Aunque el cine iraní fue pionero en Asia, existe desde hace más de un siglo y produce en forma constante y exitosa desde hace unas seis décadas, posiblemente pocos cinéfilos sabrían de él si no hubiera sido por Abbas Kiarostami. Cuando en 1997 su minimalista y existencial El sabor de las cerezas ganó la Palma de Oro en Cannes, pareció abrirse una ventana a una cinematografía asombrosa por su madurez técnica y narrativa, así como por una distintiva voz que tomaba la posta de ciertos riesgos temáticos y formales que el cine occidental parecía haber abandonado. Pero cuando Occidente decidió reconocerlo, Kiarostami llevaba ya tres décadas trabajando como un cineasta total (director, guionista, fotógrafo y productor) y había generado toda una escuela (en la que se destaca su epígono, el rebelde Jafar Panahi, tal vez la principal figura del cine iraní actual), formada por realizadores que aprovecharon la puerta que él había abierto para demostrarle al mundo que la cultura de su país era mucho más rica y variada que la caricatura habitual de una nación hostil, uniforme y fanática.

No era realmente un pionero; Kiarostami había sido parte de la segunda generación del movimiento que a fines de los años 60 se llamó “nueva ola del cine iraní”, notablemente influenciada por la Nouvelle Vague francesa y que tuvo como figuras fundadoras a cineastas como Darius Mehrjui y Hajir Darioush, en el marco de una generación a la que Kiarostami se sumó como aprendiz y director de cortos, muchos de ellos dedicados al público infantil como parte de su trabajo en el centro Kanun, un organismo orientado al desarrollo de niños y adolescentes, donde descubrió su vocación. La revolución de 1979 pareció terminar con la férrea censura del régimen del sha Reza Pahlavi, pero esta fue suplantada por la censura de los ayatolás, por lo que el cine de Kiarostami y sus contemporáneos tuvo que desarrollar una extraordinaria sutileza para producir visiones profundas y críticas sobre su sociedad, en un estilo único que combinaba la ficción, lo documental y la metaficción (el registro del mismo proceso de creación), en una permanente búsqueda de un lenguaje expresivo propio y, al mismo tiempo, un máximo aprovechamiento de escuetos recursos económicos. La frutilla de la torta de este proceso fue El sabor de las cerezas, film que sigue el trayecto de un hombre de mediana edad que busca contratar a alguien que lo entierre luego de su suicidio, convirtiendo a todo el trámite en una reflexión sobre la vida y su final.

Aunque se había resistido siempre a abandonar su país natal (un destino frecuente para los cineastas iraníes), la persecución directa al mundo del cine emprendida por el gobierno de Mahmoud Ahmadinejad -que encarceló y censuró a Panahi- hizo que las últimas películas de Kiarostami fueran filmadas en Europa, donde murió ayer, aquejado por un cáncer por el que se estaba tratando desde hacía ya algún tiempo. Es sobrevivido, además de por sus hijos, por toda una generación de cineastas que han hecho frecuente ver apellidos persas entre lo mejor del cine contemporáneo.