Quienes saben de sus andanzas pueden intuir el encuentro. Espinosa nos recibió en su casa, con una cazuela de lentejas, y bajo la atenta mirada de Carlos Gardel -en una foto de la época en que se dedicaba al canto criollo- recordó anécdotas de su adolescencia y su estadía en Montevideo, y aventuró historias sobre sus novelas y sobre los comienzos de un mundo que se impone. La charla duró horas.

-Así que empezaste a escribir en serio plagiando la emoción de Antonio Machado, por 1972.

-Sí, en el 72. Había un libro de texto para escolares que estaba muy bueno, se llama Cuento y canto, de una pareja de autores. Era una antología de poesía y prosa que traía de todo: Fernán Silva Valdés, Gabriela Mistral, y un poema de Rafael Alberti que yo no podía entender, que hablaba sobre un toro azul por el mar. Después me enteré de que se trataba de un submarino de la época de la guerra. Y en la página 169 estaba ese poema de Antonio Machado que se llama “A un olmo seco”. Me conmovió mucho, y me di cuenta de que me gustaba la idea de poder hacer algo así. Porque yo era un escritor oficial, de la escuela. El que hacía las redacciones para el día de la Cruz Rroja, el día del árbol, la batalla de Las Piedras. Pero esa vez decidí hacer algo más auténtico, y escribí un poema sobre el otoño. Más o menos había logrado percibir un mecanismo, un tipo de emoción, pero fue medio un fracaso.

-¿Cómo era esa relación clandestina con la escritura, sobre todo en la adolescencia, a la que te has referido?

-Después de eso, y en los primeros años de la adolescencia, escribía medio escondido. No sé bien por qué. Me parecía algo un poco impúdico y frívolo que las personas de mi edad que escribían cosas se las mostraran a todo el mundo. Capaz que tenía que ver con que si sos un adolescente que se dedica a escribir, sos medio freak. Estás haciendo algo que a nadie le interesa y que nadie entiende demasiado. Entonces, como yo jugaba al fútbol, eso lo tenía como una actividad un poco vergonzante y lo mostraba poquísimo. Sobre todo hacía cuentos -muy apresurados, porque corregía muy poco-; según lo que iba leyendo, trataba de hacer algo que a mí me parecía que iba en esa dirección. Fue muy impactante lo de [Julio] Cortázar. Recuerdo “No se culpe a nadie” -del tipo que se muere poniéndose un pulóver-, que fue el que me produjo esa especie de break. Viste que hay una anécdota que ha repetido muchas veces [Gabriel] García Márquez, de cuando él estaba en un internado en Bogotá, encontró una traducción de La metamorfosis y dijo: “Carajo, entonces se puede escribir así”. A mí me pasó eso con este cuento de Cortázar. Fue como otro inicio, después de lo de Machado.

-No es común pensar en la forma o en un estado, sobre todo en la adolescencia.

-No sé si lograba tener la distancia crítica como para decir “acá hay un procedimiento”, pero era una especie de actitud. El asunto de Cortázar, por ejemplo; con algún amigo adolescente compartía las cosas que me iban deslumbrando, como la música, la literatura, las historietas. Nos resultaba extraña la relación -que creíamos escurridiza- entre los títulos y el contenido. Y de algún modo tratábamos de caricaturizarlo, escribiendo cosas y titulándolas de manera que casi no tuviera nada que ver y sólo tocara algo muy lateral del texto. Obviamente, era una diferencia de interpretación. Entre Machado y Cortázar, hubo una etapa en la que también me interesaba mucho lo melodramático de Serafín J García, y esos cuentos del realismo socialista volcado al contexto criollo. Eran cosas que me iban llegando por diferentes lugares. En la pequeña biblioteca de una tía estaban todas las cosas del boom latinoamericano, y mi abuelo materno, que era bastante lector también, leía cosas criollistas. Su escritor favorito era Javier de Viana, y él se enorgullecía de estar emparentado tanto con Leandro Ipuche como con Serafín J García, que son los dos escritores canónicos de acá. Por ese lado venía lo de Serafín J García, y esa cosa melodramática y truculenta, con los pobres victimizados.

