Para quienes no la vieron, explico: el protagonista está en busca de Otto Wallisch, un Blockführer (persona a cargo de una barraca de prisioneros en un campo de concentración) de las SS, a quien atribuye la responsabilidad de la muerte de toda su familia en Auschwitz. Al final de la película, va a descubrir que él mismo es Otto Wallisch disfrazado, y que lo había olvidado debido a su demencia senil.
No hay registro histórico de ningún nazi que se haya mimetizado como judío y víctima de campos de concentración. Esto podría deberse a que no hubo ninguno, o a que la idea es tan buena que quienes la aplicaron nunca fueron descubiertos. A esta última posibilidad no la veo mucho: el nazi en cuestión, máxime si era un criminal de guerra como fueron todos los Blockführers (quienes impartían directamente las órdenes de matanza), habría tenido que asimilarse a personas a las que su racismo rechazaba y, en caso de arrepentirse, condenaría su conciencia a una tortura eterna en la cercanía con víctimas y parientes de víctimas del dolor que él mismo contribuyó a infligir. Además, la estratagema multiplicaría las chances de encontrarse con alguien capaz de reconocerlo, a menos que eligiera una existencia aislada. Pero este no es el caso de Wallisch en la película, ya que se casó con una judía y ha convivido con judíos durante los últimos 70 años de su vida (el film nos hace saber que se hizo tatuar en el brazo un número de prisionero, pero no hace referencia a que se haya circuncidado, algo que habría sido fundamental debido a su casamiento).
Es interesante y escalofriante eso de estar en la piel del investigador y terminar descubriendo que el criminal es uno mismo. Era lo que ocurría en la brillante Angel Heart (Corazón satánico), de Alan Parker (1987). Pero allí el mecanismo, dentro de las premisas de la película, funcionaba: Angel cometía sus crímenes manejado por el diablo, y luego se le borraba de la mente todo recuerdo de ello. Acá, sin embargo, no hay un ente sobrenatural actuando sobre el victimario-investigador, y habría que asumir una extraña forma de desmemoria. Como ocurre muchas veces en la senilidad, “Zev” tiene poca memoria para eventos recientes (por ejemplo, a cada rato se olvida de que Ruth se murió hace unos pocos días). Sí conserva perfectamente recuerdos más lejanos: la mujer, las clases de piano que recibió cuando era niño. Es extraño, en esa condición, que se le haya borrado de la mente el período intermedio en el que fue oficial de las SS, y más aun que se crea realmente judío, y que haya incorporado reflejos característicos de un judío perseguido por los nazis (su aversión a los perros ovejeros y a la esvástica, su reacción indignada ante la prédica antisemita de John Kurlander, su sentida solidaridad cuando conoce a otro ex prisionero de los campos -no un judío, sino un homosexual-).
Para acentuar la sorpresa de la revelación final de que Zev es Wallisch, hay algunas trampas previas. Zev siempre se acuerda de Max, lo respeta y lo quiere. Asumimos por ello que son amigos de toda la vida. Pero luego nos enteramos de que a Max lo conoció recién cuando se internó en el asilo, y la fuerte permanencia de ese amigo reciente en su memoria tiene poco asidero.
Cuando Zev cuenta que su profesor de piano le decía que los tres mayores compositores eran Mendelssohn, Meyerbeer y Moszkowski (los tres de familia judía), asumimos que el profesor tiene que haber sido también un judío, algo que habría sido normal antes de 1933, aunque se tratara de enseñarle a un niño no judío. Lo extraño es que Zev parece compartir con firmeza esa jerarquización, difícilmente sostenible para cualquiera que no esté especialmente empeñado en reivindicar una primacía de los judíos en la cultura europea (la posición en la música de los tres nombrados fue sin dudas destacada, pero sólo una parcialidad podría justificar su consideración por encima de Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Berlioz, Schumann, Liszt y Brahms, entre otros). Más difícil aun sería que un nazi sostuviera tal opinión. Es recién cerca del desenlace que Zev se pone a tocar Wagner (un compositor conocido por su postura radicalmente antijudía, y una influencia de peso para el movimiento antisemita).
El giro final justifica en muchos sentidos este film, que sin él tendería a reducirse a una narrativa más de caza al nazi -como El extraño, de Orson Welles (1946); El archivo de Odessa, de Ronald Neame (1974); Los niños de Brasil, de Franklin J Schaffner (1978) y montones de otras-, que llegó demasiado tarde. Justamente por ello, tendemos a buscarle a ese final inusitado un sentido alegórico, que puesto burdamente en palabras, sería algo así como “el judío que perdió a sus familiares en un genocidio y clama por justicia, y a quien incluso vemos como una persona buena, puede ser él mismo un genocida”. Conociendo el gusto de Atom Egoyan -un cineasta egipcio-armenio-canadiense- por una visión compleja de los hechos históricos (su magnífica Ararat, sobre el genocidio armenio, mostraba una clara afiliación a la tesis de la “banalidad del mal”, a la manera de Hannah Arendt), es muy probable que esa haya sido su intención. Pero en todo caso, la operación se ve muy perjudicada por la forma inverosímil con que construyó -en un marco supuestamente naturalista- su vuelta de tuerca, y además porque no propicia ningún elemento adicional que pueda dar relieve a dicha lectura alegórica.