Jorge Luis Borges dijo alguna vez que Francisco de Quevedo y Villegas era menos un autor que una vasta literatura. De Ramiro Sanchiz podría decirse que su obra es, más que una literatura, un inagotable surtidor de universos. Esto, por sí solo, ya constituye una rareza en la historia de la literatura uruguaya.

Para aquellos que no conozcan la trayectoria literaria de Sanchiz, esta novela es una buena oportunidad para comenzar a adentrarse en ella. Esto es así por varias razones, pero la más obvia es una especie de entrevista que funge de posfacio, en la que se explica en detalle su proyecto. Este consiste en tomar un personaje llamado Federico Stahl y seguirlo a través de diferentes universos donde vive historias alternativas. En algunos de ellos Stahl es escritor, y en otros, músico; en unos la Segunda Guerra Mundial terminó en 1945 y en otros duró mucho más tiempo, culminando en un apocalipsis nuclear; en tanto que en otro el proyecto artiguista triunfó, el prócer se convirtió en tirano y, como contrapartida, no hubo genocidio indígena. Como todo esto puede resultarles un poco confuso incluso a los lectores más atentos, Sanchiz siempre tiene la gentileza de adjuntar, al final de sus obras, un mapita que contiene las líneas de tiempo y los universos a los que las distintas entregas de la saga que algunos llaman stahlinista pertenecen.

En Las imitaciones nos encontramos con un mundo ya anunciado en su novela inmediatamente anterior a esta, la magistral El gato y la entropía, al final de la cual un sufrido Stahl ve (es un decir), en una visita a aquella famosa Boca que otro Stahl ya había visitado en Nadie recuerda a Mlejnas, un mundo en el que un homónimo suyo es considerado una de las más grandes estrellas de la historia del rock. Ese personaje casi mitológico (al menos en el universo que se le revela en la visita a La Boca) fue capaz de condensar en su carrera lo que los lectores podrán reconocer como tres de los grandes momentos de la historia del rock: aquel en el que Bob Dylan deviene eléctrico, el de Jim Morrison/Rey Lagarto y el del David Bowie de Ziggy Stardust. Lo cierto es que ese mundo en el que Federico Stahl, un uruguayo, es un personaje fundamental en la historia del rock, ha sido posible porque una larga y devastadora guerra mundial destruyó a todo el hemisferio norte, donde, por lo tanto, no pudo surgir dicho género musical. En vez de Chuck Berry, Elvis Presley, The Beatles, The Rolling Stones, Dylan, Morrison y Bowie (por citar ausencias dolorosas), tenemos a Stahl, cuya obra condensa las de algunos de ellos. Luego de su misteriosa muerte, el mundo parece ser incapaz de olvidarse del rockstar oriental. Incluso se podría decir que toda la música producida después de su deceso continúa recordando a, o dialogando con, la suya. Además, proliferan las teorías sobre Stahl, y entre ellas se destaca la que postula que la estrella no ha muerto y que los muertos son los que parecen (parecemos) vivos -hipótesis avanzada también, dicho sea de paso, en la novela anterior-.

En ese contexto es que aparece Valeria Quintana, una crítica musical cuya enorme admiración por Stahl la acompaña desde que, en su niñez, vio a su padre llorar de emoción al escucharlo en su primera encarnación como músico folk de protesta. Esta muchacha está casada con Antonio Rovira (hijo de Manuel Rovira, creador y traficante de complejas drogas de diseño que ya aparecía en El gato y la entropía), con quien parece tener una relación bastante poco interesante. Sin embargo, el papel del insípido esposo es importante en la trama, pues una de sus frecuentes y misteriosas escapadas con su padre coincide (bueno, es una forma de hablar, ya que en la obra de Sanchiz no hay coincidencias) con un par de entrevistas que ella tiene con Gustavo Mantarelli (stahlinista histórico que, al igual que muchos fans del rockero, no cree que este haya muerto), y Amadeo Sargas o Benjamín o Svengali (o como quiera llamárselo, porque en la macronovela de Sanchiz los nombres y las historias pueden multiplicarse incluso en el mismo universo, y el ejemplo más logrado puede encontrarse en las diferentes versiones de una misma anécdota que, desfachatada y olímpicamente, cuentan Rex, Stahl y hasta Manuel Rovira en la novela anterior a esta), una mezcla de villano de película de clase B con tentador maligno-demoníaco. De esos dos encuentros y de la escapada de su marido es que surge el viaje que la propia Valeria va a emprender a través de varias ciudades rioplatenses pos apocalipsis nuclear: Rosario, Ciudad Búnker, Nueva Salto, Frontera Vieja y la habitual Punta de Piedra.

