En los años 90 las cosas estaban claras. Los que escribíamos ciencia ficción y fantasía desde la militancia del género sabíamos que el realismo gris a la Benedetti y la novela histórica de moda eran zombis literarios: la verdadera vida estaba en la ciencia ficción, en la fantasía, en el ciberpunk, en la ficción weird.

Después las cosas se complicaron. Quienes habíamos querido animar un Movimiento Uruguayo de Ciencia Ficción y Fantasía, con su correspondiente órbita de revistas, fanzines y convenciones, terminamos descubriendo que no habíamos visto bien el panorama, que en realidad no sabíamos cómo sacar adelante una empresa cultural, que probablemente habría siempre algo esencialmente refractario a la ciencia ficción y la fantasía en el ambiente cultural uruguayo -los lectores del género, después de todo, podían gastar cientos de pesos en libros de JRR Tolkien e Isaac Asimov, pero miraban siempre con desconfianza algo hecho en Uruguay, porque podía ser marcianitos tomando mate o porque podía no ser marcianitos tomando mate, como dijo Roberto Bayeto en la página editorial de uno de los números de Diaspar-. Además de que, en fin, empezaban a aparecer diferencias entre nosotros, y por tanto mejor iba a ser dedicarse, cada uno por su lado, a leer y escribir según las propias preferencias. Así, Dobrinin y Bayeto -por nombrar a los dos más activos y, seguramente, los mejores- publicaron en revistas de prestigio internacional, fueron traducidos, obtuvieron algunos de los premios más importantes del género fuera del mercado anglosajón y se convirtieron en referentes ineludibles de la ciencia ficción y la fantasía en Latinoamérica; en Montevideo, mientras tanto, Natalia Mardero publicaba Guía para un universo y Pedro Peña, Eldor, dos libros que, sin venir desde esa militancia del género que hacía al corazón de nuestra actitud, metían los pies en el agua de la ciencia ficción y, al mismo tiempo, lograban conquistar una visibilidad más que notoria.

A la vez, sin embargo, avanzada la primera década del siglo XXI y comenzada la segunda, no había revistas, colecciones ni, al parecer, un interés editorial en el género. Con excepciones, claro, aunque tímidas o tentativas: Estuario/Hum, por ejemplo (que apostó con fuerza por el policial con su colección Cosecha Roja), publicó a Leandro Delgado, cuyos libros Cuentos de tripas corazón y Ur parecían, si se los miraba durante cierta alineación particular de estrellas y bajo la luz de una longitud de onda específica, algo vagamente cercano a la ciencia ficción. También había aparecido Las Furias, de Renzo Rossello, que sí tenía mucho de ciencia ficción “de verdad” y de hecho valía la pena, pero estos nuevos nombres para el género no compartían la actitud contracultural de aquel viejo movimiento noventero de ciencia ficción y fantasía: no había una guerra sino, en todo caso, una serie de estrategias para gestionarse la visibilidad y salir adelante con un proyecto de escritura viable. Los “otros” no eran “enemigos” y, en realidad, había lugar para todos.

El contexto pareció haberse estabilizado: por un lado, un grupito de dinosaurios sobrevivientes de los 90, exitosos en el exterior pero prácticamente invisibles en Uruguay; por el otro, un número para nada deleznable de escritores y escritoras que disfrutaban de mucha más visibilidad pero que entendían la ciencia ficción desde lugares más integrados o incluso más tímidos. En ese contexto apareció, hace ya cuatro años, la primera entrega de Ruido blanco, eventualmente subtitulada cuentos de ciencia ficción uruguaya.

