Como las décadas no saben, en cuestiones culturales, de números redondos, de alguna forma los años 80 comenzaron -al menos en términos cinematográficos- en 1982 con el estreno de ET, el extraterrestre (Steven Spielberg). Por lo menos ese fue el inicio de un subgénero efímero y muy distintivo de aquella década: el de las teen flicks, o películas de adolescentes. La gama era amplia e iba desde ciencia-ficción y aventuras hasta comedias románticas sobre las cuitas del crecimiento, siempre protagonizadas por grupos de adolescentes de 13 a 20 años; en general, las producciones con tramas más fantasiosas y aventureras estaban relacionadas con los más pequeños de la franja, y las más existenciales con los casi adultos. Esa explotación descarada de un sector etario de la taquilla aportó unas cuantas películas buenas o más que eso -desde Los Goonies (Richard Donner, 1985) a El club de los cinco (John Hughes, 1985), pasando por Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986), Karate Kid (John G Avildsen, 1984) y La chica de rosa (Howard Deutch, 1986)-, que no sólo quedaron indisolublemente ligadas a la memoria nostálgica de quienes eran adolescentes cuando se estrenaron, sino también a la de generaciones siguientes, que no tuvieron films equivalentes de esa calidad y que las descubrieron e hicieron propias en forma tardía.

A medida que ese público se hizo adulto y comenzó a hacer sus propios films, las referencias a aquella década dorada comenzaron a hacerse frecuentes. Esto llegó a su cenit en la excelente Super 8 (2011), un homenaje explícito al cine de Steven Spielberg y Rob Reiner que, mal que les pese a los fans de los relanzamientos de Star Trek y Star Wars, sigue siendo la obra más sensible del talentoso JJ Abrams. Pero tal vez la nostalgia de los 80 no tenga un exponente más explícito que Stranger Things (Cosas más raras), serie recién estrenada por Netflix.

Con 32 años de edad, Matt y Ross Duffer -creadores de Stranger Things y cineastas con apenas algunos cortometrajes como antecedentes- son demasiado jóvenes para haber vivido conscientemente la fiebre de las teen flicks, y constituyen un buen ejemplo de quienes las descubrieron luego en los videoclubes o en el cable, pero su fascinación con aquel cine -y, por extensión, con todo el cine fantástico de los 80- es algo que no sólo no intentan disimular, sino que hacen evidente en esta serie, donde no emulan el estilo y la temática de un director en particular, sino toda una sensibilidad cinematográfica.

Stranger Things se mueve entre la ciencia ficción, la aventura juvenil, el horror y el despertar sexual, combinando así varios de los principales intereses de todo el cine popular de hace tres décadas. La serie, de ocho episodios, se sitúa en 1983 y cuenta la historia de un grupo de preadolescentes algo freaks y marginados, uno de los cuales desaparece misteriosamente mientras vuelve a su casa luego de una maratón del juego de rol Dungeons & Dragons. En realidad, la desaparición no es tan misteriosa, ya que desde las primeras escenas sabemos que alguna criatura aterradora se ha escapado de un centro de investigación científico-militar, instalado en el pequeño y pacífico pueblo en el que viven los protagonistas, y está haciendo de las suyas en perjuicio de la comunidad. Aunque todo el mundo de los mayores está buscándola de distintas formas, los más jóvenes emprenden su propia pesquisa, encuentran a una misteriosa joven con poderes telequinéticos y son asediados tanto por fuerzas inexplicables como por los mucho más terrenales (y crueles) agentes gubernamentales. Con ocho horas para explayarse, Stranger Things no sólo gira alrededor de estos preadolescentes fanáticos de los juegos de rol y los cómics de superhéroes, sino que también tiene espacio para la generación de sus hermanos mayores, que se encuentran en pleno descubrimiento sexual y emocional (lo que aproxima esta serie a las películas de Hughes y sus jóvenes inconformistas y rebeldes), y a la de sus padres, con problemas propios y más adultos.

La idea es esencialmente contar una historia de misterio y fantasía, con personajes bien diferenciados y elaborados, y está narrada en el estilo directo, fluido y simple de los films en los que se inspira. El resultado tiene algunas irregularidades (sobre todo en los diálogos, que oscilan entre lo obvio y lo sensiblero) y facilismos o clichés argumentales, pero en conjunto es uno de los estrenos más atractivos y entretenidos que haya propuesto hasta ahora Netflix, un canal que se distingue tanto por los riesgos que asume como por lo desparejo de sus resultados. Stranger Things tal vez no intenta ir mucho más allá de la reconstrucción de una época y su narrativa, pero lo hace bien y con pasión, apoyándose en una sabia y graduada administración de sus misterios, en un clasicismo formal que mantiene firme el pulso de la historia, y en un elenco carismático lleno de buenos actores juveniles o infantiles, entrañables en su condición de nerds algo inadaptados o de adolescentes confundidos por las hormonas. No hay rostros muy conocidos en ese elenco, excepto el de Matthew Bodine y el de Winona Ryder en un regreso rutilante (aunque a veces un poco más allá del borde de la sobreactuación), que seguramente la devolverá al primer plano del estrellato mediático.

Como atractivo adicional a sus virtudes narrativas, Stranger Things es, en su cinefilia y amor por la cultura de los 80, casi un parque temático de aquella década. Más allá de la ambientación temporal, la serie está plagada, casi saturada, de referencias visuales y musicales a esos años, con cuartos llenos de afiches de películas de David Cronenberg y Steven Spielberg, juguetes de Star Wars, y una banda de sonido que parece emerger de una Noche de la Nostalgia con particular buen gusto (The Clash, Joy Division, Edwyn Collins). Pero la presencia más notable, desde la trama hasta los créditos de cada episodio, es la de Stephen King, cuyo espíritu impregna cada diálogo y recurso ominoso, recordándonos que ese escritor, además de ser uno de los grandes nombres del horror y un narrador muy superior a lo que se le suele reconocer, también es un autor perpetuamente enamorado de la adolescencia como una etapa tan aterradora como emotiva.