Quienes sean de la generación de Jodie Foster (cincuentones tempranos) o mayores, o tengan bien junados los mojones de la historia de Hollywood, reconocerán en esta película algo del espíritu del cine de mediados de los años 70, más o menos de cuando la actual directora llamaba la atención como actriz en Taxi Driver (1976). El maestro del dinero remite sobre todo a dos realizaciones de Sidney Lumet, Tarde de perros (1975) y Network (Poder que mata, 1976). De la primera tenemos el drama humano: joven desesperado por distintas situaciones injustas y que tiene poco que perder comete una acción criminal insensata, que involucra rehenes. No es un supercriminal ni nada por el estilo; las cosas no le salen muy bien. En el correr de los acontecimientos, todos, incluso las personas amenazadas por él, se percatan de que es un pobre diablo que realmente no le quiere hacer mal a nadie, y tienden incluso a defenderlo del aparato de seguridad desencadenado por él y del que es muy improbable que pueda escapar. De Poder que mata tenemos que esos episodios ocurren frente a cámaras en un estudio de televisión y que, pese a su carácter anómalo, las cosas se terminan ajustando para que se conviertan en un espectáculo.

La situación aquí es que Lee (George Clooney) conduce un programa de televisión por cable en el que, de forma cómicamente extravagante, da cuenta de las novedades en el mercado de acciones y otras formas de la volátil cibereconomía, y recomienda a sus espectadores realizar las inversiones que considera más rentables. Hace cosa de un mes aconsejó apostar a determinada empresa que, en forma inexplicable, se acaba de hundir, llevando a la bancarrota a algunos de quienes invirtieron en ella. Uno de ellos, un joven de clase trabajadora, se las ingenia para burlar la seguridad de la emisora, invade el estudio durante el programa, obliga a Lee a vestir un chaleco explosivo y le exige explicaciones al aire. Vamos siguiendo a partir de esto varias líneas de acción simultáneas: la evolución del vínculo entre Lee y Kyle (el muchacho, interpretado por Jack O’Connell); lo que hace la gente del canal, obligada por las amenazas de Kyle a seguir transmitiendo y capitaneada por la siempre sensata y compenetrada directora Patty (Julia Roberts); la acción policial para buscar una oportunidad de liquidar al terrorista, bloqueada por el chaleco explosivo que puede causar un inmenso daño humano y material; las reacciones esporádicas de espectadores varios; y las investigaciones sobre qué provocó el quiebre de la empresa en la que Kyle, atendiendo a la recomendación de Lee, invirtió. Todo transcurre más o menos en tiempo real: la acción dura los 90 minutos del metraje.

Con varias presencias carismáticas en pantalla (sobre todo la de Clooney, obvio), recursos de producción más que suficientes para lo que demanda la historia, una premisa relativamente original y muy buenos diálogos, este thriller funciona muy bien, si concedemos que cierta medida de inverosimilitud es inherente al cine de entretenimiento (lo inverosímil, en este caso, tiene que ver sobre todo con la velocidad a la que se producen todos los procesos mencionados).

Es común que actores devenidos directores pongan un empeño especial en cuidar las características visuales de sus películas, como si quisieran demostrar que saben manejarse por fuera de su especialidad original (que solemos asociar con los aspectos más “teatrales” del cine). En este caso, la situación de la anécdota da pie a un tratamiento visual virtuosístico, y la verdad es que Foster realmente brilla con unos encuadres complejos y un montaje ídem, que incluye un escenario televisivo lleno de pantallas, la cabina de la directora y del editor -que a su vez incluye varios monitores, que a su vez incluyen la imagen del estudio, tal como está saliendo al aire (con sus múltiples pantallas incluidas)-, más los puntos de vista de las miras telescópicas de la Policía, o del visor de la cámara de televisión, todo eso mostrado en una variedad de ángulos, criterios de foco y tipos de iluminación. Dentro de semejante maraña, potencialmente aturdidora, la directora, fiel a su espíritu setentista, logra mantener una cuidadosa claridad y coordinar con brillo todas las ocurrencias alternadas, además de un ritmo dinámico pero suficiente para involucrar al espectador con los personajes.

Visión crítica focalizada

Hay, como se dijo, semejanzas con Tarde de perros, pero también diferencias considerables. En aquella película de Lumet, como era característico de su época, lo que estaba mal era el “sistema”, es decir, casi todo. Aquí hay algunos comentarios amplios contra el sistema financiero. El más contundente de ellos se plantea cuando Lee tiene la ocurrencia de pedirles a los espectadores que realicen un pequeño acto de solidaridad que puede llegar a salvarlo, y aunque lo que solicita es algo insignificante, que incluso puede llegar a resultar beneficioso para quienes le sigan la corriente, constata que su propia vida amenazada no parece valer unos pocos dólares para una cantidad suficiente de gente entre los cientos de miles o quizá millones de personas que ven asiduamente a su programa (la música heroica que suena mientras Lee clama por solidaridad suena totalmente en serio, pero dado el desenlace decepcionante, termina siendo un buen elemento de sátira). Como le comenta Kyle a su rehén, la indiferencia y mezquindad general son parte del modo de pensar y operar alentado por Lee todas las noches con su programa.

