En mayo de 2014, cuando los espectadores presentes en el Museo d’Orsay, en París, aplaudieron durante unos minutos a la artista belga Deborah de Robertis mientras, en un vestido de lamé dorado, mostraba su vulva abierta, sentada debajo del célebre El origen del mundo, de Gustave Courbet, algunos habrán pensado en la máxima courbetiana acerca de la realidad y el realismo: “La pintura es un arte concreto y sólo puede consistir en la representación de cosas reales y existentes”.
Lo concreto de ese sexo mostrado de modo abrupto (la acción no fue acordada previamente con las autoridades del museo, que luego denunciaron a De Robertis por exhibición obscena), en patente contraposición con el otro -representado en el desnudo decimonónico más pícaro y quizás el más problemático de la historia-, volvió a incendiar la cuestión de la relación entre la cosas en sí y sus referentes simbólicos, tan querida por Courbet y tan debatida en los últimos dos siglos.
En esa ocasión, no siendo “la cosa”, por supuesto, una cosa, sino un símbolo del deseo sexual y a la vez una fuente de vida, la performance terminó con los guardias llevándose a la mujer. La impresión general es que la acción llevada a cabo por De Robertis se asemejó más a una estratagema publicitaria que a una meditada acción performática; según dijo la artista, Courbet habría pecado al mostrar el sexo directamente pero sin explicitar la hendidura, “el ojo que, más allá de la carne, remite a la infinitud, al origen del origen”. Vale decir, una explicación poética bastante borrosa.
Sin embargo, poner el cuerpo para desliteralizar aquella pintura requiere una dosis de atrevimiento que, queriendo homenajear aquí al pintor francés, podría compararse con la actitud provocadora que caracterizó la parábola artística del propio Courbet (claro está que ahí se abre otro problema, tal como pasa cada vez que las Femen muestran sus senos: el problema de reivindicar una más que legítima agenda feminista espectacularizando lo sexual). De todas formas, De Robertis, por lo menos, recargó el potencial conceptual de una obra que en estos meses cumple 150 años, pero que ha tenido una vida pública muy corta, de poco más de dos décadas. Pasó de una colección privada a otra hasta una fugaz aparición en 1988, y terminó en 1995 en el Orsay, provocando reacciones de varios tipos, desde la irritación al júbilo. Que un cuadro pintado hace un siglo y medio siga agitando las aguas (aguas cada vez más invadidas por imágenes sin ningún tipo de límites) es asombroso. Su historia también.
Símbolo por encargo
El origen de El origen del mundo fue comercial: Khalil Bey, un importante coleccionista otomano que vivía en París, le encomendó a Courbet el cuadro, que fue pintado con su característico estilo realista, vale decir, el estilo que inscribió al francés en la Historia del Arte (con mayúsculas), como el padre del realismo. Detallismo, pericia técnica, encuadres y tratamiento “crudo” del sujeto, siempre alejado de las poses clásicas y de sus típicos ambientes “importantes” o histórico-mitológicos, con el plus de una pulposa sensualidad que marca la fase madura del maestro, según revela imperiosamente su célebre Mujer con un loro, creado el mismo año. Empero, en el caso de El origen..., a la desnudez y a la representación “despiadada” se le agregan dos elementos especialmente arriesgados. Por un lado, no sólo el centro de la imagen es el sexo, generosamente peludo y entreabierto, de una mujer -en contratendencia a las representaciones clásicas de las vulvas, generalmente cerradas y con nulo o escaso vello- sino que, además, de esa mujer faltan sus rasgos menos íntimos, no hay cabeza ni brazos ni piernas, y vemos un solo seno. Por otro lado, está el título (posterior a Courbet y de origen incierto), que desvía totalmente el foco del elemento carnal, apuntando a lo metafísico (lo femenino como punto de partida de la humanidad) y lo científico (el parto, los estudios anatómicos: no se excluye que la base del encuadre tenga que ver con una foto médica que circulaba en ese momento).
El hecho de que pocas personas vieran el cuadro en el siglo XIX impidió escándalos, seguros en el mar de moralismo burgués donde flotaban las bellas artes del período; sin embargo, una de las pocas crónicas sobre El origen... cercana en el tiempo a su creación, firmada por Maxime du Camp en los años 80 de aquel siglo, le toma el pelo al pintor afirmando que “se olvidó” de representar a gran parte de su modelo, pero no vacila ni un momento en declararla una obra de arte mayor. Pese a su desafiante postura e impudicia desbordante, pocas veces se la ha calificado de pornográfica, aunque en rigor podría entrar en el rubro: es quizás uno de los ejemplos más contundentes de cómo el tratamiento formal de un tema (en este caso, la exquisitez pictórica) cambia su sentido y su uso, material y metafóricamente.
El cuadro, por su peculiaridad, ha sido leído de maneras extremadamente distintas. ¿Se trata de una especie de exaltación de lo femenino o, por el contrario, de la aplicación descarada de la mirada masculina sobre su final y verdadero objeto de deseo, con la consiguiente cosificación de este, o tal vez de la concreción de la ansiedad del hombre frente a algo fundamentalmente amenazante (en vena freudiana, del temor a la potencial pérdida del falo o a un arma de seducción incontrolable, ya que no hay que olvidar, en el campo simbólico, la larguísima tradición de la “vagina dentada”)? Por supuesto, todo esto y mucho más ha sido elaborado sobre esta pintura de dimensiones reducidas e implicaciones ilimitadas.
