Hay quiebres que no se olvidan. Cualquier argentino -y por qué no, cualquier uruguayo- recuerda cómo se vivió la década menemista, o el derrotero de la crisis de 2001. En diversas realidades, aquel quebranto y aquella forma de populismo tuvieron resonancias distintas. Por ejemplo, se puede contar que, mientras la economía sucumbía, en el pueblo de O’Connor un ex futbolista se proponía impulsar una cooperativa almacenadora de granos, con la esperanza de lograr la recuperación de esa localidad, o por lo menos de muchos de sus habitantes. En una patriada propia del western, Fermín Perlassi se propuso ajusticiar el “corralito” financiero que aguó el proyecto cooperativo, inspirándose en una de sus obsesiones, Audrey Hepburn -y en particular, en Cómo robar un millón de dólares, de William Wyler-.
De eso se trata La noche de la usina del argentino Eduardo Sacheri -sí, el mismo autor de La pregunta de sus ojos *(2005), novela en la que se basó *El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), la última película argentina en ganar un Oscar-, que obtuvo el Premio Alfaguara de novela. Hoy el autor la presenta junto al maestro Óscar Washington Tabárez y Claudia Amengual. Cuando se le pregunta sobre el proceso de Tabárez con la selección uruguaya, Sacheri responde que es un ejemplo de que el fútbol “puede ser un juego importante, pero es un juego. Hacer las cosas con serenidad, y con ciertos valores de honestidad, le da una dimensión ética. El fútbol es un juego y una simbolización de la vida. No la vida”. Frente a la particularidad de que un director técnico presente uno de sus libros más alejados de las canchas, espera que le haya gustado. “Soy un futbolero -recuerda-, y uno de los costados inverosímiles de mi trabajo es que se roce con gente a la que respeto mucho en el mundo del fútbol. No lo conozco personalmente, pero me han dicho que le ha gustado alguna cosa mía. Eso para mí es un honor”, reconoce este escritor, que sigue trabajando como docente de historia en la provincia de Buenos Aires.
En un día agitado por la suma de notas, Sacheri recibió a la diaria en la habitación de un hotel. Con sus modos pausados y cautos, y una entrega sin reticencias, logra en ese no-lugar un encuentro cercano, sin poses ni cautela. “Siempre me gustó ejercer la memoria, indagar. No por una cuestión decorativa, sino porque la memoria es clave para comprender”, advierte. Ante la vorágine de notas, reediciones y reconocimientos, asegura que la docencia le demuestra cuáles son los anclajes importantes. “Por suerte, mi vida cambió menos de lo que podría haberlo hecho. Sigo viviendo en el mismo pueblo en el que me crié [Castelar], sigo casado con la misma mujer y viviendo con mis hijos”, dice el responsable de los vaivenes de una obra que parece no dejar de reescribirse nunca.
Cuando Sacheri abandonó O’Connor después de su segunda novela -Araoz y la verdad (2008)-, ya comenzó a extrañarlo. Tal vez porque era un pueblo pampeano alejado hasta del futuro, o porque allí viven algunos personajes que se desploman pero siempre intentan salvarse. O, como él lo explica, en una de esas fue porque toda finalización de una novela le provoca nostalgia, por una razón evidente de tiempo: la escritura de un cuento se puede extender una semana, pero una novela retiene al autor en cierto universo por un largo tiempo, en el que se debe habituar a las rutinas de sus personajes, sus modos y sus obsesiones. “En este caso, además, esa melancolía había sido particular, más intensa. Una de las maneras de despedirme de O’Connor fue decir ‘voy a volver’”.
El regreso, mediante La noche de la usina, se da con un decisivo relato social como telón de fondo. La ausencia de políticos -sólo se nombra a Raúl Alfonsín- crea un vacío potente. Lo que hay, admite el autor, es cierto hartazgo de aquellos que se atribuyen epopeyas. Desde este lado del río, Argentina se advierte como un país proclive a los homenajes repentinos y algo desmesurados, que Sacheri se inclina por eludir, tanto en la literatura como en la política y el fútbol. Para él hay un tipo de producción mítica que surge “sobre todo desde la política, y que suele blindarse en los errores de la patria para construir una imagen. No sé qué hará el macrismo, pero en la construcción de salvadores de la patria existe un paralelismo notable entre el kirchnerismo y el menemismo. Una rápida mitología de ‘qué suerte tienen de tenernos’. En ese sentido, es posible que ese alfonsinista algo confundido me caiga un poco mejor”.
La noche de la usina se publica -involuntariamente o no- en un contexto argentino complejo, con abundancia de despidos y tarifazos, que habilita otras lecturas. Sacheri sostiene que esta novela se acerca más a La pregunta de sus ojos, porque interpela a un momento histórico. “Cuando terminé la novela no sabía que iba a ganar [Mauricio] Macri, y que por lo tanto iba a haber nuevas medidas económicas, ni que iban a aparecer bolsos con guita en los conventos. La mayoría de las cosas que suceden -no todas- son hojarasca conveniente para la pelea chiquita y permanente de mi país. ¿Qué es lo que queda? Gente laburando”.
