Este proyecto del director español Pedro Almodóvar, basado en tres cuentos de la canadiense Alice Munro que involucran a un personaje llamado Juliet, fue concebido inicialmente para ser filmado en Canadá, hablado en inglés y con Meryl Streep en el papel principal, antes de que se modificara de modo radical para adoptar su formato definitivo. Es curioso pensarlo, porque difícilmente una película pueda ser más profundamente española que esta, con su explosión de colores en ambientes mediterráneos soleados, la emoción a flor de piel, un muy católico sentimiento de culpa generalizado -incluyendo a una muchacha que queda a un paso de hacerse monja- y, junto a esa fuerte noción de pecado, una enorme sensualidad.

No aparecen los símbolos más obvios de lo español (como las corridas de toros, el cante jondo, el baile flamenco o las obras de Antoni Gaudí), pero esto justamente la hace más española; lo otro es para turistas. Incluso la espléndida música de Alberto Iglesias se toma la libertad de forcejear con el estilo en una dirección muy “anglo”, entre lo orquestal y lo jazzístico, quizá reminiscente de la ubicación inicial del proyecto en Norteamérica. Lo único latino y típicamente Almodóvar en la banda musical es la canción que acompaña los créditos finales, cantada en forma desbordada por Chavela Vargas.

La música incidental es muy hitchcockiana y contribuye a ambientar la película en un cruce entre el drama, el thriller y el terror, muy a la manera de Vértigo (1958). La mirada algo siniestra de la gobernanta interpretada por Rossy de Palma -una mujer de rostro extrañísimo-, que además pronuncia unos inquietantes augurios, también colabora a anticipar “cosas”. Como Vértigo, no es propiamente un film de terror ni un thriller, pero tiene ingredientes de misterio. Es Almodóvar en su variante seria, sin atisbo alguno de comedia.

El “hoy” narrativo nos muestra a una Julieta madura, quizá cincuentona, y nos plantea interrogantes acerca de su vida anterior. Luego, una serie de flashbacks va a ir revelando los sentidos enigmáticos de los hechos del presente. La historia involucra muertes por accidente, por enfermedad y por suicidio, la desaparición de una hija sin explicación clara y al parecer para siempre, enamoramiento, pasión lesbiana reprimida, adulterio, un secreto en la vida del personaje principal, y el ya mencionado sentimiento de culpa. Es bastante para conformar un melodramún, pero los hechos mencionados están desperdigados en unos treinta y pico de años de anécdota: no hay aquí esa acumulación desvariada de acontecimientos dramáticos o escabrosos que uno suele asociar con el director. Es más, la contención naturalista de esta película puede resultar incluso un poco decepcionante, porque, como se dijo, nos enfrentamos al comienzo con el misterio de los secretos que guarda Julieta, pero al final resulta que estos no tenían nada de inconfesable ni de crucial. Es decir, que se justificaba que fueran secretos, pero tan sólo porque la mujer decidió constituir su nueva pareja sin comentarle hechos dolorosos de su pasado, que ella prefería olvidar, haciendo borrón y cuenta nueva.

Rimas visuales

Los hechos que vemos de pronto no son todo lo “cinematográficos” (en el sentido prosaico de sensacionalistas) que podemos esperar de Almodóvar o de una película de Hollywood, pero el tratamiento y la construcción de Julieta no podrían ser más exquisitamente cinematográficos. Si bien la historia no se centra, como otras en la filmografía del director, en deseos sexuales intensísimos e irrefrenables, esta película exhala sensualidad. El primero de los planos, justo después del crédito de la productora de Almodóvar (que se llama El Deseo) está tomado completamente por la superficie de una tela roja, cuyos pliegues están dispuestos en dos “labios” que convergen hacia abajo, junto a una línea vertical central: la imagen más vúlvica que se pueda imaginar. Por si eso fuera poco, en el primer movimiento que ocurre en ese plano vemos una mano que coloca, bien en el centro de la imagen (que, en el encuadre, es el centro mismo de la “vulva”) una estatuilla que representa a un varón con un falo desmesurado. Sobre eso aparece, a su vez, el título Julieta, un nombre que tiene resonancias de la obra de Shakespeare (donde se vincula con la pasión) y de la del marqués de Sade (donde se vincula con la lascivia). Más adelante, durante un viaje en tren, los personajes ven, por la ventana, la bella imagen de un ciervo que corre por un descampado acompañando al vagón. Poco después, la única escena de sexo de la película nos mostrará a Julieta montada sobre Xoan. No la vemos directamente, sino a través de su reflejo en la ventana del tren, mientras transcurre el paisaje exterior, una imagen que claramente rima con el plano del animal que habíamos visto poco antes.

