Traer un hijo al mundo puede ser algo horripilante. Prueba de ello dan las pesadillas que suelen dejar contra las cuerdas a muchas madres durante el período de gestación, o numerosas psicosis puerperales, que con el tiempo se han erigido como una subcategoría de los brotes psicóticos. El cine no ha sido ajeno a esto y ha presentado varias películas en las que el costado aterrador de ser padre -pero, más que nada, de ser madre- es tratado como centro de la cuestión, o bien como uno de los cimientos de la trama.

El núcleo traumático suele ubicarse en ese pantanoso espacio entre el inconmensurable amor que inspira algo tan frágil e indefenso como una criatura recién nacida y el impulso enloquecedor y filicida que puede generar, a la vez, ese ser que exige atención y cuidados constantes. También en la indefinición alrededor de algo proveniente del cuerpo de uno y que aún no ha llegado a definirse como persona, llegando por momentos a asemejarse a una cosa. La idea de “la cosa”, el terror al ataque y el instinto filicida se han representado de modo brillante en películas como El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968); o Cabeza borradora (David Lynch, 1977), pero también en obras maestras del nuevo cine de terror como The Babadook (Jennifer Kent, 2014).

El cine argentino ha tenido algunos acercamientos a este drama, y uno de los más recientes fue El campo (2011), de Hernán Belón, pero Ana Katz logra en Mi amiga del parque uno de los más minuciosos retratos de la locura de la maternidad. Liz (Julieta Zylberberg) es una madre primeriza cuyo esposo (Daniel Hendler) se fue a Chile a realizar un documental sobre un volcán. Uno comprende rápidamente que está solísima, después del reciente fallecimiento de su madre y con varios amigos ocupados en su trabajo y otros asuntos. A su situación de desamparo se suma una carrera literaria temporalmente frustrada, mezclada con el resentimiento de haberse quedado cuidando al hijo mientras su pareja se lanza a proyectos personales que lo apasionan. En medio de ese desconcierto, los paseos en el parque actúan como una especie de bálsamo, o uno de los pocos puentes de socialización de Liz. Es a partir de estos vagabundeos que conoce a dos hermanas a cargo de un niño -Rosa y Renata-, cuyas intenciones nunca quedan del todo claras, pero que, por alguna razón, le fascinan.

Clase y familia

Algo curioso de Mi amiga del parque -y la razón por la cual se la puede considerar una película distinta- es que si uno aísla escenas (como suele suceder en los trailers), fácilmente puede pensar que se trata de una comedia, pero el todo termina resultando mayor y distinto que la suma de las partes, y se genera algo en el ritmo y la atmósfera que es más propio de un thriller. Si uno pensara en términos de género, podría decir que es un film de horror sin el monstruo, una película cuyo centro tremulante es “¿Qué quieren las hermanas R?”, pero que a la vez arrastra un miedo burgués vinculado con la incertidumbre sobre qué quieren los pobres de nosotros. En todo momento, el choque de clases se presenta como una vía paralela de todos los conflictos que acontecen en la vida de la protagonista. Liz es educada y de buen pasar, y su interés hacia Rosa comienza con un atisbo de filantropía, pero termina atrapándola bajo los términos de la libertad que parece poseer ese ser tan ajeno a las cavilaciones que atosigan la cabeza de la madre primeriza. En ese sentido, las hermanas R son una fuerza de la naturaleza, seres de puras pulsiones frente a los cuales no sabemos si presentan una transparencia total o una opacidad infranqueable. Ellas están perdidas en su mundo, y por momentos nos acecha la incómoda sensación de que no pretenden nada más que un auto y plata, pero las dudas al respecto sirven de pantalla para la proyección de miedos y obsesiones de Liz (y de nosotros).

No hay momento más diáfano de este sustrato de clase que el intercambio de la campera fucsia de Rosa por el coqueto saquito gris de Liz. No sólo las prendas representan a la perfección la personalidad de cada una, sino que además son significativas la forma de trueque forzoso (en la que el halago de Rosa parece más bien una treta para pedirle el saquito a su nueva amiga) y -más importante aun- la fantasía de Liz de poder dejar de ser lo que es, para ser capaz de vivir la vida desprejuiciada y libre de las dos hermanas. En el fondo de ese cambio de vestimentas aletea, dándose contra los ventanales, la vieja parábola del príncipe y el mendigo.

En ese acercamiento por fascinación está presente, también, otro de los elementos cruciales del cine de Katz, donde los personajes principales deben encontrar o reconstruir una familia a partir de desconocidos. En El juego de la silla (2002), esos desconocidos son los propios integrantes de la verdadera familia, a quienes el protagonista no ve desde hace muchísimos años, con una madre obsesionada por repetir los rituales que los mantenían unidos cuando eran chicos. En Una novia errante (2006), una pelea con su pareja deja a la protagonista (la propia Katz) varada en el hotel en el que iban a alojarse ambos, sin saber si volverse a Buenos Aires o tratar de vivir la realidad paralela del balneario en el que está; en ese proceso, se configurará un nuevo grupo de amigos a partir de sus vínculos con los lugareños. Ahora, en Mi amiga del parque, Liz trata de conformar su propia casta con los padres perdidos que vagabundean por el parque, todos anhelantes de poder compartir sus monotemáticas preocupaciones acerca de la maternidad.

Si Katz fuera demasiado optimista sobre las posibilidades de tejer esa especie de redes de trapecista sociales, se perdería gran parte del atractivo de su filmografía. Más que nada, el eje de su comedia, y lo que la hace distinta del resto de la generación de directores que integra, es la negativa a un perfecto ida y vuelta entre esas personas que se encuentran y se ayudan. Así, el grupo de padres siempre parece alternar entre situaciones patéticas o ridículas y verdaderos actos de solidaridad y contención, algo que también pasaba en el ligero absurdo de la gente del balneario fuera de temporada vista desde los ojos de una porteña en Una novia errante, donde también por momentos parecían ser retratados en forma ridícula, y en otros se elevaban como el verdadero eje de normalidad, en contraposición a la locura de la protagonista.

Lo inefable

Esa locura femenina (especialmente en Una novia errante y Mi amiga del parque) parece darse frente a la parquedad masculina. Los hombres suelen presentarse como seres distantes, perdidos en sus propios asuntos, mientras que las mujeres tratan, una y otra vez, de poner algo en palabras, y cuando las palabras no llegan ese algo se materializa en actos. Esta forma de relación rota, enquilombada e histérica, como un cable pelado entre ella y el mundo -a lo Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974)-, lejos de ser un elemento irritante, constituye la cuota de humanidad más interesante de los personajes femeninos en el cine de Katz. Ya sea en esos turnos que Liz se toma en la ducha para llorar sin que la vea su niño, en los cigarrillos fumados a escondidas, en las fallidas seducciones o en las discusiones con la parca niñera sobre la correcta administración de la mamadera, hay en todas sus explosiones y errores uno de los retratos más humanos que se han realizado de la angustia maternal.

La trinidad formada por el histrionismo de Zylberberg, la dirección de actores de Katz y el guion de Inés Bortagaray siempre da con pequeñas inflexiones del habla, o ciertas imprecisiones en el hablar de sus personajes (Rosa tratando de describir a un bebé en un cochecito, atropellándose con lo redundante de la definición), que producen pequeñas gemas de interpretación. Nada más transparente acerca del horror de tener un hijo que el momento en el que a Liz le preguntan por qué está tan angustiada y ella, sin saber cómo explicarlo, toma a su bebé y, atragantada por el llanto, dice: “Es que es tan... chiquito...”.