Buenos vecinos, exitosamente estrenada en 2014, jugaba con varios de los lugares comunes del humor de “fraternidades” (especie de asociaciones sociales de estudiantes en las universidades estadounidenses), y los desmontaba. Sobre una secuela pendía la amenaza de perder frescura o mantenerse demasiado fiel a su predecesora, como pasó con la trama forzada e improbable de ¿Qué pasó ayer? 2 (Todd Phillips, 2011).

Los jóvenes de la primera película ya iban a estar recibidos a esta altura, y era difícil incluir a alguno de esos personajes, obsesionados con el alcohol, las mujeres y las fiestas temáticas, en los nuevos malestares de la familia de Mac (Seth Rogen, que hace de sí mismo como nadie en su generación de cómicos) y Kelly (Rose Byrne, en una línea de papeles que parece paralela al estilo extraño y ligeramente incómodo de Kirsten Wiig). Sin embargo, Buenos vecinos 2 tiene la rara virtud de casi calcar el arco argumental de la anterior -sin dejar de usar herramientas del manual de instrucciones de toda secuela- y, lejos de perder impulso, resultar más grande, más inteligente y más divertida.

La explicación es Nicholas Stoller, uno de los guionistas/directores posteriores a Judd Apatow que más afinadamente han logrado captar la crisis de identidad masculina en tiempo de millennials. Tras una apariencia sencilla, en Eternamente comprometidos (2012) la pregunta sobre “qué es ser un hombre” se desplegaba en el periplo de un protagonista que intentaba adaptarse a los planes vitales de su pareja, casi a la inversa de lo que ocurre tradicionalmente en la comedia estadounidense. A su vez, el guion que hizo para The Muppets (James Bobin, 2011) lo mostró como un hábil entendedor de lo que hace falta para replantear un formato, al convertir la falta de contemporaneidad de aquel programa de televisión en el principal combustible humorístico.

Buenos vecinos 2 parte del punto en el que quedó Buenos vecinos. La bebé de Mac y Kelly tiene ya dos años y, aunque se libraron de la molesta fraternidad comandada por Teddy Sanders (Zac Efron), están contentos de poder mudarse, y a punto de vender su casa actual. Cuando ya casi van a festejar el cierre de la transacción, se les informa que habrá un período de 30 días de prueba, en el que los futuros dueños podrán caer en cualquier momento a inspeccionar y dejar sin efecto la compra. Eso no parece riesgoso hasta que un grupo de chicas alquila la casa de al lado -la misma que perteneció a Sanders y compañía- con el propósito de formar una sorority (fraternidad femenina). Como era de esperarse, el arreglo entre las partes no llega y nuevamente se despliega una guerra de guerrillas entre las chicas que quieren divertirse y la familia que elucubra torpes planes para lograr que se vayan y concretar la venta. Sigue todo lo que nos divierte y marca la filmografía de la nueva comedia estadounidense: humor sobre drogas y vagos, porrazos extremos, chistes escatológicos y cierta dosis de sexo.

Del repertorio de trucos para secuelas, refritos y reboots, Buenos vecinos 2 utiliza el cambio de un elenco masculino por uno femenino, pero Stoller no oculta las costuras y ubica las dificultades de esa adaptación en el centro del asunto (algo similar a lo que había hecho en The Muppets), abordando un tema candente y actual como pocos: el de la corrección política.

Desde el comienzo, cuando Mac y Kelly se reúnen con la pareja interracial que quiere comprar su casa, el film juega con lo que se puede y lo que no se puede decir, y los molestos espacios intermedios entre la apertura mental y el pasarse de raya. La pareja de interesados en la compra y la mujer de la inmobiliaria no tienen problema en reírse de que una niña esté jugando con el vibrador de su madre, pero cuando se pone en juego el color del artefacto saltan chispazos de incomodidad.