El leitmotiv más asociado con el vínculo entre Julieta y Xoan es una casi cita del Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, asociado a su vez con la voluptuosidad de un fauno viejo y con la escandalosa coreografía de Vaslav Nijinsky para el ballet basado en esa obra. Vemos un plano de Julieta desnuda y acostada boca abajo, que se centra en su trasero y sus piernas tendidas hacia la derecha del cuadro. Poco después veremos una de las esculturas de Ava, que representa a una persona desnuda acostada boca abajo: se nos muestran el trasero de la figura y sus piernas tendidas hacia la izquierda, en una inversión de la imagen anterior, pero ahora las manos de Ada frotan la escultura para untarla con arcilla, como realizando la tentación de tocar que había evocado la imagen previa.

Hay varias rimas visuales de ese tipo. Para empezar, tenemos un patrón de colores, en el que Julieta se asocia sobre todo (por varios de sus vestidos o su auto) con ese rojo vivo que es raro de ver en los tiempos posteriores al Technicolor. El color secundario es el azul, también vivo y fuerte. Así, la primera vez que vemos a Julieta joven está de azul en un asiento rojo, con los labios pintados de rojo, y rojo es también el color de sus caravanas. Luego ella cambia de asiento, pero ahora sus imágenes, con destaque para el azul de su vestido, se contrastarán con los contraplanos de Xoan, que lleva un abrigo rojo. Ese patrón de rojos y azules fuertes muchas veces es acompañado por amarillos, verdes y blancos, y sólo se va a apagar cuando Julieta hace duelo (y, con ella, también la película). Ese momento coincide con la mudanza de la protagonista a Madrid, un lugar que vemos menos colorido que la costa de Galicia, donde había transcurrido el tramo anterior de la historia: por un rato en la película, Julieta usa ropa más oscura, y hay un plano notable de ella frente a un cuadro abstracto en el que predomina el color negro. Vemos también un plano de detalle del tatuaje de Xoan, algo maltrecho porque su piel está herida, que rima con el plano siguiente de una roca surcada por grietas.

Rimas conceptuales

Ese tipo de asociaciones temáticas no se da sólo en lo visual, sino también en lo conceptual. Julieta es profesora de literatura clásica, y en la única clase de ella que vemos discute la separación de Ulises y Calipso en La Odisea. La bellísima hechicera le había prometido al héroe la inmortalidad y la juventud eterna a cambio de su amor, pero Ulises prefiere tirarse al mar en busca de aventura. Esa partida puede asociarse con la salida de Xoan (literalmente al mar) o con la de Antía (a un mundo desconocido), máxime porque en la escena de la clase Calipso queda asociada con la propia Julieta (ella dice que la hechicera era la mujer más bella imaginable, y un alumno le comenta: “Como tú”).

Pero es sobre todo la culpa la que se transfiere, en forma casi mágica. El amor de Julieta y Xoan nace doblemente signado por la culpa: ella habría podido salvar al hombre que viajaba sentado frente a ella en el tren, pero no permanece cerca de él sino que va al vagón-restaurante, donde ella y Xoan se conocen; luego el suicidio del hombre los volverá a acercar, y poco después ella hará el amor con Xoan por primera vez. Se perciben paralelismos entre el vínculo de Xoan con Ava y el del padre de Julieta con su amante, y así como Julieta le reprocha al padre que deje abandonada a la madre enferma para estar con la amante, un juicio semejante invadirá a Antía por haberse apartado de su padre para estar con Bea.

Esa idea de transferencia gana una bella encarnación en la manera en que se realiza la transición entre las dos actrices que interpretan a Julieta: Emma Suárez es la actual, cincuentona; Adriana Ugarte es la veinteañera en los años 80, y sigue con el personaje a medida que este avanza hacia los 40 años. En determinado momento, súbitamente y de un plano al otro en la misma escena del flashback, Suárez reemplaza a Ugarte. El reemplazo está enfatizado, no disfrazado. Uno puede pensar entonces en una transferencia, una reencarnación o un momento crucial, en el que la acumulación de las cargas de la vida llegó a determinado punto crítico, con la consecuencia de que la juventud se fue para siempre y se definió la madurez, o al menos la madurez específica de Julieta, con las pérdidas dolorosas que le tocó sufrir. Queda casi como una versión tímida del toque surrealista aportado, en *Ese oscuro objeto del deseo *(1977), de Luis Buñuel, por el hecho de que dos actrices se alternaran para encarnar en forma caótica a la protagonista.

En forma característica para Almodóvar, la película acompaña los dramas y los rollos de los personajes, y contempla sus engaños, incomunicaciones y desgracias, pero no los juzga. Por lo general se compadece de ellos, pero se resiste a premiarlos con recompensas moralizantes: los lleva hacia una vida que muchas veces es cruel y llora con ellos, pero no los consuela, y al mismo tiempo celebra la vitalidad de esos personajes. Es como si los pocos momentos de luz que brinda la vida fueran la única luz que hay, y hubiera que aprovecharla. Esta noción es transmitida a la superficie misma de la pantalla.