El nuevo disco de Oneill se llama Baja fidelidad a todo, y en ese título se encierran varias claves para entenderlo. En primera instancia, parece casi contradictorio, porque este trabajo lanzado mediante Feel de Agua, con la omnipresente labor de Fabrizio Rossi como productor, tiene un sonido mucho más diáfano que los anteriores, que le da un carácter de “disco de estudio”, mientras que parte del atractivo de la producción previa, en un periplo casi militante al amparo del sello Nikikinki Records (un catálogo tan asombroso en su frondosidad como irregular en su calidad, donde el “hágalo usted mismo” era llevado hasta las últimas consecuencias), era esa intimidad propia del low-fi, que brinda la sensación de estar escuchando algo directamente grabado en el portaestudio de alguien. En definitiva, una diferencia de formato, pero también de contenido, como la que separa el placer de leer una autobiografía oficial, cuidadosamente editada e impresa, de las confesiones de un diario íntimo garabateado en el dorso de un cuaderno de física de quinto (naturalmente, de un liceo nocturno).
El sonido de baja fidelidad tiene ese doble filo: a veces limita el espectro de posibilidades expresivas por lo áspero de la mezcla, pero, por su propia textura, brinda una conexión más directa en lo emocional, cuando no un sonido propio y distintivo. Sin embargo, también puede trampear los recursos expresivos, si se ingresa en un territorio de autoindulgencia y de grabar mal porque sí, confiando más en el canal que en la idea, un mal actualísimo que afecta tanto a los músicos (cuando se escudan detrás de la falta de ensayo como garantía de un sonido más directo o personal) como, por ejemplo, a la inmensa cantidad de fotógrafos que se aferran al placer de lo analógico, o a los rollos semivelados, como un recurso para ocultar su falta de visión o recursos técnicos.
Oneill no sufre de ninguno de los problemas mencionados, pero ante la posibilidad de poder grabar algo de mejor manera -incluso temas anteriormente editados en otros álbumes y EP, como “Todo lo que entra en una A4” o “Aguaciles”- aparece encriptada, en las ocho canciones de Baja fidelidad a todo, una característica curiosa de los últimos diez años del indie internacional (pero sobre todo del rioplatense). Es difícil aislar el gen originario, pero tras un tiempo en el que se optó por el perfil bajo, eligiendo como vehículo expresivo pequeñas historias contadas al calor -o al frío- de una guitarra, muchas veces entrecomillando el sentimiento, o dejando que la emoción se completara con espacios en blanco entre los versos, los arreglos han empezado a moverse hacia el maximalismo, al igual que el tenor emocional de la expresividad. De golpe, las bandas adquirieron un tono épico, las confesiones se empezaron a gritar a los cuatro vientos, y aparecieron mandolinas, violines, explosiones y proclamas (algo que con el productor Ezequiel Rivero solemos llamar el “síndrome Arcade Fire”).
Naturalmente, nada nace de un repollo, y las disputas entre lo contenido y lo expansivo son tan viejas como la música misma, incluso dentro del indie, donde en el disco debut de una banda como Pavement, Slanted and Enchanted (1992), uno puede encontrar temas tan cotidianos y de bajo perfil como “Chesley’s Little Wrists” y, dos años después (en Crooked Rain, Crooked Rain) canciones épicas y autorreferenciales como “Fillmore Jive”.
Las razones de ese vuelco a lo más intenso y emocional pueden ser varias, entre ellas las posibilidades que ofrecen los nuevos y más baratos programas y equipos de grabación, o, como respuesta a la ironía circundante en un mundo dominado por el distanciamiento hipster, una contrarreacción más enfocada en lo emocional y lo sincero. A su vez, en el Cono Sur, y especialmente en la ciudad argentina de La Plata, esa búsqueda de lo más emocional e intenso parece haber encontrado su más perfecta conjunción con el imaginario y sentir local, uniendo la cuota emocional y sensible de The Pastels o The Feelies con el rock de tribuna, o el fútbol en sí mismo. El “vamo lo pibe” parece ser una de las insignias más definitorias del indie chabón, desde los versos “listos para corear” de Él mató a un policía motorizado a las microrreferencias celebratorias de 107 Faunos. Obviamente, a veces es difícil separar la paja del trigo, y lo que se puede llamar “laptrarización” del indie argentino (neologismo en referencia a Laptra, el principal sello platense) ha generado un montón de trampas y lugares comunes, con casos extraños en los que el pedal de emoción parece desubicado o en velocidad crucero.
Parece que en el nuevo disco de Oneill rigiera ese criterio de expansividad. Todo lo que en un momento parecía más calmo, o más íntimo, es cantado de tal forma que, si bien se mantiene la voz en primera persona, su intensidad la convierte en primera persona del plural. Esto es algo rastreable en reversiones como la ya mencionada “Todo lo que cabe en una A4” (que ya aparecía en el disco 10 canciones para irse de acá): el vagabundeo lírico en el que el cantante se iba de tema, como un problema de concentración que hablaba de un conflicto interno, ahora abandona el tono socarrón y ligeramente distanciado, volviéndose una especie de himno.
Cuando uno escucha la voz de Diego Andrada -con un fraseo y un tono muy parecido al de la calamarización progresiva de Pity Álvarez-, parece emerger, mediante las historias que cuenta, una especie de vocero de los ni-ni lumpenizados, en una suerte de culto pagano al vino Santa Teresa y los trabajos pésimamente remunerados. En “Presentismo” dice: “Divagando con vos toda la tarde / escuchando los motivos porque odiás a tus padres / poné el despertador tengo que ir a trabajar / si me quedo con vos perderé el presentismo”, y es imposible no sentir, en la intensidad con que canta esos últimos versos, la voluntad de configurar una especie de himno generacional. En “Alguien debajo” canta: “Las gotas que caen / no son de lluvia / son de aire acondicionado / estamos hablando de tiempos pasados / mientras haya escabio estaremos salvados”. La juventud de Andrada y compañía es la de la gente mojada por gotas de aire acondicionado, una juventud que ya no se parece a la de 25 watts, que ya no murmura sentada en un murito, sino que puede hacer pogo en una rotisería sin tener que explicar nada.
En todo lo antedicho hay algo quizá demasiado evidente, una opción casi invariable de convertir todo a una especie de crescendo hasta un estallido final que se lleva todo, incluso el mismo juicio. Hay bandas que manejan de manera más fina el equilibrio entre lo confesional y lo explosivo, entre el yo y el nosotros (por ejemplo, Julen y la gente sola; Carmen Sandiego ya es de otro linaje), pero después de verle los hilos a la marioneta, después de haberle encontrado al disco errores, imitaciones o faltas de criterio, uno escucha repetido el verso “el vasto universo del por ahí” y ninguna de las veces deja de ser emocionante como la mierda.