosura se compone una historia de gran solidez narrativa, llena de personajes muy logrados y complejos, cuyas acciones siempre convencen y demuestran su pertinencia.

Las malas lenguas

I promessi sposi (Los novios) marca el comienzo de la novela moderna en Italia. Escrita por el milanés Alessandro Manzoni, tuvo tres versiones: la primera, terminada en 1823, alterna la lengua literaria (desde Dante, la variación toscana del italiano) con elementos dialectales (del lombardo), latinismos y extranjerismos. No conforme, Manzoni escribió una segunda versión simplificada, que publicó en 1827, y aun una tercera, entre 1840 y 1842, para cuya escritura viajó a Florencia con el fin, según sus palabras, de “enjuagar las ropas en el Arno” (“purificando” su lengua). Ese trasiego marca gran parte de la literatura italiana, y la escritura de Ferrante no le es ajena. La amiga estupenda está poblada de enunciados como “Nos habló a las dos, en dialecto” o “esforzándose por expresarse en italiano”, que marcan cierta alteridad, cierta distancia y cierta apropiación. La literatura libera y aísla a la narradora: los muchachos de su barrio hablan napolitano; ella (hija de un conserje, que accede por sus méritos al bachillerato) se expresa con fluidez en italiano, la lengua de los otros, y es capaz de dejar por escrito sus ideas, sus pensamientos y emociones.

Así, aunque la obra se puede etiquetar (si fuera necesario) como realista, hay en ella una referencia continua al artificio literario, que complejiza las relaciones de verosimilitud y mímesis. Además de ser la primera parte de un relato sobre dos amigas, narra el proceso de formación de la Elena que, muchas décadas después, escribe. En esa labor, que involucra a la vez contar una historia y desentrañar sus significados, poniendo en palabras, a veces por primera vez, hechos traumáticos que desafían las capacidades del lenguaje, Ferrante parece querer mostrar que el pasado está vivo en el presente y que nuestros actos pueden reflejar, negar o reafirmar los de quienes nos precedieron, pero siempre dialogan con ellos en forma problemática y, a menudo, brutal. La literatura, entonces, no aparece sólo como un modo de supervivencia, sino como la única manera posible de vivir. Y de cambiar la vida.