Nunca me gustaron las notas que comienzan en primera persona, pero para los que pasamos los 40 años y no llegamos a los 50 Mohammed Alí es tan parte de nuestra infancia como Meteoro, Martín Karadagian o el pteranodon Turú que acosaba a Johnny Quest. Pero mi familia no era adepta al boxeo y mi primer contacto con Alí no fue siquiera por la pelea con Alfredo Evangelista que Uruguay siguió expectante, sino por un cómic grande y lujoso de la compañía DC, en el que Mohammed Alí le hacía frente en el ring a Superman. Y le ganaba.

El cómic, guionado por Dennis O’Neil, dibujado por Neal Adams y publicado en 1978, era emocionante y épico, pero la mayor parte de su encanto eran los parlamentos orgullosos y desafiantes de ese boxeador capaz de vencer al mismísimo hijo de Krypton y, de paso, salvar a la Tierra. Años más tarde, me enteraría de que esos parlamentos estaban calcados de los auténticos discursos e intervenciones de Alí, y que si bien nunca derrotó en un cuadrilátero a Superman, sí venció a George Foreman en su plenitud física, lo que no es lo mismo pero es igual. Pero aun ese triunfo increíble es sólo una parte de su historia. Y no es la parte esencial.

Dejemos de lado su biografía, el detalle de sus triunfos, su cambio de nombre, las circunstancias de su muerte y cualquier dato que cualquiera puede buscar en Wikipedia; tampoco voy a hablar mucho de lo que fue Alí como boxeador; soy apenas un periodista cultural aficionado en forma intermitente al deporte de los guantes. Pero los que saben tienen consenso en que lo de Alí -medalla de oro olímpica y campeón mundial de pesos pesados tres veces, cuando todas las coronas estaban unificadas y en el período más competitivo y duro del boxeo moderno- es irrepetible. Ni siquiera hay que ser un experto en pugilato para darse cuenta de que su pelea con el demoledor George Foreman en Zaire en octubre de 1974 es, dentro del boxeo, el equivalente a lo que fue en el fútbol el triunfo uruguayo de Maracaná, y una lección de inteligencia táctica y disciplina que ya sobrepasa lo meramente deportivo para meterse simultáneamente en los campos de lo marcial y lo artístico.

Además, Alí fue tan grande como sus oponentes; no sólo fue campeón, fue campeón ante boxeadores imposibles como Sonny Liston, Joe Frazier y George Foreman, todos superiores a él al menos en algún aspecto. Un deportista de los que no hay más de uno por generación y a veces ni siquiera eso. Pero Alí era mucho más que simplemente un deportista.

Alí también era un showman, un entertainer, un hombre que ganaba media pelea antes de subir al cuadrilátero gracias a su brillante concepción de todo lo previo a los combates como un espectáculo cuya corona era el favor del público. Posiblemente Alí le hubiera ganado igual a Foreman sin tener a todo el público zaireño seducido de antemano y entonando el famoso grito de aliento Alí bumaye (matalo, Alí), pero le habría costado más, y habría tenido menos gracia. Alí era además un humorista: ver o leer cualquiera de sus entrevistas significa casi de seguro interrumpirse en algún momento con una carcajada. Cualquier recopilación de sus frases hiperbólicamente arrogantes o sus botijeos a Joe Frazier y Foreman, a quienes volvió locos con sus burlas, es tan divertida como una colección de ocurrencias de George Carlin o Richard Pryor (un personaje con el que tuvo mucho en común). Alí era un poeta; tal vez los versos que preparaba antes de cada pelea no sean incluidos en las futuras antologías de la lírica estadounidense, pero hasta Bob Dylan y Patti Smith se fascinaron y elogiaban a este hombre de casi dos metros de músculos que decía: “Le puse esposas al relámpago y metí al trueno en prisión. Tan sólo la semana pasada asesiné a una roca, herí a una piedra, hospitalicé a un ladrillo. Soy tan malo que enfermé a la medicina”.

Alí era un predicador. Su temprana conversión al islam, una religión tan poco popular en Estados Unidos cuando Alí se convirtió hace cinco décadas como lo es ahora, y la constancia y serenidad de su fe, mantenida durante medio siglo, sin dudas, inspiró a muchos creyentes, y no sólo a los de su credo particular. Pero sobre todo Alí fue un revolucionario, y uno que cumplió un rol decisivo en los convulsivos años 60.

Hoy en día, cuando el compromiso de los artistas y deportistas famosos con las causas que dicen apoyar rara vez va más allá de ponerse un lazo en la solapa y cambiar el estado de Facebook, vale la pena poner en contexto lo que significó para Alí su negativa a sumarse al Ejército estadounidense en la Guerra de Vietnam. En aquel momento Alí era tal vez el hombre más famoso de su país y uno de los más admirados, y que un símbolo nacional como él -para peor, un negro, a quienes los poderes de su momento consideraban una etnia totalmente subordinada- se negara a escuchar el llamado de la patria, diciendo que ningún vietnamita le había hecho nada malo y que si iba a una guerra sus enemigos serían de piel blanca y de su misma nacionalidad, era demasiado.

