En ciertas universidades estadounidenses se suele exigir, como parte de los requerimientos para completar una maestría en Letras, la identificación de autores canónicos a partir de fragmentos breves o brevísimos de sus obras. Descartadas de la ecuación inviables memorizaciones de elefante por parte del examinado, me interesa pensar en los supuestos que guían tal mandato. Es dable conjeturar que lo sostiene una idea de la escritura como combinación singularísima de palabras y silencios, como ejercicio personal e intransferible, como huella digital, como ADN. Abrazando esta noción sería posible identificar, hasta por las fracciones más raquíticas de la Pharsalia o del Libro de los vicios y de las virtudes, respectivamente, a Marco Anneo Lucano y Bono Giamboni.
Tampoco es descabellado inferir que el mandato confíe en las pizcas de cosmovisión adheridas a los recortes de una obra: fragmentos de lo propio y de lo general convertidos en marcas o señales. El examen supone, además, un receptor adecuado, capaz de hacer lecturas comparables a la práctica científica o detectivesca. Como el biólogo o el sommelier, en efecto, el lector profesional -o en camino de serlo- debería procesar los indicios y asignar, sin dificultad, palabras a hombres. No es necesario abundar en los bretes que puede comportar una lógica de tipo cientificista en el campo de la literatura (o del vino, como muestran los reality shows mofándose de sommeliers que la pifian ante un vino zweigelt llamándolo gamay).
Va de suyo que una práctica como la literaria, acostumbrada a la cita y la parodia, por mencionar dos de sus más queridos recursos, juega con la ambigüedad, se divierte dando pistas falsas para complicar la identificación, se quiere difícil de aprehender. Y, sin embargo, las excepciones están a la mano. Casi cualquier terceto de la Divina comedia denuncia a su autor; lo mismo puede decirse del menor fragmento del Finnegans Wake y, sin tanta naftalina, el juego podría funcionar con varios pasajes de Carlota podrida.
Marcas de fábrica, o de clase
Aunque para probarlo no pondría mis manos en el fuego, la escritura del dramaturgo y director chileno Guillermo Calderón podría ser otra excepción. Pero en este caso el texto en papel se imbrica, indisolublemente, con su representación, con el texto espectacular. La marca en Calderón sería el ritmo vehemente construido sobre parlamentos largos de frases cortísimas, dichos a velocidades imposibles, el abuso de la aliteración y sus resonancias poéticas para diálogos que coquetean con la grosería, las cadenas interminables de acciones y, si abandonamos lo formal, una apretujada combinación de lo recóndito con lo frívolo y humorístico, de lo político como panfleto rabioso y como visión lúcida del presente, la fusión de proyectos personales y sueños colectivos fallidos que atormenta a cada uno de sus personajes. “Mírame, Aleko. Quiero salvarte, te necesito. Estoy esperando un hijo tuyo, estoy esperando perritos tuyos. No tengo nada que ofrecerte, me gusta el sexo servil, me gusta decir obscenidades en alemán y hacer sonidos guturales. Después de copular me quedo dormida, pero me despierto con ganas de cocinar y de limpiar la casa. Me gusta tu olor a cebolla, me gusta verte defecar, te voy a tratar como a un niño, te voy a hacer llorar, te voy a dar mi placenta para que te la comas, te voy a amar”, dice Olga en Neva, y es buena muestra del todo. Neva (2006) fue la primera pieza que Montevideo vio del chileno, en 2009, y más tarde se exhibieron sus espectáculos Diciembre (2008) y Villa + Discurso (2011), seguidos por versiones uruguayas, la Neva de Álvaro Correa y la Villa + Discurso de Carla Larrobla.
Del teatro en que se ambientaba Neva al aula en que se inscribe Clase (2008), estrenada el viernes, con dirección de Coco Rivero, en el marco de la III Muestra Iberoamericana de Teatro de Montevideo, se mantienen el ritmo vertiginoso del texto y sus asociaciones promiscuas y cáusticas. Son sello o indicio: “Te quiero enseñar a derrocar un régimen con la guerra de guerrillas. A enamorarte sin esperar nada a cambio. A comer como campeona. A llorar con el arte. A pedir perdón. A caminar triste por la playa. A que no te importe tu apariencia física. A dar consejos inútiles. A pensar cosas profundas a partir de cosas cotidianas. A insultar y dañar a los que más quieres. A esconder el dolor. A vivir en el pasado. A dar besos largos. A cortar sandías y tortas de cumpleaños. A dormir en buses interprovinciales. A plantar menta y ruda en el patio. A detestarte. A enamorarte de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. Todo eso te quiero enseñar. Pero no sé si tenga tiempo”, le dice, entre muchas otras cosas, el profesor a la alumna en un aula vacía, mientras los demás estudiantes están en una marcha, luchando por sus derechos. O así lo creen, dice el docente, atacando los modelos tradicionales de protesta y desnudando sus derivaciones neoliberales contemporáneas, pero desnudándose también y exhibiendo sin pudores su discurso como pataleta de resentido. “No puedo cambiarme de clase. Todos pasan de curso y yo me quedo en la misma clase. Esa es mi historia triste”, apunta llamando la atención sobre la superposición de una clase (lección) y otra (social), sobre los efectos de una sobre la otra y, si queremos, sobre el propio mandato del intelectual orgánico.
El camino del medio
Frente a un modelo fuerte como el de Calderón, Rivero parecía tener dos opciones: seguir ambos textos -el escrito y el espectacular- como sendas partituras complementarias, y explorar el margen creativo que quedaba tras ese ejercicio; o elegir lo escrito y descartar lo espectacular, para desmenuzar y comerse las palabras hasta hacerlas propias. Pero en realidad tenía tres, y se decidió por la vía mixta. El profesor, interpretado por el actor Rogelio Gracia, descarta la clave hiperveloz chilena, pone freno a los fraseos flemáticos, flojos, emotivos y aviesos del texto, les imprime un ritmo calibrado a la medida rioplatense. Su representación intensifica grietas que la escritura sólo sugería, neutraliza parte de la seducción. Camila Vives, por su parte, es una alumna pausada al comienzo, casi neutra (y funciona porque se trata de la presentación de un tema por una estudiante de liceo), pero sus intervenciones hacia el final se vuelven abruptamente aceleradas, modelándose sobre una performance de cadencia calderoniana.
Este zigzag rítmico, sin embargo, no opaca el conjunto. Las dos actuaciones son verdaderos tours de force que encuentran resonancias en un uso preciso de las luces y la música, y, en especial, en la sutileza de la escenografía de Gustavo Petkoff que llama (quizá en la dirección polisémica del título) a la “perspectiva” como operación estética e intelectual. Un espectáculo sugestivo, que invita -y es un piropo- a diseccionarlo, conversarlo, criticarlo en la charla de bar, en una cena con amigos. Que saca del desgano y del silencio, y es, además, un auspicioso comienzo para esta muestra iberoamericana.