Esta película debería entenderse, contextual y cinematográficamente, como el reverso de El arca rusa. Aquel film de hace 13 años presentaba, en un aún impactante plano secuencia de hora y media, la historia del museo Hermitage de San Petersburgo, y con ella una suerte de versión codificada y condensada de la historia emocional y cultural de Rusia. Ahora, en Francofonía, el director Aleksandr Sokurov aborda la historia del Louvre de París. Lejos del tono operístico y continuo de El arca rusa, está armada con una multitud heterogénea de elementos, entre ellos recreaciones de época, filmaciones previas, fotos comentadas, pasajes orquestales, imágenes de computadora vía Skype, Súper 8 y quiebres metanarrativos. Pero la profundidad de la inversión -y el modo en que se complementan ambos films- tiene que ver, sobre todo, con la honda y complicada relación entre Oriente y Occidente en el siglo XX.

El punto de partida son viejas fotografías de las muertes de León Tolstoi y Anton Chéjov, como la marca de agua del fin del siglo XIX. Intercalado con esas imágenes, que parecen una invocación, vemos a Sokurov monitoreando, en plena tormenta, la carga de un barco: todo el patrimonio artístico de un museo. Nunca se explica cuál museo es, y podría ser cualquiera, pero es difícil no pensar en el mito bíblico del diluvio universal, con una inevitable referencia al “arca” rusa.

Esa primera metáfora guía de Francofonía da inicio a muchas otras, como en un caleidoscopio. Por un lado, hay una solapada crítica a los museos como gigantescos depósitos del arte, contenedores llenos de productos de múltiples artistas y culturas. Por otro lado, estos contenedores no llevan un cargamento cualquiera, en ellos está el espíritu de una nación, que sin esos mitos fundacionales podría desvanecerse. Quizá, en este sentido, la gigantesca marea -como un castigo de Dios- pueda referirse a la historia devorándose al arte; o (si aceptamos la metáfora del arca en referencia al anterior film de Sokurov) a las contradicciones que han llevado a Rusia, hasta hoy, a una compleja relación con los países europeos, a su devenir político (del zarismo al comunismo y de este al capitalismo rampante) y sus internas contradicciones religiosas, sociales y étnicas. Finalmente, la metáfora del arca corresponde a la historia central del film, sobre el cuidado del patrimonio artístico francés durante la ocupación nazi en 1940. El envío de las obras del Louvre a residencias privadas, para evitar su traslado a Alemania, se asemeja a lo que hizo Noé, según la Biblia, con los animales: el arte guarda la inmortalidad de una nación y es garantía de que resurja.

Los paseos por el Louvre actual, junto al espíritu de Napoleón y a Marianne, que personifica a la república y sólo repite “libertad, igualdad y fraternidad”, nos introducen a la historia de 1940, cuando, en el marco del particular aprecio por la cultura francesa de muchos alemanes, sobre todo aristócratas, entra en escena el conde alemán Franz Wolff-Metternich, a quien se encomendó que se ocupara del patrimonio cultural del Louvre junto a su director general francés, Jacques Jaujard. Pronto empieza a establecerse una relación de camaradería entre los dos, y se ve que comparten el deseo de proteger las obras del museo. Hay una gran semejanza de esa relación con la que se da en La gran ilusión (Jean Renoir, 1937) entre los capitanes Boeldieu y Von Rauffenstein.

En este terreno, el momento más emocionante del film es cuando la voz de Sokurov rompe la cuarta pared y les cuenta a Jaujard y Wolff-Metternich qué les pasará después de que termine la guerra (el francés será despedido de su cargo en 1967, y defenderá al alemán en los juicios de desnazificación europeos). El destino de cada uno de ellos parece asemejarse al del arte en general: los productos de la genialidad y la pasión de artistas, más allá del velo áureo que los envuelve, no dejan de ser pedazos de mármol y trozos de lienzo, cuidadosamente depositados como cuerpos en un cementerio. Es una imagen curiosamente emotiva, un momento de cinematografía pura, que podría ser el desenlace emocional de cualquier film y que Sokurov maneja con un finísimo distanciamiento.

El otro tema fundamental de Francofonía es el papel histórico de Napoleón y la cuestión del saqueo. Detrás del miedo de Francia a ser arrasada culturalmente por las fuerzas alemanas, se nos recuerda, como vuelta de tuerca, que obras importantísimas del Louvre están allí como trofeos de guerra, arrebatadas a sus países de origen en las campañas napoleónicas. La película va un paso más allá del alegato ante esa ironía del destino, y plantea la intensa relación, a lo largo de la historia europea, entre la guerra y el arte, y el tema de la cultura en sí misma como una sucesión de robos y saqueos alternados. En el costado de toda esa discusión aparece la historia de Rusia, un país hacia el cual los alemanes no tenían tanta inclinación cultural y que no dudaron en arrasar, robando a su paso todo lo que les interesó. Entre todas estas disquisiciones, parece que, más allá de los reclamos y las apropiaciones por parte de un país u otro, una vez apagadas las luces del museo, las estatuas asirias y egipcias siguen, despiertas, ansiando la arena y la tierra de las que fueron arrancadas.