En los tiempos que corren, el humor que Héctor Perry supo practicar como pocos se refugia en territorios privados, con algo de culpa o incluso de temor al qué dirán, como si fuera cosa de energúmenos. Quizá vivimos una nueva forma del “disciplinamiento” cultural analizado por José Pedro Barrán, en la que parece haberse olvidado, otra vez, que lo “bárbaro” también es una forma de la sensibilidad. Y, por cierto, Perry era un hombre sensible y cultivado: no hay que dejarse engañar por el hecho de que haya construido su carrera de comediante, al igual que el gran Roberto Barry, con recursos que apelaban a la barbaridad. O sea, ayudándonos a convivir, mediante la sonrisa o la carcajada, con pensamientos y emociones que no nos permitimos o no se nos permite expresar “en serio”, pero que sin embargo están, potentes, en nosotros, y cuya represión total resulta tan insalubre como insostenible. Necesitamos reírnos por los mismos motivos que hacen necesario soñar, y quienes nos facilitan hacer cualquiera de las dos cosas merecen nuestro respeto y agradecimiento.

Esa labor, que Perry ejercía de pie ante el público, con o sin música, tuvo durante mucho tiempo un escenario natural y aceptado en el Carnaval, antes de que avanzara sobre este una forma de contención que, lejos de hacernos “avanzar” como sociedad y acercarnos a la condición de ángeles, simplemente parece haber contribuido a que nuestras válvulas de escape, nuestros indispensables estallidos, se desplazaran hacia otros territorios, a veces más peligrosos. A medida que esto sucedía, él fue perdiendo visibilidad, un poco arrinconado en la radio, a altas horas, o en algunas fiestas privadas, pero no perdió el dominio de su arte.

Apoyado en un manejo impecable de la voz y del ritmo narrativo, alternaba un vasto repertorio de chistes breves con algunas historias más extensas, desplegando las dotes de observación y el conocimiento del habla popular que son esenciales para el oficio, y reforzando su forma peculiar de comicidad con el contraste entre lo que decía y la cara que ponía al decirlo (porque, pese a las distancias aparentes, sabía jugar en forma muy elegante con esa contraposición, a la manera de Juan Verdaguer, Raimundo Soto o Ricardo Espalter). Tenía, además, el raro don para contar de quienes logran que resulte gracioso algo que ya les oímos muchas veces.

No tuvo la menor gracia, en cambio, que en el último tramo de su vida, cuando necesitaba usar bastones canadienses, alguno haya pensado que eso afectaba el ambiente festivo deseable en los tablados, ni que se le declarara, después de una prueba de admisión -nada menos que a él- carente del nivel mínimo requerido para actuar en Carnaval. Así se le hizo daño a la diversidad y la convivencia con la que muchos se llenan la boca, a los espectadores y también a un laburante que no se merecía semejante destrato.

Perry fue también, pese a cierta apariencia de cascarrabias y al riesgo de amargura que suele rondar a los cómicos, un hombre muy querido y solidario, que conservó con el paso de los años las sanas capacidades de indignarse y de enternecerse, y un tipo al que daba gusto ver relacionarse con su familia. Lo vamos a extrañar.