Por eso Alí fue castigado con una severidad intencionadamente ejemplar, y perdió, además del título, los cuatro años de su plenitud deportiva sin poder competir en un ring. Pero ese no fue el mayor de los riesgos que asumió. Alí literalmente se jugó la vida mucho más que si hubiera ido a sacarse fotos con el uniforme puesto en un hotel de Saigón, como había hecho otro ídolo estadounidense, Elvis Presley, quien lógicamente jamás vio el frente de batalla; durante los años de rebeldía de Alí, fueron asesinados Martin Luther King, Malcolm X, Bobby Hutton y muchos militantes menos conocidos de la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial. Era muy, muy peligroso ser un negro rebelde en aquellos días en que Estados Unidos parecía encaminarse hacia una nueva guerra civil, y Alí se puso en la mira de muchos rifles. Perdió la corona y perdió unos años irrepetibles en lo físico, pero en definitiva triunfó de una forma mucho más profunda. El mayor símbolo de un deporte violento por definición dio un mensaje de paz que no era un ruego, sino un desafío, y si los años venideros lo vieron caer muchas veces en el ring, nadie pudo doblegarlo en su decisión de no luchar guerras ajenas, ni siquiera hacerlo pedir disculpas o arrepentirse. Lecciones de boxeo han dado muchos pugilistas; Alí dio una lección de lo que significa el orgullo de un hombre, y esa lección -repetida en incontables discursos, canciones de rap, grafitis y proclamas- nunca fue olvidada.

Una buena vida

Con su salud en notorio declive desde hace décadas, muchos tenían ya preparados los epitafios de Mohammed Alí cuando el viernes se supo que el campeón finalmente había dejado de respirar.

El propio Alí había reflexionado sobre ese fin que sabía que no estaba muy lejos, diciendo: “Me gustaría ser recordado como un hombre que ganó el título de los pesos pesados tres veces, que tenía sentido del humor y que trataba a todo el mundo bien. Como un hombre que nunca menospreció a los que lo admiraban, y que ayudó a tantas personas como pudo. Como un hombre que trató de unir a toda la humanidad a través de la fe y el amor. Y si todo eso es demasiado, entonces me conformaría con ser recordado como un gran boxeador que se volvió un líder y un campeón de su pueblo. Y ni siquiera me importaría si la gente se olvida de lo lindo que era”.

Pero eso tampoco va a ser olvidado: Alí fue tal vez el primer negro estadounidense que su país tuvo que reconocer como un modelo de belleza masculina, en parte porque él se encargaba de señalárselo a todo el mundo a los gritos antes de cada pelea.

Norman Mailer dedicó una página entera de su libro The Fight (1975) sobre la pelea de Zaire a describir el golpe con el que Alí derribó finalmente sobre la lona a Foreman, y tal vez sea lo mejor que haya escrito Mailer. Pero el propio Foreman cuenta, en el gran documental Facing Alí (Pete McCormack, 2009) que no fue ese golpe legendario el que para él da la medida de la grandeza de Alí, sino uno que nunca dio. Porque cuando se ve ese momento de la pelea, se nota que luego de dar ese golpe que noqueó a Foreman y antes de que este cayera, Alí flexionó su brazo para dar otro más -que podría asegurar su victoria- pero no lo dio, porque ya había visto en los ojos de su oponente que había ganado. Ese golpe extra hubiera sido pura crueldad, y ese golpe no dado era el que se había ganado la admiración de Foreman. Porque fue el que probó que, paradójicamente si se tiene en cuenta su profesión, Alí no era un hombre violento, algo que fue confirmado por todos quienes lo conocieron.

El boxeo -un deporte tan noble como peligroso- le pasó una cuenta brutal a Alí; hay pocas dudas de que su enfermedad de Parkinson fue detonada por las colosales golpizas que recibió -sobre todo al fin de una carrera que debió finalizar antes- de parte de puños tan destructivos como los de Leon Spinks o Larry Holmes. Thomas Hauser, el más respetado de los biógrafos de Alí, además de amigo personal del campeón, contó para The Guardian una historia de cuando en 1991, con Alí ya visiblemente enfermo de Parkinson, fueron juntos de gira por Europa para presentar el libro que había escrito sobre él: “Una tarde estábamos en Nottingham. Había sido un largo día para Mohammed. Esa mañana en Leeds había firmado 900 libros, posado para los fotógrafos, besado bebés y dado la mano literalmente a miles de admiradores. Ahora esa escena se estaba repitiendo con 500 personas más que habían esperado en fila por horas a que su héroe arribara. Alí estaba cansado. Había estado despierto desde las cinco de la mañana, cuando se había levantado y leído el Corán. Su voz, ya débil por la devastación del síndome de Parkinson, flaqueaba. La ‘máscara’ facial que acompañaba su condición médica era más pronunciada que lo habitual. La mayoría de la gente en la fila estaba jubilosa. Pero una de ellos, una mujer de mediana edad con un rostro amable, no lo estaba. La condición de Mohammed la afligía. Mientras se aproximaba a él, rompió en llanto. Alí se inclinó, la besó en la mejilla y le dijo, ‘No te sientas mal. Dios me ha bendecido. Tuve una buena vida, y sigue siendo buena. Ahora me estoy divirtiendo’. La mujer se alejó sonriendo”.

Los que vivieron con él y lo vieron partir, así como sus incontables amigos, coinciden en que Alí tuvo una buena vida e hizo que la vida de otros fuera mejor. El mundo dista de ser un lugar equitativo con las personas de piel oscura, pero millones de ellas encontraron en Mohammed Alí un ejemplo de cómo respetarse y hacerse respetar.

Alí se fue, pero eso no se va. Y sólo queda saludar por última vez a este hombre que hasta algunos antimonárquicos consideramos un rey.