-En ese contexto, ¿cómo llegó Humanidades?

-Venía gente a los liceos del interior a contar las opciones que había en la Universidad, y también venían los de la Escuela Militar. Cuando vinieron los tipos y mostraron diapositivas, me enteré de la existencia de la Facultad de Humanidades. Yo dije: “Quiero hacer esto”, y mis viejos no pusieron ningún problema, porque tampoco tenían mucha idea de qué cosa era. Ahí fui a parar. Era una etapa jodida. Fuimos la única generación que dio prueba de ingreso a Humanidades. ¿Te acordás de que, durante los últimos años de la dictadura, la resistencia se agarraba de las consignas que podía? Una de las cosas que se tomaron como banderas fue la oposición al examen de ingreso, que era lo suficientemente convocante para generar un colectivo de resistencia, y lo suficientemente inocua para que no desatara una represión demasiado brutal. En 1980 el examen se aplicó a rajatabla; luego se suavizó un poco la cosa porque se aplicó un sistema de cupos, y en Humanidades, obviamente, nunca se superaba. Era un examen incómodo, muy largo. Me acuerdo de que entramos después del mediodía y salimos de noche, porque eran tres pruebas: una de historia -en la que fue el gobierno de Lorenzo Latorre-, otra de literatura, y una de aptitud intelectual general. Con respecto a esa última había mucha paranoia, porque decían que ahí estaba el texto en el que podían sacar si eras marxista.

-¿Cómo vivía un muchacho del interior ese Montevideo de los 80?

-Jodido. Uno se da cuenta de que fue jodido después. Mark Twain dijo: “Yo vine con el cometa y me iré con el cometa”. Bueno, yo no lo pronostiqué pero... fijate que entré al liceo en el 74 y me fui de la Facultad en el 85. Vine con los milicos y me fui con los milicos. Por otro lado, esa época también fue muy movida. Era un mundo que ahora resulta muy extraño, no sólo por la presencia de la dictadura, sino por vivir desconectado. Mis amigos que después se fueron a Estados Unidos, por ejemplo, me dijeron que recién ahí se habían dado cuenta de lo que era para nosotros estar en Montevideo. Ellos salían de la facultad y tenían su familia, su vieja. Nosotros estábamos solos, muchas veces pasábamos hambre. Eran épocas durísimas, pero de mucho aprendizaje. Por ejemplo, la sistematización de ver cine, por Cinemateca, que en aquella época era una institución muy poderosa. Salir de la ingenuidad de algunas cosas en ese sentido, porque yo ahí me entero, por ejemplo, de algo que ya sospechaba pero que no tenía muy claro: que uno, para ver una película, debía fijarse quién era el director antes que en los protagonistas. Después estaba todo aquello de que te daban ciclos, y te ofrecían boletines con reseñas y fichas. Fue un buen aprendizaje.

-Antes ibas al cine Municipal de Treinta y Tres, en el que a veces había pulgas, pero con todo había que sacar las entradas bastante temprano.

-Estaba el Olimar, que era algo así como el Plaza. Y el Municipal estaba más fané, pero ahora es un edificio muy bien conservado y reciclado. En aquel entonces estaba mucho peor, pero también se le daba más uso. Había funciones todos los días, y era normal ir. Había algunos criterios en cuanto a la programación: había quienes decían que los lunes eran los días de los analfabetos, porque daban películas mexicanas y argentinas, sin subtítulos; los martes, en el Olimar, daban porno soft, “franja verde”. Y a partir de los miércoles llegaban los estrenos. Siempre daban dos películas, y en la matiné hasta cuatro. La matiné del Municipal era más bien de aventuras. Siempre daban una de Tarzán. Una vez a mi hermano le tocó ver tres seguidas de Tarzán, y él, siendo un niño, se dio cuenta de que en todas estaba la misma lucha contra un cocodrilo. En el Olimar daban de todo, pero era el lugar donde se estrenaban las argentinas de cantores, de Palito [Ortega], de Sandro: Gitano, Quiero llenarme de ti, todas esas. Una de las cosas que vi ahí con mis primas -las de Las arañas de Marte- fue Romeo y Julieta, de [Franco] Zeffirelli. En ese momento no sabía ni quién era Shakespeare, pero como había otras que lloraban, una de mis primas quiso minimizar la situación y dijo: “Eso es un cuento de Shakespeare”.