A lo largo de ese periplo, la protagonista se encuentra con científicos y nerds que hablan de simular seres y realidades, y que tienen acceso a una de las pocas grandes computadoras (Leo13000) que quedan en un mundo sin PC ni Mac; toma una de las misteriosas drogas diseñadas por su suegro Rovira; busca a su ya casi inalcanzable marido; recorre los restos de una ciudad de ricos abandonada por sus pobladores; vuelve a Uruguay recorriendo lugares desolados y deprimentes, donde la juventud se entretiene con pasatiempos violentos como “la cerdada”; y se encuentra con el detective Jorge Varlotta (homónimo de cierto famoso aficionado a la novela policial), quien la termina mandando a un geriátrico cuyo espacio-tiempo (que resuena con algunos elementos del que presenta 2001, Odisea del espacio) le resulta inexplicable. De esta descripción se desprende que en Las imitaciones Sanchiz hace algo que acaso esté un poco menos presente en algunas de sus narraciones anteriores: contar historias. Y lo hace con un pulso que jamás le tiembla. Si bien en el ya mencionado posfacio a esta novela el propio Sanchiz reniega (algunos dirán: abomina) del mestiere de narrar historias con pericia (cosa que a este reseñista lo tiene absolutamente sin cuidado, debido a que ha pasado la vida entre escritores y sabe que pocas veces se perciben con claridad a sí mismos), lo cierto es que el lector es bombardeado por una serie de episodios que van generando cada vez más expectativas y más misterios.

Lo que los lectores deberían saber es que en esta entrega del proyecto stahlinista se parte de varias premisas que provienen de algunos de los amores, fobias y obsesiones de Sanchiz: la física cuántica (que aparece de modo mucho menos prominente que en El gato y la entropía, que era una oda a ese campo del conocimiento científico) y algunas de sus nociones básicas (una de ellas derivada de cierto gato austríaco que no es, dicho sea para aclarar un posible malentendido, el que porta la entropía en la novela antes citada); la idea de que es altamente probable que no exista un solo universo (compartida por muchos físicos teóricos, desde Stephen Hawking a Sean Carroll); las ideas, relacionadas, de que en el universo siempre ha habido una sola mente (llamada unimente por un par de personajes místicos en la novela) o de que la humanidad tiene una sola conciencia colectiva (mente colmena); el rock (general aunque no exclusivamente de tradición angloparlante), que se presenta de forma obsesiva en buena parte de su obra (desde Perséfone a El gato y la entropía, pasando por Vampiros porteños) y que permea buena parte de las discusiones de esta novela y la anterior; los climas y temas de la literatura de ciencia ficción (con especial énfasis en el cyberpunk) y algunas cosas más.

Aunque parezca mentira, este mejunje de ingredientes (algo así como un puchero u olla podrida literario-musical) no sólo funciona estupendamente, sino que además logra su punto más alto en las últimas tres novelas de Sanchiz: la brillante e inquietante El orden del mundo, la ya citada y gatuna (gran homenaje a sus obsesiones musicales y cuánticas) y esta que estoy comentando hoy. Con Las imitaciones estamos ante la obra de un escritor en plena posesión de sus facultades artísticas, capaz de combinar una complejísima trama conceptual con un pulso narrativo que lleva al lector, a veces de la mano y a veces a empujones, por mundos y realidades que difícilmente pueda olvidar luego de cerrar el libro.