Brigada central surgió de una serie de notas que usted tomó a partir de lo que veía y oía en las comisarías. ¿Cómo surgió la posibilidad de guionarlo?

-Esas notas forman parte del carné de identidad del escritor o el periodista. El haber sido periodista en mi caso fue una ventaja, porque transité lugares que, de otra manera, no habría conocido. Y situaciones de hambre, de angustia, en las que realmente se ve la crisis del ser humano. Ante la falta de comida, y de futuro, ocurre el robo. Pero son sujetos que están viviendo los vaivenes de la crisis, de la política, son hombres sin futuro, orillados, seres humanos que no tienen ni siquiera opción de integrarse a los peores escalones sociales. Y yo quería gente en conflicto.

La condición de gitano del personaje Flores le determina un lugar marginal dentro de la policía, además del conflicto de identidad.

-A veces me han achacado eso. Todos viven un conflicto personal pero también un conflicto social. Porque los conflictos individuales son, o suelen ser, sociales y políticos. Fundamentalmente quise contar que cuando llegó la democracia burguesa -un adjetivo necesario- se creó una nueva policía, que tropezó y chocó con la antigua policía franquista. Y entonces llegó el conflicto. Pero eso no lo ha visto ningún crítico español, porque los críticos españoles detestan toda palabra vinculada con la política, y no hacen el menor caso de eso. Quería contar ese doble conflicto [de Flores]; por un lado como gitano y, por otro, cómo vive él ese papel que interpretan los policías, que tarde o temprano aparece: “Estoy reprimiendo”, “¿a quién estoy reprimiendo?”, “¿por qué?”. Él recibe muchos ataques y así comienza a tomar conciencia de eso (si eres feliz, tienes menos conciencia). Como gitano está siempre al borde, y también se enfrenta a sus compañeros.

La serie vivió varias censuras, incluso cuando se filmó, a fines de los 80...

-Primero fue serie y después la convertí en novelas. Me pidieron unos guiones sobre la policía y los escribí, y de hecho gocé muchísimo eso. Después no estuve de acuerdo con cómo se filmaban, y por eso dejé de ir a los rodajes. El problema es que modificaban los guiones. Pero más que nada no estaba de acuerdo porque, cuando se estaba rodando, llegó la Guardia Civil y suspendió la filmación. Por el informe del director general de la Policía -que luego fue condenado por malversación de fondos y corrupción- prohibieron rodarla. El productor y director pactó con la Policía, y durante todo el rodaje estuvo presente un inspector, que la iba modificando. Cambiaban los diálogos, cuando ellos eran incapaces de poder cambiar algo. Y por eso después aparecieron muchas frases como “Viva la policía”, “Estoy orgulloso de ser policía”, “Ser policía es lo mejor del mundo”. Se escapaba de cualquier control, y los compañeros actores me decían: “Pues te está cambiando los diálogos”. Nadie se ha puesto a llorar porque le han cambiado una coma. Pero yo me la juego siempre, porque lo único que tengo es mi firma. Es mi fuerza de trabajo, y por eso peleo para que se me respete eso. Si no, no lo hago.

En el prólogo a Días contados plantea que quiso contar esos años 80 desde abajo, desde el lugar de los explotados. ¿Cómo fue el proceso?

-Esto lo escribí en 1993; viví en el barrio Malasaña desde los 80, y he escrito mucho sobre él. Entiendo a la literatura como una producción literaria; yo produzco. No soy un medio de las editoriales, ni de los editores. Yo propongo la fuerza de trabajo. En cuanto al proceso de escritura, no quiero producir panfletos, sino que los lectores encuentren en el libro lo que ven en la vida real. Y que sean capaces de darse cuenta de que los personajes no son más que explotados, como ellos mismos. Y si es un panfleto, es un panfleto bien hecho. El proceso de explotación sigue siendo invisible. La gente se queja de lo que gana pero no tiene conciencia de la explotación, incluso está feliz. Somos esclavos buscando amos. Y como quiero contar lo que pasa, tengo que hacer, obligatoriamente, un discurso diferente al discurso social. Ahí conté de la gente que vivía en el barrio, donde no hay varias clases. Mis personajes son las dos chicas, que siendo prostitutas, son las más limpias. Y están explotadas por todos: por los hombres, por la sociedad, por el propio Antonio, que es un personaje que engaña, al que le gusta el éxito.

Él, que es fotógrafo, va tras el fin utilitario del éxito.

-Él las usa, y nosotros, los escritores, también. Llegamos a un lugar, descubrimos las contradicciones, y luego de escribir nos marchamos a nuestra casa.

También nos enteramos de que la mayoría de los personajes murieron al poco tiempo, lo cual ubica el retrato de ese mundo en un lugar fundamental.

-Elegí eso porque es muy significativo. En general se hablaba de la alegría [en la movida madrileña], de un mundo alegre y enloquecido y de la droga como valentía, cuando veías a los chicos muertos, tirados con la aguja todavía metida. ¿Eso era ser libre? Es acojonante. Y el mito sigue. El relato que no llega acá es el mío.

Es interesante la construcción de esos personajes al borde, que pueden llegar a decir “la voy a palmar enseguida, soy un yonqui de verdad”.

-Claro que hay conciencia algunas veces, pero ese es un personaje especial. Los demás viven en una especie de sueño, de limbo, como el caso de las dos muchachitas, Vanesa y Charo.

Hablando del relato de la movida, ¿cómo ve, por ejemplo, el que hizo Pedro Almodóvar en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) y La mala educación (2004)?

-En Días contados hay un personaje que es Almodóvar, aunque sale con otro nombre. En cuanto a sus películas sobre la movida, yo las detesto, porque hay un aspecto enmascarador, que no era necesario construir para que fueran buenas películas.

¿Frívolo?

-Son todos frívolos. Y lo siento mucho, porque no he nacido para arruinarle la fiesta a la gente. Muchos son mis amigos, y él también.

¿Cómo era el panorama español de la novela negra cuando comenzó a publicar?

-Utilicé a la novela negra como un pretexto para contar mis historias. Pero, deliberadamente, no quería pertenecer a ningún grupo. Simplemente quería ser escritor. De otro modo es imposible contarlo. Porque quiero hablar de un sustrato, que tiene que ver con un mundo durísimo de explotación inmisericorde, falta de dinero, hombres y mujeres al límite de su existencia. Es esta sociedad.

Enfatiza el carácter social y realista de la novela negra.

-Lo reivindico absolutamente. Pero yo soy de un país en el que el realismo no gusta. Para ellos no es arte, es periodismo. No estoy entre los selectos, porque algunos consideran que la realidad mancha al arte. Hay un grupo que es el que más defiende eso, como Félix de Azúa y Enrique Vila-Matas. Está bien, aunque lo veo como algo muy reaccionario y enmascarador.

En ese contexto, ¿cómo se posiciona hoy el género?

-Existe la novela negra tradicional. Yo tengo novelas policíacas pero es difícil encontrar un muerto. Nunca escribí una novela en la que haya que descubrir a un asesino, o que sea la búsqueda del asesino. Aunque sin duda se pueden hacer cosas buenas con eso, a mí me cuesta más trabajo. Es muy duro, porque ya se ha planteado la muerte de la historia, la desaparición de la lucha de clases. Entonces se ha puesto muy difícil. Esto se ha convertido en una militancia.