Tengo para mí -y no creo estar diciendo algo especialmente original- que El factor Borges, de Nicolás Heft y Alan Pauls (2000), está entre los mejores libros jamás escritos sobre la obra de Jorge Luis Borges, de cuya muerte se cumplieron 30 años el martes 14. De sus nueve ensayos o capítulos, vale siempre la pena volver al séptimo, “Segunda mano”, en el que Pauls moviliza la noción de “manipular contextos” como un elemento esencial de la escritura borgesiana.
Comienza recordando una reseña muy negativa que le infligiera un tal Ramón Doll a Discusión (1932), señalando que los textos de Borges allí recogidos “pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inéditos a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras”. Es bastante certero, “nítido”, dice Pauls, y basta con haber recorrido más o menos atentamente la obra de Borges para ver de qué manera retorcida el crítico dio en el clavo. Borges usó esos procedimientos, pero lo que para Doll era un defecto -“algo que tal vez sea un vicio (la pereza) o un delito (el plagio)”, escribe Pauls- se convirtió en un eje posible de su obra. Subvertidos los valores implícitos que determinan la condición de defecto o falta, el contexto pasa a generar una virtud.
Borges insiste en repetir. Traduce y parodia (y vamos a volver después a esta condición de “parodista”) textos de diversa procedencia en Historia universal de la infamia, y se pone del lado de los traductores (otros subalternos, otros repetidores) al decir que prefiere la versión de Néstor Ibarra de El cementerio marino a la original de Paul Valéry. Añade, para mayor provocación, que leyó el Quijote primero en inglés, y que es ocioso comparar las versiones de Las mil y una noches para identificar “la mejor”.
“El acercamiento a Almotásim”, un clásico borgesiano, nos mueve a leerlo como una reseña en Historia de la eternidad, un libro de ensayos. Después queda claro que la novela reseñada “no existe”, que es un libro “ficticio”; entonces, la figura del crítico -otro subalterno, siempre asumida su condición como la de un productor de discursos de segunda fila, tributarios o incluso serviles- es subvertida: se convierte en el productor, el libro sólo existe en tanto el reseñista lo construye. Cuando ese texto aparece luego en El jardín de los senderos que se bifurcan, un compilado de cuentos, el contexto cambia y nos mueve a leerlo como narrativa. El texto es “el mismo” pero significa otra cosa.
En “Pierre Menard, autor del Quijote” esa noción es explicitada: Menard reescribe parte del Quijote y sus textos, idénticos a los de Cervantes, adquieren un significado diferente. Hay que notar, por cierto, que Menard no copia, no transcribe: del número inmenso de textos posibles en castellano, de todas las secuencias posibles de palabras, él produce algunas idénticas a las escritas siglos atrás por Cervantes. Pero en esos siglos no sólo hubo acontecimientos (la historia, digamos) que modularon las connotaciones del texto, sino que, además, se sucedieron generaciones de lectores del Quijote. Lectores que lo reconstruyeron, lo reformatearon. Menard vive en un mundo en el que el Quijote es un hecho (nada menos que el centro del canon narrativo), mientras que Cervantes, naturalmente, vivió buena parte de su vida en un mundo libre del gran libro. Ambos textos, entonces, son por fuerza diferentes.
Input/Output
En 1975 Brian Eno y Peter Schmidt publicaron un juego de 113 cartas llamado Estrategias oblicuas, propuesto como ayuda para artistas bloqueados o enfrentados a un callejón sin salida: se saca una carta al azar y se sigue el consejo ofrecido en ella, diga lo que diga. En algunos casos las indicaciones son sencillas y en cierto modo fáciles de seguir (“trabaja a una velocidad diferente”), pero en otros el proceso de indagar qué significan es, probablemente, lo que termina por desbloquear o por favorecer el pensamiento lateral.
Una de las cartas parece acercarse a la manipulación borgesiana de contextos: dice “la repetición es una forma de cambio”, y sugiere una confluencia entre el pensamiento de Borges y las teorías de sistemas de Eno, informadas por la cibernética. Es un contexto interesante para (re)pensar a Borges, cuya imagen es la de un artesano supremo de la palabra. Implica leerlo, más que desde una perspectiva del “resultado” o “el producto” (de la prosa, eso de hacer frases espectaculares en sí mismas), desde una perspectiva del “proceso”: copiar, traducir, resumir, mutar contextos, citar, repetir.