Desnudo en el diván
Quizás el alto número de explicaciones de corte psicológico se deba también a un curioso hecho: el último propietario del cuadro fue el gran gurú del psicoanálisis posterior a Freud, Jacques Lacan, una de las figuras centrales del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX, y no sólo en su campo específico. Los precedentes dueños de El origen... custodiaron la pintura ocultándola detrás de “pantallas” -una simple cortina verde en el caso de Khalil Bey; otro lienzo de Courbet, o de un seguidor de este, titulado Castillo en la nieve, en el caso del barón húngaro Francis Hatvany-, mostrándola a amigos sólo en ocasiones especiales. Lacan también: aparentemente por sugerencia de su esposa Sylvia Maklès (actriz y ex consorte del escritor Georges Bataille, rey del erotismo más turbio), pidió al cuñado de Sylvia, el pintor surrealista André Masson, que creara un panel de madera para esconder el cuadro, generando una de las más sugestivas piezas massonianas, con la silueta de la imagen original convertida en un etéreo paisaje. Como sus antecesores, también Lacan, el mismo que pregonaba que “no hay que ceder en relación al deseo”, increíblemente reservó la exhibición de su Courbet picante a contadas personas, y además nunca reveló al mundo que poseía la obra.
El grueso hilo conductor que conecta al surrealismo con el desnudo de Courbet tiene, además, una especie de redondeo en la última obra de Marcel Duchamp (a quien, por supuesto, no se puede definir apenas como alguien perteneciente al surrealismo, pero que tuvo mucho que ver con este), la instalación Étant donnés (algo así como “dado”), terminada luego de dos décadas de trabajo en 1966, un siglo después de la pieza courbetiana. Detrás de una gran puerta de madera y a través de dos agujeros, el espectador espía el cuerpo tridimensional de una mujer, cuyo rostro es negado a la vista, y cuya posición se asemeja mucho a la de El origen del mundo. A pesar de la espesa capa de diferentes referencias, usual y propia del ingenio de Duchamp, con sus ribetes alquímicos, lingüísticos y filosóficos, es patente el eco courbetiano de esa figura a la vez directa y misteriosa, elocuente y muda, atrayente e inquietante.
Sin pies, con cabeza
Como dije, una plétora de discursos y debates se ha desarrollado en torno a esta imagen, y sobre todo a la “mutilación” de la modelo, que resulta (junto a lo atrevido de mostrar “cómo es” lo que no se podía mostrar) lo más llamativo de una composición que trabaja por sinécdoque: la parte por el todo. Son notorias las lecturas feministas que ven el cuadro -simplifico mucho- como el reflejo perfecto de la visión patriarcal del pintor (y de su Zeitgeist), según sostiene, por ejemplo, Linda Nochlin. Sin embargo, muchas de esas interpretaciones tendrían que ser, por lo menos parcialmente, revisadas a partir de 2013. En febrero de ese año hubo una aparente vuelta de tuerca: la revista Paris Match hizo público un hallazgo ocurrido en Francia en 2010, cuando un particular compró por menos de 2.000 dólares, en una tienda de antigüedades, lo que podría ser la parte superior del lienzo, vale decir, el “busto”. Se trata de una cabeza reclinada hacia atrás, casi en éxtasis y ajena a cualquier idealización, o sea, pintada muy courbetianamente; además, es fácil reconocer en esa imagen a la modelo Joanna Hiffernan, que aparece en otras obras del francés. Se especula con que el mismo Courbet haya cortado la parte superior del cuadro para no involucrar a su modelo -y amante- en un posible escándalo: por supuesto, un punto crucial para entender hasta dónde el pintor determinó, tal vez a posteriori, un corte tan radical.
Pese al escepticismo de la responsable de conservación del patrimonio del Museo Courbet, Frédérique Thomas-Martin, el único experto que tiene la potestad de certificar obras del artista, Jacques Fernier, luego de varios exámenes de materiales y técnica, le atribuyó sin reservas a Courbet la autoría de ese lienzo, haciéndolo entrar en el catálogo razonado de sus obras. Sea como fuere, esa entrepierna sigue aguijoneando los límites de visibilidad de algo cada vez más aceptado en contextos populares, posiblemente en virtud de su estatus “alto”: en los últimos 20 años, dos libros que utilizaban la imagen en la tapa fueron retirados de las vitrinas y del mercado, en Francia y Portugal, respectivamente, y en 2011 Facebook clausuró las páginas de un artista danés y un docente francés que habían incluido fotos de El origen del mundo. Recientemente, Courbet ganó la primera batalla legal contra la criatura de Zuckerberg: el docente podrá llevar ante un tribunal galo a la empresa estadounidense, pese a que en rigor el caso de censura sólo podría debatirse en California, donde Facebook tiene su sede. Todavía sigue la alternancia de velos y voyeurismo sobre los genitales más controvertidos de la pintura europea.