Hay algún apunte también sobre la dureza de vivir en la penuria económica, y se da en un momento que “rima” con la escena descrita arriba. Lee intenta convencer a Kyle de que, pese a la enorme diferencia económica entre ellos, la vida de su captor está repleta de amor, afecto, esperanzas y otros placeres simples pero profundos. Todo eso se nos viene abajo en forma casi violenta cuando constatamos, en pleno momento “emotivo”, que las carencias económicas también pueden llegar a ser un escollo para disfrutar esos placeres simples, que muy pocas veces tienen la poesía que algunos pueden idealizar, y menos aun en una sociedad direccionada al “éxito”. Hacia el final, hay un plano godardianamente político cuando la cámara del canal se posa frente a “nosotros”, dominando la pantalla y señalándonos, interpelándonos. Es un momento de resolución del drama que acabamos de ver, pero también una invitación a seguir por nuestra propia cuenta.

Esos vislumbres políticos de las maldades del capital y el sufrimiento del proletariado, sin embargo, pierden peso en lo global de la película, aunque no lleguen a anularse. Por un lado, porque Kyle resulta ser una persona particularmente torpe, y entonces claro, si hace todo mal no sorprende tanto que haya sufrido consecuencias negativas. No se llega a presentar una generalización respecto de características “del sistema” que expliquen por sí solas su desgracia. En lo referido al capital, por otro lado, la película termina cargando la mayor parte de su batería contra un villano bien particularizado: la cabeza de la empresa que se derrumbó, y pronto veremos que cometió acciones fraudulentas. La película muestra que él es desconsiderado aun con aquellos a quienes considera sus amigos, y además engaña a la mujer con una bellísima ejecutiva de su empresa (una forma moralista de acentuar su villanía).

Lo que sí queda claro es que la película opone, bien de acuerdo con la moral protestante tradicional, la evaluación positiva del trabajo dedicado a un esfuerzo visible -y que se puede medir en esos términos- a la desconfianza hacia la más abstracta acumulación de capital financiero-especulativo. Esa valoración del trabajo es aparente en el modo en que se presenta a la Policía, y sobre todas las cosas en lo referido a la propia producción televisiva. Empezando por Lee, quien, pese a su posición dudosa en cuanto persuade a la gente a invertir en acciones, si se lo considera como hombre de televisión es un típico profesional modélico a lo Hollywood: tiene un dominio cabal de su campo de conocimiento (con una memoria, una capacidad de retención y una velocidad de pensamiento que asombran). Antes de que el programa comience está lidiando como con diez cosas a la vez, y en todas ellas opera con concentración y con una autoridad mediada por un considerable despliegue de gentileza y de humor en la relación con sus subordinados. Su talento como conductor televisivo lo va a ayudar a equilibrar la relación de poder con Kyle, posibilitando un acercamiento cada vez mayor entre ambos, luego de la situación de enfrentamiento planteada al inicio. Además, cada uno de quienes lo rodean, desde su posición, tiene una excepcional competencia (Patty, por ejemplo, además de desempeñar muy bien los papeles de directora, consejera personal de Lee y líder firme pero responsable y afectuosa del equipo, todavía tiene un rol importante como investigadora, que lleva a la revelación progresiva del fraude del empresario). Pese a que todo el canal puede volar por los aires en cualquier momento, y a los eventuales disparos de pistola, todos los miembros del equipo siguen al firme, filmando, editando y captando el sonido, porque el show debe continuar.

El hecho de que justo la televisión sea el vehículo para el enaltecimiento del trabajo en esta película termina produciendo un resultando bien distinto del inconformismo de Tarde de perros y aun más de Poder que mata (donde la televisión se veía como un sistema de poder manipulador, indiferente o incluso cruel y asesino). En El maestro del dinero la televisión es sus trabajadores: nunca vemos a los altos ejecutivos del canal, no se hace referencia a ellos. Es como que la película demuestra mucha fe en la sociedad de la que forman parte sus personajes, y por eso mismo condena con más dureza a los pocos megaempresarios aislados que distorsionan la coexistencia armoniosa con sus procedimientos incorrectos, ocasionando injustos problemas específicos como el de este buen muchacho Kyle, que terminó perdiendo la cabeza.