-¿Cómo se dio el regreso a Treinta y Tres?

-Volví cansado a la casita de los viejos. No fue un proyecto. Después decidí quedarme. Volver fue simplemente algo que ocurrió, no fue producto de una deliberación. Cuando me preguntan por qué vivo en Treinta y Tres, se me ocurren algunas cuestiones: las personas que me lo preguntan, ¿dónde viven, en Londres? Porque, en realidad, acá todo el mundo vive en Treinta y Tres. Por otro lado, no deja de ser extraño que se considere tan excéntrico que alguien se quede viviendo en el lugar en el que nació. Y de un tiempo a esta parte, uno puede estar en todos lados.

-China es un frasco de fetos. ¿Cómo llegaste a ese título?

-Tendría que hacer una revelación... Es una frase que está en las primeras páginas de una novela de Victor Hugo, El hombre que ríe. Obviamente, una traducción. En su contexto tiene un poco más de sentido, claro. Porque está hablando de que los chinos inventaron la pólvora, pero sólo le dieron un uso recreativo, y entonces el narrador reflexiona que hay muchas cosas en potencia que no se desarrollan, y ahí usa esa metáfora. Lo que hice fue descontextualizarla y ponerla en esa especie de revelación críptica, que termina siendo algo sin sentido, cuando se esperaba una especie de epifonema que lo explicara.

-Es la única en que no se nombra a Treinta y Tres

-Sí, tal vez no había encontrado la manera de articular un realismo más puro y duro. Me costó bastante. Ahí hay muchos datos y cuestiones que se pueden interpretar como referencias a un pueblo del interior, pero ni siquiera aparece Uruguay. De todos modos, me parece que en algunos pasajes hay como un Treinta y Tres revisitado, porque es cuando yo vuelvo de Montevideo y empiezo a conocer otras cosas, sobre todo la noche más miserable, los boliches, la madrugada; antes no iba más allá de los cafés del centro. Tiene algunas descripciones bastante metabolizadas, pero creo que hay algo de eso. Como el boliche que centraliza las cosas, o las descripciones de bares y casas.

-Es inevitable que uno lo lea como un correlato delirante de la dictadura, con los comunicados como la referencia más evidente.

-Algunas personas me han criticado que el formato de los comunicados es una parodia demasiado explícita o radical. Está clarísimo que el formato discursivo es de esa época. Y esa intervención tan fuerte del Estado en la vida de la gente nuestras generaciones sólo la vivieron durante la dictadura. Es una especie de sublimación de la dictadura, en algún sentido. Pero es un libro que a mí todavía me gusta mucho. Gustavo Verdesio dice que estoy muy solo en esa preferencia.

-A partir de Carlota podrida ya se instala Treinta y Tres, y ese tránsito de las vivencias personales a un discurso literario.

-Sí, la anécdota más vieja era China..., es una historia que a mí se me ocurrió en aquella época de los cuentos clandestinos, basado en un razonamiento de ingenuidad adolescente, esas abstracciones bastante inmaduras... Me planteaba que la diferencia entre cordura y locura era una relación estadística, o sea que si se invertía, se cambiaban los papeles. Hice varios cuentos con esa historia, pero después me di cuenta de que era demasiado coral para cuentos. Y como además, cuando volví, yo empezaba a pensar -de una manera un poco supersticiosa- que alguien, para poder decir que es un escritor, debe escribir una novela, con esa historia salió China... Ni en China... ni en Carlota... hubo búsqueda de tema, el problema de encontrar el argumento. Algo que puede ser bastante frustrante, porque si te ponás a leer a [Adolfo] Bioy [Casares], por ejemplo, como me había pasado a mí, y después andás todo el tiempo en busca de una trama, sin escribir hasta encontrarla, es posible que no empieces más. Cuando empecé con Carlota..., la utilización de esos materiales vivenciales se fue dando con más naturalidad. La escribí en dos etapas: primero, poco más de la mitad y la dejé un tiempo, hasta que me di cuenta de que la cosa se iba dando con más fluidez, de que ya había encontrado el registro y tenía la totalidad de la historia, incluso con esa vuelta de tuerca final resuelta en mi cabeza. Pude articular cierto registro lingüístico que me interesaba, con esos contenidos más aldeanos y más relativos a la autoficción, como se suele decir.

