Desde que a mediados del siglo XIX el cuento corto realista se consolidó como género prestigioso (fundamentalmente debido a la masificación de la prensa), el éxito o el fracaso de cualquier historia radica, a grandes rasgos, en la modulación y el equilibrio entre lo que se ve y lo invisible. En Estados Unidos, este estilo narrativo -que tiene en varios sentidos al ruso Anton Chéjov como indiscutible figura seminal- ha producido una tradición sólida y llena de puntos brillantes (piénsese en figuras tan disímiles como Nathaniel Hawthorne, Truman Capote, Carson McCullers, Ernest Hemingway y Raymond Carver, por citar a unos pocos), continuada hoy por autores como David James Poissant, que se presentó en 2014 con El cielo de los animales, un debut contundente (aunque de calidad despareja), maduro y de notable precisión técnica.

En los 15 cuentos que lo componen es fácil ver la competencia de su autor, que pasa sin dificultad de la primera a la tercera y aun a la segunda persona narrativa (en el singular “Cómo ayudar a tu marido a morir”); de cuentos de dos o tres páginas a otros de más de 20; de protagonistas masculinos a femeninos; del realismo clásico a los ribetes fantásticos (lobos que hablan o bebés que brillan). Esta versatilidad es particularmente visible en la relación entre el primer cuento y el último (probablemente los puntos más altos del libro), ambos protagonizados por el mismo personaje pero narrados desde voces distintas y con muchos años de distancia. Poissant repetirá el juego en su próximo proyecto narrativo: una novela que retoma a la pareja protagonista de una de estas historias.

En cuanto a la temática, es difícil pensar un reservorio de imágenes y símbolos más rico que el mundo animal. El hombre ha encontrado en él, en esos compañeros ajenos al lenguaje articulado, una forma de explicarse, un factor de alteridad con y contra el cual nos definimos. El cielo de los animales lleva esa premisa hasta sus límites: la línea que articula el libro es la presencia (a veces explícita, a veces subyacente en las palabras de los personajes) de reptiles, mamíferos e insectos, sobre todo, que tienen un claro lugar en la trama y al mismo tiempo significan metafóricamente, trayendo a la superficie pistas para descifrar lo que Ricardo Piglia llamó “la historia secreta”, al desentrañar la doble cualidad del género, que mientras presenta en primer plano una historia, cuenta en verdad otra que requiere del lector para emerger.

Así, los diversos animales (un caimán gigantesco, un perro moribundo, un enjambre de abejas, un monstruo de Gila), enfrentan a los personajes, de construcción delicada y compleja, con las variedades de lo humano, con sus temores, sus tabúes, sus desconsuelos y sus perversiones. Pero esto parece a veces forzado, contingente, como si sólo estuviera ahí para mantener una unidad que de otro modo no se sostendría. En esos casos sobran las referencias (la fascinación con los documentales de algún personaje, por ejemplo), porque la unidad, más allá del título y de los nombres mismos de algunas de las piezas (“El Hombre Lagarto”, “El último de los grandes mamíferos terrestres”, “Lo que quiere el lobo”) está constituida por el tono de los cuentos, hechos a partir de escombros. Los personajes que habitan las páginas de los mejores son seres estancados, que llevan vidas rutinarias, vacías, sin dirección ni sentido, y que, a partir del encuentro con un animal o con otras personas (“Nudistas” es un ejemplo), hallan el punto de inflexión que los hace vislumbrar una solución (que también puede ser la muerte).

Esa repentina ilusión, esa esperanza de cambio que queda al final de varios cuentos, es -sabemos- sólo eso: ilusión. Poissant es generoso con sus personajes, a los que puebla (a veces en exceso) de detalles que los hacen verosímiles, aun en los cuentos en que hay una pátina de ensoñación o fantasía, pero es cruel en cuanto a sus destinos: siempre busca la forma de dejarlos truncos (y cuando no lo hace, falla). Los provee de sueños, pero les arrebata toda posibilidad de realizarlos. “La amputada”, uno de los mejores cuentos, tiene un final paradigmático en ese sentido: el protagonista esperando, en la noche, lo que jamás va a volver (el gato perdido, su ex mujer, la chica de la que se enamoró fugazmente). En el espacio íntimo de una casa, un auto o una playa que de pronto queda vacía, los personajes se encuentran a sí mismos, ven el fondo del abismo, no ven nada.

“El cielo de los animales” (título que viene de un poema de James L Dickey) es por eso una metáfora perfecta: el consuelo tonto de creer que nuestras mascotas, que nuestros seres queridos están en algún sitio mejor, esperándonos.