Es arduo encontrar un hilo conductor en los trabajos propuestos por Guillermo Baltar para esta nueva edición de De cajón: fotografías encontradas (iniciativa que involucra a diferentes instituciones: la revista Dossier, la embajada de México, el Centro de Fotografía, la misma Fundación Unión que la alberga). Sin embargo, el título está muy bien elegido: por un lado, una especie de principio de heterogeneidad a toda costa, lo casual de un cajón; por el otro, un risueño entusiasmo, en este caso por las imágenes (digamos, mirando esta última adaptación, en su veta más elaborada). Baltar ha sido claro, en entrevistas, sobre su principio de mezcla: no jerarquizar, juntando profesionales “considerados” del medio fotográfico uruguayo con otros de trayectoria breve, e incorporando, de paso, figuras que proceden de otros ámbitos y lenguajes (como, por ejemplo, en este caso, el poeta y periodista Eduardo Roland), para mostrar obras cuya exhibición se había postergado por diferentes razones.
Con la extrema variedad de la procedencia se dilata, obviamente, el abanico en términos de calidad y temas. Parece prevalecer, a la postre, cierto gusto por el diario íntimo, una especie de collage de momentos autobiográficos (no necesariamente ligado a la exposición en sí; más bien es un registro de lo que el autor vio en su cotidianidad) que no escapa a cierta retórica de lo “normal asombroso”, como en Bisiesto 2016, de Mauro Martella, o A cada paso un diario, de Carolina Muniz Vallarino; pero que en Maléolo, de Solange Pastorino, logra también -mediante un sofisticado montaje sobre planos diferentes, entre la pared y un andamiaje metálico frente a ella- transformar un accidente común (aunque muy doloroso, la luxación de un tobillo) en un pequeño mosaico existencial. A ese ámbito personal pertenece, asimismo, la desaforada representación egótica de Mi última cena, de Verónika Márquez, en la que la artista presenta una reelaboración del tema evangélico multiplicando su imagen en diferentes disfraces, hasta “cubrir” los 13 personajes con tonos, obviamente, burlescos y pop (un pop, por suerte, que no es barroco, como suele suceder cuando se asocia con conteni- dos religiosos).
Hay también volitivos distanciamientos del “yo”. Buenas elaboraciones del paisaje, como en las durezas de Muro I, de Gabriel Lema, que inmortaliza unas baldosas bastante anónimas, aunque algo hipnóticas; y las ocho tomas rurales de Néstor Pereira, con colores hipersaturados organizados por contrastes de tonos fríos y cálidos. No falta una veta social. Está el gran panel El derecho a la indiferencia, de Ignacio González, que utiliza intensas fotos tipo carné con cuatro rostros que van asumiendo identidades disímiles, especie de himno a la diversidad marcado por una estética que parece fusionar, quizá con demasiada ligereza, al Warhol de 13 Most Wanted Men con Benetton. Y está también el registro “sentimental” de los encuentros de un grupo de mayores que se reúne en el Cerro diariamente, en Pescando jubilados, de Pablo Albarenga.
Baltar decidió incluir, finalmente, en un ámbito por definición bidimensional como la fotografía, la tercera dimensión: por un lado, el pequeño altarcito votivo dedicado a Delmira Agustini del mencionado Roland, con tanto de proyectil que parece ser mirado por la poeta; por otro, la farragosa instalación del colectivo Xx (Laura Acevedo, Betina Chávez, Sophia Ferrari, María Emilia Parola y Fabiana Osta), Interesa el título, no el contenido, que tiene como disparador un poema de la escritora polaca Wislawa Szymborska, “Escribiendo el currículum”, entre imágenes de desnudo, una máquina de escribir, papel triturado y un bloque de ladrillos (con proyección), poderoso en lo visual pero difícil de enganchar, física e idealmente, con el resto de los fragmentos (tanto que dudé si formaban parte de la misma obra).
Hay más, por supuesto, y la muestra vale una visita. También porque, gracias a su criterio ordenador extremadamente abierto (e incluso a cierta falta de aire entre las piezas, que penaliza un poco el montaje), la exposición se puede leer como pequeña metáfora de la fotografía hoy, en general: de su éxito y energía, del sinnúmero de personas que se dedican a ella, de sus “clientes ocasionales”, de la función de soporte (patente o invisible) que cumple, en muchos casos, para producir otras piezas.