-Carlota ya reconfigura el panorama, y lo primero que muestra el quiebre es cómo la aristocrática Charlotte Rampling llega a la periferia de la periferia, sin sospechar que alguien sueña con que huela igual que una mujer pobre de Treinta y Tres.

-Al principio era más modesta la ocurrencia. Y a veces era tema de broma -un poco macabra- entre unos amigos, en cuanto a plantear el nivel de abstracción que era necesario para sostener que determinados personajes de los márgenes del género humano, y otros personajes de los centros -a veces acá mismo, en Treinta y Tres-, pertenecían a la misma especie. A partir de esa broma se fue armando la historia. Charlotte Rampling, en ese sentido, da el physique du rôle. Me costó un poco no caer en excesos caricaturescos con eso, y tal vez lo hice.

-Lo interesante es cómo el protagonista, a partir de su formación en el cine y el rock, rompe con la ilusión, con la simbología, al trasladarla a su propia realidad. Aclarándole que lo suyo no es una cuestión sexual, por ejemplo, sino que va por otro lado.

-En un momento el personaje dice, con total megalomanía, que lo que intenta es una operación simétricamente opuesta a la que, según [Michel] Foucault, se propone El Quijote: transformar la realidad en signo. Él pretende hacer exactamente lo contrario, y creo que lo logra. Siempre está esa cuestión un poco más rocambolesca, con todas las peripecias del secuestro. Y todo lo derivado del leitmotiv de la novela, esa diferencia insalvable entre la realidad y su representación. Eso es lo que él vive con angustia. Pero cuando empecé a escribir la historia, no tenía acceso a internet, y creo que en Uruguay había poca. Recuerdo que Eduardo Espina estaba en Estados Unidos y le pedimos información pormenorizada sobre Charlotte Rampling. Lo que tenía era alguna referencia, y lo que recordaba de su filmografía estaba anotado en alguna servilleta. Cuando ya estaba escribiendo la novela pude averiguar mejor, y fui descubriendo que en realidad esa distancia en cierto punto no era tanta. Porque vos empezás a descubrir cosas, como que ella estuvo pasando la gorra con una troupe en España, y bromea en una entrevista con que la gente le daba dinero para que no cantara, por ejemplo; que su hermana mayor se suicidó en Argentina cuando tenía veintipocos años; que anduvo por Asia en situaciones bastante sórdidas. Entonces, capaz que esos olores a guiso y ese entrevero con la materialidad de la periferia no eran algo tan extremo para el personaje biográfico de Charlotte Rampling. Sí lo son para el personaje de la novela.

-A partir de ahí empiezan a estar muy presente el rock, el blues. ¿Cómo accediste a eso? Porque era algo condenado tanto desde la dictadura como desde la resistencia.

