La historia se ubica en 1977 en Argentina. Los “vuelos de la muerte” forman parte de la premisa, y el clima general está impregnado de elementos específicos de la dictadura. Pero no sé si califica como un thriller político. En todo caso, es una película tan política como lo podría ser Los cazadores del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), debido a que en ella los villanos son nazis. Si uno piensa que un film debería ser siempre una herramienta de concientización del público, entonces puede sonar medio barato usar la dictadura -cada vez menos “reciente”, pero todavía con secuelas en las vidas y sensibilidades de muchos- como telón definidor del juego emotivo (por quién debemos hinchar, y contra quién). Por otro lado, asumiendo en forma menos obsesiva la posibilidad de un entretenimiento de corte clásico, no deja de ser grato apreciar que en Argentina ya no hace falta denunciar que hubo una dictadura o que la dictadura entrañó determinadas cosas malas, sino que eso se puede dar sencillamente por asumido. Ni siquiera hay que explicar qué fueron esos vuelos en los que militares tiraron gente desde un avión al Río de la Plata, ni quiénes eran esas personas: la narrativa lo trata como un dato de cultura básica. Como debe ser.
De todos modos, y con respecto al asunto, el clima es serio, muy distinto al del éxito anterior de la dupla del director Borensztein y el actor Darín -la exitosísima y cómica Un cuento chino (2011)-. Hay mucho de los policiales de los años 70 (que con tanta frecuencia tenían un comparable telón de fondo político). Incluso en el título (que puede recordar a Kojak, Columbo o Klute): un apellido breve y algo exótico, que pone el foco en el protagonista y combina con su carácter lacónico, al igual que con su poder de acción decisivo pero sin alardes. Tomás Kóblic llega a un pueblito recóndito de la provincia de Buenos Aires, con un pasado misterioso del que no quiere (ni puede) hablar mucho. Inevitablemente, su presencia provoca algún revuelo, incluso sexual (la mujer más linda del pueblo se enamora de él, lo que termina de consagrarlo como macho alfa de la situación). El corrupto comisario local (que, aparte de estar atento a la eventual presencia de algún subversivo, está metido en un negociado con un milico) empezará a ser su antagonista, y esto va a atraer a un grupo adicional de villanos que habían estado vinculados a Kóblic en tiempos pasados. Kóblic intenta mantenerse en la suya, pero cuando realmente lo amenazan y lo lastiman, entonces ay, m’hijitos, no saben con quién se metieron.
Hay mucho de western: el forastero solitario que arriba al pueblito, perturba el orden corrupto y va a restablecer la justicia, los descampados, alguna cabalgata e incluso un duelo en la calle casi desierta.
Darín hace de Darín, ligeramente adaptado en la caracterización física a su rol de oficial de las Fuerzas Armadas argentinas durante la dictadura (bigotes, gomina, lentes oscuros). Es uno de los pocos o el único de los actores sudamericanos aptos para convencer en un papel así: tiene la combinación adecuada de carisma y virilidad, y esa mirada impresionante que a veces parece ser la propia bondad e inocencia, y a veces es severa, fulminante. Su oponente, el comisario, está sostenido en forma debidamente repugnante por Oscar Martínez. El resto del reparto, sin embargo, es mucho más flojo que el par principal, y es ahí donde salta el subdesarrollo en una película construida tan a lo yanqui. Por lo demás, este thriller sostiene el interés, elige muy bien sus modelos, es impredecible. Y opera una muy gratificante catarsis contra algunos personajes odiosos.