En la obra de Sacheri juegan varios elementos narrativos que funcionan muy bien, como el humor, el juego con la oralidad y ciertos golpes emotivos. ¿Cómo es el proceso de escritura, en el que no se percibe necesariamente una preocupación estilística, sino sobre todo un interés en la construcción de personajes verosímiles? Él cuenta que su modo de trabajar es bastante ordenado, y que lo organiza en dos grandes etapas: primero se centra en la construcción de la trama, los sucesos -“los qué”-; luego llega el énfasis en cómo contar, y en mostrar “a quién le sucede”.
En ese sentido, reconoce que su preocupación estilística tiene que ver con que quiere “contar una historia y que esa historia sea más importante que el autor. No me interesa estar en primer plano. ¿Viste que a veces uno, cuando lee, está todo el tiempo viendo al autor y sus obsesiones, sus necesidades? Como escritor intento evitar cosas que me molestan como lector. Me gusta que haya una trama y que me cuenten un cuento. A veces también me detengo en un párrafo, en una línea de diálogo, donde pueda sembrar algunas cuestiones vinculadas con una pretensión estética, pero sólo de vez en cuando. No me gusta el rulo permanente. Es una preocupación estética, lo que sucede es que, a lo mejor, mi forma de escribir es muy clásica. En la literatura actual, contar una historia no es necesariamente una preocupación universal. Pero, de nuevo, como lector no puedo evitar que me gusten unas cosas más que otras, y yo disfruto cuando me cuentan historias. Entiendo que es sólo una forma de literatura, pero es la que prefiero, la que me entusiasma y me genera el deseo de que todos se duerman para poder tener un rato más de lectura”.
Por esto, y por la temática futbolera de la mayoría de sus libros, es inevitable que se lo asocie con la tradición de Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa. No es algo que le disguste, pero prefiere tomar distancia de quienes ven, en los cuentos sobre fútbol, la existencia de una trinidad “Fontanarrosa, Soriano, Sacheri”. Afirma que los otros dos autores, ya fallecidos, tienen estatura de clásicos, y que a largo plazo habrá que ver si se merece subir a ese podio. Si bien no rechaza la filiación, señala que “los que estamos vivos tenemos la posibilidad del diálogo, de escribir, de publicar”, y que a veces se vuelve necesario evitar las señales antes de tiempo.
En muchas de tus novelas son fundamentales los diálogos. ¿Cómo trabajás el habla de los personajes?
-Antes mencionabas a Soriano, y para mí su mayor virtud en las novelas -sobre todo porque en los cuentos no hay tanto tiempo para eso- es, precisamente, cómo los personajes se construyen desde los diálogos. ¿Qué es lo que vemos de los demás? Ciertas caras, ciertas maneras de decir y ciertos gestos que acompañan el decir; las pausas, las palabras elegidas, el modo en que mirás. A mí me gusta escuchar y me gusta mirar. La gente me genera mucha curiosidad. Cuando me pongo en situación de construir esos diálogos, me gusta intentar reproducir esa profundidad que puede haber en la aparente superficialidad. Porque uno de los riesgos que se corren, si querés que tus personajes digan cosas importantes, es que se vuelvan solemnes, cursis. Algo que uno en general evita, porque las personas somos pudorosas al hablar. Y hacemos bien: el riesgo del bochorno es muy evidente. ¿Cómo lo evitamos? Bajamos la intensidad de lo que decimos, simplificamos, callamos, connotamos a la distancia ciertas cosas. La oralidad exige cierta continencia en la escritura. Te obliga a cierta disciplina, porque si no, pierde verosimilitud. En el cine sucede lo mismo. Ahora en el cine argentino se dan menos los parlamentos inabarcables de algunos personajes, que no responden a ningún tipo de hablante; se ha intentado ir corrigiéndolo. Es el peligro de la grandilocuencia.
Has dicho que siempre te interesó escribir historias de tipos comunes y corrientes. ¿Nunca pensaste en ir por otro camino?
-Para mí, escribir es una manera más de pensar en mi propia vida, que es la de un tipo corriente, rodeado de tipos corrientes. Y me gusta que sea de ese modo. No me interesarían otra vida ni otros vínculos. Lo que puede hacer el arte (en general, y la literatura en particular) es detenerse. Cuando te detenés en una vida, ya no es corriente. El acto estético es un detenimiento. Y ese detenimiento es una anomalía que interrumpe el curso de lo rutinario. Cuando lo abre y lo despliega, ya no es corriente. Por supuesto, elegís qué mirar y cuándo, pero bien vista toda vida es trágica, profunda, inaudita, asombrosa, compleja. No quiero caer en el gesto de decir “esas vidas son las verdaderas”. Todas lo son, pero esas son las que a mí me interesan.
También son las de tipos que conservan la inocencia.
-Puede ser. Tal vez sea el tipo de gente que yo valoro. A lo mejor soy menos inocente que ellos, y a lo mejor en esos personajes hay una suerte de paraíso perdido.
Aunque La noche de la usina tenga mucho de western.
-Se trata de un western *moderado, porque no van por todo. O en todo caso es un *western de gente desarmada, que no va a matar a nadie.
Pero se la juegan con dinamita.
-Todos cometemos errores. Lo bueno es que la vida es un mínimo número de redenciones.