-Les debo el acceso a la literatura, y a ciertos distritos de la música, a mi familia y a mis amigos. La iniciación rockera está contada de una manera bastante real cuando el protagonista de Carlota... dice que tiene un vecino baterista que lo hace escuchar discos; a mí me pasó lo mismo con un primo hermano, cuya descripción física, además, se corresponde. Ese primo, algo mayor que yo, me anotició de algo que ocurría y que en aquellos tiempos se vivía como un cisma tan significativo para algunas personas como la Guerra Fría: el enfrentamiento entre “música comercial” y “música progresiva”. Ojo que “la progresiva” no era necesariamente el rock sinfónico, sino cierta actitud. Era lo que hoy podemos llamar genéricamente rock, opuesto a la porteñada o al pop más de consumo. En esos tiempos, por ejemplo, Pappo era considerado música progresiva. Eso ya te hacía partícipe de un gueto. Más adelante, con un grupo de amigos del liceo, empezamos a compartir todas esas cosas, a formar una discoteca común. Es un período que -más allá de la nostalgia idealizadora con la que uno recuerda algunas cosas de la adolescencia- veo con cierto orgullo. Porque estábamos muy solos, e hicimos como una reconstrucción de la historia del género. Me acuerdo de que un amigo había descubierto, por ejemplo, que si ponía la radio o el pasadiscos y el grabador adentro del horno de la cocina, la grabación sonaba mucho mejor. A veces conversamos ahora y decimos: “Andá a saber qué cosa oíamos cuando escuchábamos a Yes o Emerson, Lake & Palmer”, porque son bandas que requieren cierta sofisticación, y nosotros con pasadiscos mono y cosas por el estilo”...

-Y viviendo con esa sensación de que lo bueno había pasado en otro lado y hacía tiempo.

-Sí, eso es tal cual. No sé si fue por decisión de algún organismo controlador o por qué razón, pero algunas cuestiones vinculadas con la cultura de masas, que no necesariamente tienen que ver con lo estrictamente político-ideológico, no llegaron a tiempo acá. El punk, por ejemplo. Nos enteramos por la referencia de algún suplemento de la prensa, pero más bien de la sección de escándalos, cuando Sid Vicious le vomitó encima al público, o algo por el estilo. Entonces, veíamos que las grandes bandas de rock eran de gente de los 60, y que acá lo que se oía era música disco, que en su momento fue identificada como nuestro peor enemigo. Porque la cumbia no había encontrado su lugar, estaba más guetizada, si bien era la banda de sonido de la calle. Uno tenía la impresión de que las cosas ocurrían en otra parte, y de que algunas no estaban sucediendo más. Sobre todo si te fijabas en los 60, o si veías la película Woodstock en la tele.

-En ese sentido, el mundo caótico y marginal del lumpen se vuelve muy seductor.

-Creo que el mundo del lumpen siempre es más seductor que los mundos más geometrizados del burgués o el proletario. Es más espeso, y ha dado figuras más interesantes desde el punto de vista estético, como este señor [señala a Gardel].

-En tu caso se da el cruce entre el lumpen y lo letrado.

-Lo que ocurre es que, en realidad, todos somos criaturas anfibias. Nuestro ambiente, que es como si fuera marino -porque es bastante denso-, es la cultura de masas. Todos hicimos nuestra educación sentimental allí. Es lo que respiramos. Te contaba que iba al cine y veíamos tres películas sin saber antes cuáles eran; no podías discriminar. Después, algunas de esas criaturas logran poder respirar en la superficie, asomarse a las bellas letras o a algún esbozo de cultura académica. Y con esos instrumentos tenés que ver lo demás. Tenés que hacer inteligencia, hasta en un sentido policial. Y creo que es eso lo que se testimonia.

-Pero cuando uno lo lee, percibe un interés en la ruptura, en la sorpresa.

-Claro, es probable que mi interés por el barroco haya encontrado, en la intersección de esos dos mundos, una oportunidad de exhibir, acrobáticamente, los contrastes. O los cruces. Porque hay que ver que esa cultura de masas también se alimenta de la cultura especializada, con su delay y sus perversiones. Uno puede encontrar modernismo en los tangos-canción de los años 30, ni que hablar en el melódico internacional y cosas por el estilo. Tampoco es tan novedoso. Pero sí, tal vez uno llega a eso por el afán de cumplir con el protocolo barroco de lo antitético, y lo pone en términos más extremos.

-Pasando a Las arañas...: con el suceso central, que vivieron tus primas en 1975, vos pensabas hacer no ficción, al estilo de Operación masacre o A sangre fría, pero terminaste optando por el camino contrario.

