Los cinco relatos que componen Historia de nuestros perros, por más que varíen la persona del narrador, e incluso su género, son producto de una misma voz, de un mismo mecanismo narrativo. Acevedo Kanopa cuenta historias, todas de entrada realistas, sobre lo que les pasa a unos personajes comunes, en paisajes comunes: una azotea, un residencial, una casa de balneario son los escenarios, más bien abiertos, muy conectados con la naturaleza, con animales, con desplazamientos, con acciones concretas. Los recuerdos familiares, las amistades, las formas de relación que entran en juego en cada cuento, van girando al ritmo de la voz que narra. Todo es uruguayo acá, y está tomado en forma de imágenes, de fragmentos que van circulando, creando historias, porque no pueden hacer otra cosa una vez que el narrador los toca. Las cosas que pasan, para ese narrador, son la ocasión de contarlas, de llevarlas hasta un cierto punto y dejarlas ahí, sin que haya necesariamente un sentido que las ampare: sólo su condición de objetos de lenguaje.

Son relatos de vida, podría decirse: el resultado de la invención de una cotidianidad verosímil en la cual van insertándose átomos de locura, de excepcionalidad, sin que alteren la calma del relato. Pero no sólo eso. Lo que sorprende, sobre todo, es la capacidad para seguir adelante (de una manera particularmente visible, en el primer cuento), acumulando circunstancias en la biografía de un personaje, sin que eso parezca artificial ni exagerado. El conocimiento del mundo observado se traspasa, con sus tiempos, al lector. En el primer cuento, el más extenso, el narrador simula un relato oral en el que cuenta su historia a unos interlocutores a los que pide paciencia y da consejos acerca del mundo empresarial; y ese es uno de los tantos modos en que asume la comunicación. Otro es el cambio de narrador en medio de la historia, como en el último cuento. Pero lo central no son los recursos, sino su uso, que convierte a la escritura de Acevedo Kanopa en un hilo que va desenvolviéndose, alternando hechos con reflexiones y con imágenes. Las historias no se redondean, lo cual significa que lo que se va narrando no está tironeado hacia un final, ni hacia un sentido general, ni hacia un juicio sobre las conductas de los personajes, y eso da tiempo para experimentar con las versiones verbales de lo real.

Por eso la fluidez, que permite leer los cinco relatos de corrido, no es un valor en sí mismo, sino el medio elegido para desplegar un razonamiento por dentro de los hechos: la historia se interrumpe y la narración sigue, a fuerza de imaginación y de capacidad para describir, como si la misma realidad estuviera forzando un acercamiento para descubrir índices de extrañeza. Por ejemplo, en el primer relato: “Fue a partir de aquel día de mi infancia que empecé a fascinarme por ciertas cosas. De golpe me topaba con un objeto o una persona, y una sensación de vértigo, de hormigueo en los oídos, se adueñaba de mi cuerpo y ya no podía hacer otra cosa que postrarme y quedarme viéndolo, absorbiendo hasta el detalle más ridículo. Cosas como una resistencia suelta en una bombita de luz, una mancha de nacimiento en la barbilla de un tipo, la corbata veteada de verde de un hombre inglés pintado sobre una alcancía que simula una cabina telefónica londinense”. La nitidez de la prosa, en ese pasaje y en muchos otros, es la cifra de la paciencia para ir más allá de los datos y revelar otras zonas.

Del mismo modo, la vulgaridad y la brutalidad de las conductas se muestran en discursos así, seguidos, sin complacencia alguna, como huecos de la historia en los que se mete lenguaje puro para decir lo que hay y lo que puede pensarse de lo que hay en esas realidades. Lo que se muestra en esas descripciones o monólogos tiene un componente cinematográfico, que sale de la experiencia de mirar y comprender relatos que Agustín ha acumulado como crítico de cine. Son maneras de cine, de poner en escena las imágenes que se superponen y se alternan, como en “El béisbol criollo” (pero no sólo allí), para imprimir velocidad al proceso mental y darle un sesgo poético al discurso, que no deja por eso de ser narrativo. Lo bien escrito de Historia de nuestros perros, el placer de su lectura, está, entre otras cosas, en la insistencia y en la experimentación con distintas maneras de representar una realidad que el mismo relato presenta como compleja, en contraposición con la limpieza del estilo.

Y los perros, nuestros perros, los de todos los narradores, se pasean por el libro como testigos y acompañantes de cada proceso. Son, además de eso, signos de lo común, lo casi inadvertido que detecta la mirada atenta del narrador al costado de las historias. El placer de la lectura deriva del aparente desinterés con que se mezclan lo importante y lo secundario, los centros y los detalles, como en el cine y la literatura que seguramente le gustan al autor.