En esa línea, el film desmonta el progresismo en varias capas, haciendo que choquen divertidamente entre sí. Primero, una pareja adulta liberal, pero con la mentalidad de una época, no tan lejana, en la que las normas de lo políticamente correcto no estaban tan instauradas, a la que le causa contradicciones tratar de sabotear un proyecto inicialmente concebido como una toma de poder feminista y contestataria. Luego, el programa reivindicativo de las chicas de la sorority y la contradicción ocasional entre sus fines y sus medios. Por último, la relación del propio film con la corrección política, en un planteo metacinematográfico.

Esto último es quizá lo más candente e inteligente del film. Teddy, el cerebro detrás de fiestas y procedimientos fuertemente misóginos de la primera parte, celebra en forma sincera, desprejuiciada y cómplice la proposición de casamiento a su mejor amigo (quien en la primera parte era igualmente heterosexual) por parte de otro hombre. La forma incidental de presentar esto logra, en su sencillez, una de las escenas más exitosamente naturalizadoras y respetuosas que se hayan dado en una frat movie. Nuestro adiestramiento en comedias con una mirada heterosexual nos predispone a esperar algo cómico en la declaración, pero rápidamente nos damos cuenta de que el chiste está completamente por fuera del elemento gay de la ecuación.

Ese despliegue meta no sólo se aplica a la naturalización y el empoderamiento de lo femenino, sino también en relación con la explotación de lo sexual en el cine. Efron se exhibe casi siempre con el torso desnudo, con lo que se hace de su musculatura y de lo bueno que está (algo que no pasa inadvertido para Kelly ni para Mac) uno de los principales chistes internos de la película, en un guiño acerca de las carnadas sexuales femeninas que suelen aparecer en películas de este género.

Uno de los momentos discursivos más transparentes del film sucede cuando Mac le pide a la decana de la universidad (Lisa Kudrow) que cierre la sorority. Ella dice que no puede hacerlo porque sería visto como una decisión sexista; él alega que verlo así “sería sexismo inverso”, ella responde “no existe sexismo inverso, señor blanco”, y él retruca “no me puede llamar así, soy judío, yo también soy una minoría”. En ese bizantinismo discursivo se pone sobre el tapete parte de las políticas de identidades y de la crítica universitaria acerca del “privilegio” de los jóvenes blancos, un marco conceptual en el que lo que puede hacer ganar una discusión no está necesariamente en los argumentos, sino en la identidad de la que alguien se hace portavoz. Que Mac sea blanco y también judío resulta un divertido punto ciego en ese tipo de debate, generalmente organizado en torno a razas, minorías y sexo (pero nunca, nunca, en relación con el estatus económico y la formación, acorde a un criterio propio de estudiantes pertenecientes a una elite adinerada).

Al final, la película presenta contradicciones internas del grupo de muchachas, cuando para recaudar fondos plantean organizar una fiesta similar a las orquestadas por los típicos descerebrados neandertales de las fraternidades, que en primera instancia las había llevado a organizar una sorority por su cuenta. La escena es genial porque sirve para plantear dilemas propios de cualquier grupo con fines políticos, más allá del feminismo. Pensándolo un poco, esa fiesta en la que, para mantener a flote su proyecto, deben jugar al juego de ser vistas como objetos por los hombres, casi podría ser una metáfora de los devenires de la izquierda y el desarrollismo en América Latina.

Por supuesto, Buenos vecinos 2 rinde fundamentalmente porque te hace cagar de la risa, con algunos gags físicos calcados de la versión anterior (pero redoblando la exageración y la irreverencia), momentos incomodísimos y una de las mejores escenas de acción que se hayan visto en esta nueva serie de comedias yanquis; pero es poco común encontrar un film que, a la vez, muestre de modo tan diáfano muchos de los temas de agenda que se agitan en el imaginario estadounidense actual. Algunas comedias sirven más para entender la sensibilidad de hoy en día que películas serias, graves y denunciatorias.