-Porque hay algunas cosas que puedo hacer y otras que no. La historia en sí tiene todos los ingredientes dramáticos para ser reclamada por la literatura; tiene el grado de inverosimilitud que a veces hasta lo malamente literaturesco admite. Quizá por comodidad, porque se me da más naturalmente esa especie de recreación poetizadora que andar buscando el dato objetivo y haciendo trabajo de campo. A pesar de que yo tenía las cosas bastante fáciles, porque contaba con la oportunidad de hablar con la gente sin demasiado problema. Me pareció mejor hacer algo directamente novelístico, entrecruzarlo con esa otra historia que sucedió de manera bastante espontánea, sin que yo sepa decir en qué momento ni cómo; lo de los versos criollos, Viali [Amor] y todo eso. Y tuve algunos resquemores, me pregunté si estaba pisando en terrenos que no fuesen éticos, y por eso lo sometí al juicio de algunas personas, que dieron pie a algunos de los personajes.

-Es en esa novela donde se identifica más claramente la cultura rural a la que te referías.

-Román Ríos es una especie de arquetipo del poeta de esa índole, que yo consumía mucho por la biblioteca de mi abuelo y también por algunas cosas que tenía mi viejo. Pensé que estaba más solo en eso, pero aparentemente no. Mathías Iguiniz y Martín Bentancor están muy interesados en esas cuestiones. Ellos, que son más jóvenes, también llegaron a conocer los cancioneros y libros de la editorial Cisplatina, que era muy popular y estaba en todas las casas.

-Quique, el protagonista, vuelve a esos años intentando encontrar el sentido, con una sensación de culpa por haberse salvado.

-Eso es así. Lo que hace el narrador, y tal vez lo que hace el autor, es una especie de catarsis por el remordimiento de no haber caído él también. En ese sentido, es una especie de tributo.

-Y él es el único cruce posible entre los mundos de la militancia, la música y lo “intelectual”.

-El mundo de la militancia viene a ser el universo de la izquierda; después el mundo del folclore y las prostitutas; y el otro del rock sinfónico y Bioy Casares, del amigo inválido. Quique es como un astronauta entre esos universos. Me han preguntado, por ejemplo, si había algo de autobiográfico en Quique. Resulta un poco obvio que sí, aunque el personaje es mayor que yo. Pero también hay cuestiones autobiográficas en el otro, que lee a Bioy Casares y ciencia ficción, y escucha discos de Genesis.

-Hay otro quiebre en Román, que se termina convirtiendo en un mártir involuntario, y esa cuestión de un desaparecido que nadie registra (“el desaparecido más desaparecido”).

-Es que existe esa gente. Hay un tipo al que metieron en cana porque era amante de la mujer de un oficial, o porque jugaba al fútbol en un cuadro que no era el de los milicos, y ese tipo de cosas. El sistema de represión de la dictadura también tuvo sus emergencias, sus zonas de imprevisión y desprolijidad. Hoy un error de gestión quiere decir que alguien se chorreó algo, en aquella época era que matabas al tipo equivocado. Y creo que Román es eso. Esto se me dio después, porque estas gurisas me contaban que cuando a ellas las trasladaron a Montevideo, en un camión, había un tipo que iba muy golpeado, muy jodido, que no sabían quién era ni si había sobrevivido. Y nunca más supieron nada, aunque conversaron con un montón de gente. Ese bien podría haber sido Román, o algún Román de la dictadura.

-En algún sentido, ¿esa vuelta de Quique se puede leer como el intento de que el mundo no sea siempre el peor de los posibles?

-En eso creo que está planteado el lado más noble de la novela. Buena parte de los que estuvieron presos construyeron luego sus vidas con muchísima dignidad. E incluso continuaron militando en la clandestinidad, algo que a mí me costó mucho entender. Capaz que no podían hacer otra cosa, habría sido una claudicación intolerable para ellos, una derrota insoportable, haber interrumpido la militancia y darles la razón a quienes los torturaron. Pero para mí, que vivía aterrorizado, era terrible. Creo que de algún modo esa entereza está presente en el caso de algún personaje, ya desencantado de las grandes totalizaciones de la izquierda, que sin embargo sigue tratando de restablecer alguna justicia en cuanto a investigar, a mover todo. Pero por el costado más noble, porque se puede dar la situación de que se trate de capitalizar un mártir que no te pertenece, o que no pertenece a nadie.

