El RAF (Rote Armee Fraktion, Fracción del Ejército Rojo), más conocido como la banda Baader-Meinhof por los apellidos de sus dos principales líderes, Andreas Baader y Ulrike Meinhof, fue, si no la más célebre, seguramente la más carismática de las organizaciones guerrilleras o terroristas -dependiendo del punto de vista- de Europa en los años 70. En esa década, el Viejo Continente se estremeció de norte a sur entre los atentados de organizaciones como el IRA irlandés y las Brigadas Rojas italianas. Los Baader-Meinhof, fuertemente influenciados por las guerrillas latinoamericanas y los movimientos tercermundistas, tal vez no fueron ni la mayor ni la más popular de estas organizaciones, pero sí la más carismática: jóvenes, atractivos y provenientes en su mayoría de los ámbitos artísticos e intelectuales, sus integrantes parecían por momentos más una banda de rockeros que unos terroristas; luego de un comienzo idealista, antiautoritario y bien recibido por la izquierda y los movimientos estudiantiles, fueron involucrándose en una espiral de violencia descontrolada y ensimismada, que culminó con la muerte de una treintena de víctimas y con el suicidio o la prisión de la casi totalidad de sus integrantes.

La de los Baader-Meinhof fue una historia llena de valor e idealismo, pero también de fanatismo y crueldad, que surgió entre la aprobación y la esperanza y murió bajo la persecución policial (en ocasiones más allá de lo legal) y en el aislamiento casi total respecto de las clases a las que decían representar. Ya fue llevada al cine al menos un par de veces con dos excelentes películas, Las hermanas alemanas (Margerethe von Trotta, 1981) -un relato del deterioro de la relación entre los integrantes del grupo y otras organizaciones de izquierda, así como de las dudosas circunstancias de la muerte de los primeros- y la biográfica y distanciada Der Baader Meinhof Komplex (Uli Edel, 2008), narrada desde el punto de vista de Meinhof. Dos aproximaciones ficcionales o semificcionales a un periplo tan terrible como fascinante, a la que se suma Una juventud alemana, que por su naturaleza de documental podría imaginarse más descriptiva y objetiva, pero que en cambio resulta ser la obra más experimental y personal que haya tratado el tema.

Es el primer largometraje del director Jean-Gabriel Périot, cuya nutrida obra previa de cortos lo había mostrado como un cineasta tan osado en lo temático como en lo formal, particularmente obsesionado por los movimientos disidentes y por la figura del otro, el opuesto al que se considera como encarnación del mal, y el tratamiento que le da nuestra cultura. Así, dedicó The Devil (2012) a los revolucionarios negros estadounidenses Black Panthers, y 200.000 fantasmas (2007) a las víctimas de los bombardeos de Hiroshima. Siendo francés, también ha mostrado un particular interés por la cultura de Alemania, país vecino y rival, cuya relación con Francia estudió en Eût-elle été criminelle... (2006), en el que describía el brutal tratamiento otorgado luego de la liberación de Francia a las mujeres francesas sospechosas de haber mantenido relaciones sentimentales con los soldados alemanes. En Una juventud alemana se dedica a la historia de los Baader-Meinhof dando una auténtica lección de cómo estar aparentemente ausente y hacer al mismo tiempo una obra personalísima.

La película carece de cualquier tipo de relato en voice over, entrevistas extemporáneas a los hechos relatados o siquiera textos sobreimpresos contextuales. Utilizando una cantidad de filmaciones de época que puede imaginarse aterradora, Périot nos sumerge desde el comienzo en el marco discursivo de Alemania (y, por extensión, de toda Europa) en los años 60, presentando algunos debates televisivos en los que intelectuales de la época discuten sobre el capitalismo y la revolución. En ese marco crispado -por utilizar un feo término actualmente de moda- van apareciendo los portavoces de esa juventud alemana a la que hace referencia el título, particularmente Ulrike Meinhof, entonces una de las periodistas de izquierda más célebres de Alemania, así como el abogado activista Horst Mahler y el estudiante de cine Holger Meins, algunos de cuyos cortos experimentales y explícitamente político-revolucionarios este documental contiene en su totalidad. Ya la mera inclusión de esos cortos le otorgan a Una juventud alemana un particular riesgo estilístico, que Périot profundiza mediante un uso de la edición y el montaje absolutamente deslumbrante. A pesar de que maneja fuentes documentales completamente disímiles, el sentido del ritmo del director hace que cada escena fluya con naturalidad hacia la que la sigue, algo a lo que ayuda un manejo virtuoso del sonido y el volumen, que parecen formar un continuo narrativo, una unidad en el collage que se va narrando a sí misma. Es tanta la dedicación de Périot a la alternancia entre las imágenes y las palabras significantes, que en ocasiones se da el lujo de prescindir por completo de las primeras, dejando la pantalla en negro mientras se escucha una entrevista radial que aporta un contenido esencial para el hilo conductor. No es sólo un documental sobre la política, sino también sobre el lugar del cine en ella: además de rescatar las obras de Meins, se le da la palabra a un Jean-Luc Godard de la época (que no cumple un rol realmente memorable) y la película culmina en forma muy poco tradicional, reproduciendo en su totalidad un diálogo de Rainer Werner Fassbinder con su madre, proveniente del corto Alemania en otoño (1978), en el que ese director alemán revela la debilidad de las creencias democráticas de su progenitora ante las acciones de los Baader-Meinhof.

La técnica escogida por Périot puede hacer que los hechos históricos aparezcan algo oscuros, incompletos o confusos para quienes desconozcan por completo la historia de estos revolucionarios, pero es fácil seguir la trama si se tienen nociones básicas sobre lo acontecido. En todo caso, sería un error acercarse a Una juventud alemana buscando exclusivamente información: hay que verlo como un film con una técnica cinematográfica virtuosa, pero no sería menos equivocado considerarlo tan sólo como el brillante ejercicio formal que es, porque también constituye una reflexión metacinematográfica y una visión desolada, por momentos pesimista y por momentos admirada, de una juventud a la que Périot no juzga ni endiosa, sino que simplemente le devuelve la voz para que vuelva a hacer preguntas para las que esta película no tiene respuestas, pero tal vez el espectador sí.