Hay, de hecho, una reflexión al respecto en “Pierre Menard...”: “el método inicial […] era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento […] pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante”. La pregunta sería, entonces, cómo generar un sistema -no importa acá que lo pensemos como “un escritor”- capaz de, dado el tiempo suficiente, producir el Quijote. En una lectura Eno-borgesiana del cuento, la analogía queda establecida con Discreet Music, el álbum lanzado por Eno en 1975 y generado por un sistema de cintas y regrabaciones. Literalmente, Eno dejó el sistema funcionando, y la música emergió de las condiciones impuestas y los procedimientos elegidos.
Esta perspectiva -esta recontextualización- de algún modo reinserta a Borges en una tradición que toca a Stéphane Mallarmé, los dadaístas, los surrealistas y los músicos de vanguardia de la segunda mitad del siglo XX. Después de todo, ¿qué podemos decir de interés ahora que ya no se haya repetido hasta el cansancio? Digamos entonces que no nos importa tanto la prosa de Borges como su cibernética.
Borges es fácilmente postulable como el paradigma del escritor literario. Quienes estén dispuestos a pensar que es fácil separar “la literatura” de los géneros populares (la ciencia ficción, el terror, el policial, la fantasía, etcétera) no tendrán reparo alguno a la hora de ubicarlo del lado de la literatura. Pero no pocos cuentos permiten o incluso demandan un desplazamiento de contextos. Tomemos por ejemplo “There are more things”, que aparece en El libro de arena. En el epílogo a ese compilado incluye una serie de comentarios a los cuentos, y en el de “There are more things” dice (el énfasis es mío): “El destino no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe”. Es curioso el lugar que reclama para sí: imitador de un parodista involuntario, una suerte de sombra de una sombra. En última instancia, HP Lovecraft y Borges parecen hermanados por un procedimiento, en este caso la parodia.
El texto en cuestión es estudiadamente lovecraftiano: un hombre viaja a un pueblo remoto y descubre un horror indescriptible en una vieja mansión. Como Lovecraft, Borges no describe en él sino por la vía negativa, por la apelación a lo “inefable” (“para ver una forma hay que comprenderla […] ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. […] Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos […] algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural”). Los lectores de Lovecraft sabrán reconocer esas formas incomprensibles.
El ADN lovecraftiano no sólo está presente en ese homenaje explícito; también se lo puede rastrear (y acá se vuelve indispensble el libro Borges y la ciencia ficción, de Carlos Abraham) en cuentos tan centrales al canon borgesiano como “El inmortal” y “La casa de Asterión”, en los que es fácil encontrar un procedimiento de reescritura y adaptación (a una serie más “literaria”, digamos) de temas típicos de Lovecraft. En el primero llama la atención especialmente el parecido entre la ciudad de los inmortales y la antiquísima ciudad alienígena encontrada en la Antártida por los protagonistas de En las montañas de la locura: ambas incluyen geometrías no euclidianas, laberintos y apelaciones a la locura y a un pasado distante y ominoso. En el segundo coincide la narrativa en primera persona desde una figura recluida, ignorante del mundo exterior y que, al aventurarse a la civilización, aterroriza a quienes lo ven; en ambos cuentos, por cierto, se construye muy deliberadamente una suerte de “piedad por el monstruo”.
¿Cabe leer, entonces, a Borges como otro de esos tantos escritores (“de género”, más cercanos al mainstream o en zonas intermedias: Neil Gaiman, Robert Bloch, Michael Moorcock, Alan Moore, Thomas Pynchon, Michael Chabon, Jonathan Lethem, etcétera) que han querido “homenajear” o “prolongar” la obra de Lovecraft? Michel Houellebecq, en el excelente ensayo sobre Lovecraft Contra el mundo, contra la vida, se asombra de su influjo persistente, de ese campo magnético que atrapa a escritores dispares y los orienta hacia la producción de una obra indudablemente lovecraftiana. Queda imaginar, entonces, la publicación de “El inmortal” en las páginas de Weird Tales o alguna otra de tantas revistas de ficción weird: leer a Borges desde el terror y la ciencia ficción; leer (intervenir) el canon desde el margen.