Aquella primera edición estuvo a cargo de un grupo de lectores y escritores afines a la ciencia ficción y la fantasía, todos ellos noveles y casi inéditos. Su actitud no fue salir a tomar la cultura por asalto, sino más bien tratar de jugar al mismo juego que para otros estaba dando resultado: integrarse, dejar el under, tomar caminos ya más o menos establecidos y, llegado el caso, pagar los inevitables tributos. Y si bien ese primer Ruido blanco parece hoy, ante todo, ilegible, resultó que al año siguiente se publicó una entrega más refinada, y después otra, y ahora una cuarta. Tanto la tercera como esta última, por cierto, movilizan figuras “de la cultura”, o gente más -digamos- visible. Así, este número 4 incluye una contraportada de Pablo Silva Olazábal y un prólogo de Rodolfo Santullo, mientras que el tercero contaba con uno de Elvio Gandolfo. Esa suerte de “pacto” con lugares más tradicionales de la literatura uruguaya ha sido visible en la inclusión de un cuento de Felisberto Hernández en el número 3, y uno de Enrique Amorim en este 4; gestos más que legibles, por cierto, y no por eso menos desconcertantes.

Señal/ruido

Al reseñar un compilado de cuentos que en su mayoría son de escritores con proyectos incipientes, cabe preguntarse dónde hay que poner el umbral del nivel aceptable, la separación entre el ruido y la señal, por decirlo así, y hasta qué punto vale la pena señalar defectos y exponer fallas. Lo cierto es que, en cuanto al nivel general, Ruido blanco es pobre. Por eso, quizá, Gandolfo prefirió en su momento presentarlo como algo parecido a una revista y no a un libro, menos aun como una antología, en tanto la criba de calidad no parece haber sido exigente. Por razones acaso análogas, Santullo pone el acento en la periodicidad de la colección, en su supervivencia y en su “puerta abierta a nuevas propuestas”. Las pregunta son, entonces, si esos elementos poseen valor por sí mismos, y si para la ciencia ficción uruguaya basta con que “haya algo”, así sea tan deficiente como muchos de los cuentos de Ruido blanco. Del mismo modo, se podría pensar que el argumento ofrece, después de todo, una muestra de lo que hay termina siendo contraproducente, ya que si “lo que hay” es tan flojo, entonces la ciencia ficción uruguaya está francamente en problemas. Una respuesta posible -aunque esté lejos de ser incontestable o “definitiva”- es que una colección periódica como Ruido blanco en el fondo sí vale la pena, al menos porque en una propuesta tan inclusiva y variada habrá de aparecer, eventualmente, algo de calidad, o porque -portadas cuestionables aparte-, es fácil ver un progreso, un incremento en la calidad de la edición y de la gestión, con la incorporación de concursos de cuentos y presentaciones más convocantes.

En el caso de Ruido blanco 4, ese “algo de calidad” es “Un jardín en Nueva Kybartai”, de Pablo Dobrinin. A kilómetros de distancia puede verse que es el mejor cuento del libro: aborda la ciencia ficción desde una perspectiva enteramente personal, conocedora de la tradición e incorporada sin fisuras a una idiosincrasia y un proyecto de autor. Si toda la obra de Dobrinin se perdiera, en este cuento podría encontrarse el ADN que permitiría reconstruirla: la narración que avanza mediante imágenes visuales, la atención a las artes plásticas como forma de conocimiento, el tratamiento sutil de realidades alternativas y una cuidadosa búsqueda de expresividad. Se trata de un texto maduro de Dobrinin y su inclusión en el libro hace que valga la pena comprarlo, así de simple.

¿Qué pasa con los otros cuentos? Bueno, pasan cosas curiosas. Por ejemplo, que uno de los más interesantes pertenezca a alguien que no se presenta como escritor y que deja claro que su aporte es más bien un juego. Pero aun así, “1970”, de Víctor Raggio, se mueve con soltura en el tópico de los viajes en el tiempo, acumulando referencias a la cultura popular y geek y dando forma a un relato desenfadado y humorístico, que leído después de otros de los cuentos del libro -ya llegaremos a ellos al final- es un verdadero soplo de aire fresco.