-¿Cómo fue el proceso de Todo termina aquí?

-Es el más complicado de explicar para mí, tal vez porque es nuevo y tengo poca distancia, menos metalenguaje. Las tres historias anteriores las tenía presentes en cuanto a argumentos. Sin embargo, Todo termina aquí, no. Se me proyectó más como dicen algunos novelistas que se les suelen presentar algunas cosas. Como dice mi amigo Amir Hamed, que a él se le presentan imágenes y después las desarrolla. Creo que me pasó más eso. Estando de vacaciones en Puerto Montt, viví una especie de shock estético frente a la estatua monstruosa que se llama “Sentados frente al mar”. Porque la novela se llama Todo termina aquí, y la canción se llama “Puerto Montt”, pero el monumento se llama “Sentados frente al mar”. Es como un [Fernando] Botero torpe de hormigón pintado, que está a ras del suelo, lo que destaca su enormidad, además de las guillerminas de la muchacha. Lo curioso es que se trata de la estatua de una canción. Esa imagen, por un lado. Y la otra es que, a los pocos días de llegar, con la imprudencia del turista, pedí curanto, un plato desmesurado. De lo más barroco en ese sentido, porque tiene varios tipos de mariscos, carne de chancho, de pollo, papas. Y cuando aparece la doña con aquello, yo quería probar todo. Y con el vino, me hizo mal. La paranoia hipocondríaca tiene un buen vehículo en internet, y empecé a ver cómo era la intoxicación por mariscos. Ahí descubrí que los síntomas eran bastante psicodélicos, con alucinaciones, inversión de las sensaciones táctiles: si te arriman un fósforo sentís frío, si te arriman un hielo sentís calor. El monumento y un tipo intoxicado por mariscos fueron lo primero que tuve, y de ahí pasé a un tipo que busca la intoxicación.

-En un mundo en el que se vuelve cada vez más frágil.

-Si yo fuera un profe que tuviera que decirles a los muchachos “A ver, ¿cuál es el tema?”, diría que es la fragilidad del mundo. Sobre todo en la parte en que, justamente, Mondongo genera toda esa especie de rituales para defenderse de la fragilidad de un mundo bajo amenaza. Lo que pasa es que eso pierde su condición delirante cuando se socializa y se institucionaliza. Pero como él está completamente solo, un poco asistido por un manual de autoayuda mal leído, es meramente un delirio.

-La novela sigue en los márgenes pero va más allá, aunque termine en el fin del mundo.

-Sale de Treinta y Tres, por lo menos. En algún momento, en ese monólogo interior de Fernando, se menciona esa idea de la recuperación de la espacialidad del fin del mundo, que es como que se perdió desde las novelas de Julio Verne o los mapas del siglo XVII, en los que se terminaba el mundo. Ahora el fin del mundo lo vemos más en una dimensión apocalíptica, temporal o escatológica, la espacial se había perdido.

-Y viene con un canto de desolación total...

-A mí me sorprendió un poco la devolución que he tenido en ese sentido. Porque uno se enajena en la construcción de una trama o en el esfuerzo que te lleva estar metido en ese mundo durante un tiempo, y como decía el general [Hugo] Medina, perdés los puntos de referencia. Pero puede ser.

-Esa fragilidad está rodeada de motos chinas, guisos, panchos, y un gran rechazo a la cumbia.

-Mondongo está permanentemente bajo sospecha de que en realidad le gusta la cumbia, o el melódico internacional de hace algunas décadas. Creo que él menciona las cumbias como su demonio, pero más bien para fingirse parte de la cofradía. Y es que todo eso del estruendo de las motos y las cumbias es un factótum de la fragilidad del mundo. Son síntomas de la civilización pulverizada.

-Con un héroe fundante como el Tarado Arbelo.

-Es el personaje más biográfico, porque era un músico legendario de esos ambientes no tan prestigiosos como el canto popular, que desde acá ha alcanzado otras proyecciones. Y él, en este momento, mientras hablamos, debe estar girando quién sabe dónde, con algunos de esos avatares de Los Iracundos.