Hay también una zona de cuentos ante todo legibles, firmados por escritores con proyectos que aún están en gestación o que ya se enfocan hacia un lugar de interés pero todavía no se han desarrollado en una forma del todo satisfactoria; entre ellos, los de Gonzalo Palermo (“Las otras verdades”), Álvaro Morales Collazo (“Francotiradora”) y Álvaro Pandiani (“Una hormiga en tu zapato”) logran proponer ideas interesantes y tratamientos que resultan, en líneas generales, efectivos. Ninguno de esos textos está a la altura del de Dobrinin, pero al menos se entrevé que había algo que decir. De manera similar, los veteranos (y editores) de Ruido blanco Álvaro Bonanata y Mónica Marchevsky aportan textos de interés; en el caso de Marchevsky, el tono apenas cortazariano de tías y asuntos familiares es ofrecido en contrapunto a una idea más claramente cienciaficcionera, que si bien no asombra, tampoco resulta fallida. A su vez, Bonanata parece acercarse a un tratamiento más contemporáneo del viaje en el tiempo, quizá deudor de The Peripheral (2014), la más reciente novela de William Gibson, ofreciendo un texto que sin duda está entre los mejores del libro, pese a su final más bien tímido.

Curiosamente, lo peor de Ruido blanco 4 no está en los cuentos más notoriamente ingenuos o mal resueltos, ni en una zona de relatos inanes a la que pertenece el aporte de Leo Maslíah, que se lee con una sonrisa y se descarta rápidamente como una pieza de cierto ingenio y nada más, sino en el trabajo de dos veteranos de la ciencia ficción, el policial y la historieta locales: Carlos María Federici y Enrique Ardito.

Del primero, vaya a saberse por qué, se incluyeron dos textos (contra la norma general de uno por autor), y cada uno de ellos está precedido por una nota al pie. El gesto parece sugerir que Federici está ansioso por un auditorio sobre el cual derramar sus ideas: despotrica contra la “bastardización” en “la letra y en el celuloide” de la ciencia ficción, homenajea a Ray Bradbury, señala el “vuelo poético” de uno de los cuentos que aportó, propone una línea de lectura de su propio trabajo y, como si todo eso no fuera suficiente, nos alecciona sobre la “naturaleza humana”. De todas formas, si los cuentos hubiesen sido piadosamente liberados del peso de esas notas no habrían constituido tampoco una buena lectura: ambos parecen haber sido exhumados de los estratos precámbricos de la ciencia ficción, ambos ofrecen diálogos que bordean el ridículo y la prosa berreta, y ambos parecen completa y felizmente ignorantes de la ciencia ficción escrita en Latinoamérica. Quizá el primero, “Cuando crezcan de nuevo las flores”, con su pesada cantinela de “homenajes” a Bradbury, resulte el más legible de los dos. Publicado hace 40 años en las páginas de la notable revista española Nueva Dimensión quizá hubiese funcionado bien. Quizá.

En cuanto a Ardito, hay que decir que su cuento (“La empresa es responsable”) es el peor de los ofrecidos por Ruido blanco 4, una vez descartados todos los textos en verdad ilegibles o ingenuos o evidentemente producto de manos novatas o a todas luces ajenas a la ciencia ficción. También ahogado por homenajes a Bradbury y, además, con un personaje llamado “Roy Bradbury” -sin que esto funcione más que para llamar la atención sobre algo que quedó claro desde la primera página-, por no mencionar el evidentemente bradburiano tema “viajes en el tiempo y dinosaurios”, lo mejor que puede decirse de este cuento es que es vagamente dinámico en su narrativa. Que los dos escritores más veteranos de la muestra parezcan atados al esplendor ya hace décadas carcomido de Bradbury es, sin duda, un hecho a tener en cuenta (como lo es, además, la abundancia de relatos sobre viajes en el tiempo). “La empresa es responsable” parece compatible, además, con las ilustraciones que Ardito aportó al libro: de ellas lo mejor que podría decirse es que buscan ser “retro”. Quizá algo así persiga también su cuento, sin lograr concretarse como un texto de interés. Los cuentos de Ardito y Federici son, a su manera, un misterio, y lamentablemente no colaboran a elevar el nivel de Ruido blanco 4: en realidad lo comprometen todavía más.