El Piriápolis de Película es un festival de cine de dimensiones relativamente modestas: tres días de actividad en dos salas de proyección. Sin embargo, puede ostentar varios logros significativos. Uno es la permanencia: la edición llevada a cabo del 12 al 14 de agosto fue la decimotercera. Otro es la densidad de la programación: unos 70 títulos (25 largos, 43 cortos o mediometrajes y algunos adelantos de lanzamientos inminentes). El sábado 13, por ejemplo, quien haya tenido la curiosidad y el aguante (yo los tuve) pudo asistir a una maratón de unas 11 horas de cine en poco más de 12 horas reloj. Se lamenta la ausencia de un mayor intervalo entre proyecciones, que permitiera salir al pasillo, intercambiar opiniones, quizá charlar con los realizadores que andaban por ahí deseosos de escuchar comentarios y disponibles para responder preguntas (entre ellos, esa eminencia del cine argentino que es Fernando Pino Solanas, el conocido director catalán Ventura Pons, los realizadores de animación uruguayos Walter Tournier y Lala Severi, la actriz argentina Soledad Silveyra y más de una decena de realizadores rioplatenses más jóvenes). Pero, claro, eso implicaría disminuir la oferta de títulos. El otro logro importante es una real presencia en la comunidad: la mayoría de las funciones tuvieron muy buen público, y varias se realizaron con la sala atiborrada de espectadores (algunos de pie). Asumo que esa cantidad de gente debe incluir residentes de Piriápolis y alrededores, turistas de otras partes de Uruguay y una considerable cantidad de argentinos que aprovecharon el fin de semana largo por el feriado del 15 de agosto, aparte de los invitados del propio festival.

En el Argentino Hotel se alojan todos los participantes y allí se ubican las dos salas adaptadas para cine (en ambos casos, con proyecciones luminosas, bien definidas y sonido límpido). Hubo unas pocas exhibiciones en otros espacios de Piriápolis y alrededores. La dirección artística fue, como siempre, responsabilidad de los críticos Jorge Jellinek y Gustavo Iribarne. La gran mayoría de los títulos exhibidos fueron argentinos, con buena cantidad de films uruguayos, y la programación se completó con algunos de otros países latinoamericanos y de Europa. La única sección competitiva se dedica a cortometrajes iberoamericanos, y los principales premios fueron otorgados a la brasileña El nombre del día, de Marcelo Quintella, y a la uruguaya Mejores amigas, de Martín de Benedetti, producida por la Escuela de Cine del Uruguay.

Algunas películas fueron especialmente destacadas por la difusión y reservadas para horarios centrales. La argentina La larga noche de Francisco Sanctis ganó el premio principal del último Bafici, se ubica en los primeros años de la última dictadura argentina, y asume mucho del sabor del cine político europeo (sobre todo italiano) de la misma época en que transcurre la acción (uno se puede imaginar fácilmente al personaje principal interpretado por Gian Maria Volontè). Francisco se encuentra, en forma inesperada, con una vieja conocida que le encarga la misión de advertir a dos militantes de izquierda que, según ella dice saber, serán buscados esta noche en su casa por las fuerzas dictatoriales. Francisco participó en la militancia estudiantil de izquierda, pero no siguió por ese camino. La “misión” plantea un dilema entre su conciencia y su seguridad (o entre la conciencia social y la conciencia con respecto a la integridad de su familia). La acción de tipo thriller político inherente al planteo está diluida en un film que es sobre todo interior, de climas y sutil paranoia. Andrea Testa y Francisco Márquez, realizadores primerizos, muestran una seguridad, una madurez y una inventiva a las que se aproximan muy pocos veteranos.

El legado estratégico de Juan Perón es el nuevo documental de Solanas. Está centrado en la tremenda entrevista que él y Octavio Getino le hicieron a Perón en los últimos años de su exilio. En voz over, el director teje comentarios que estructuran (y direccionan) muchos fragmentos de aquel diálogo. Con el refuerzo de imágenes de archivo, resume la trayectoria del entrevistado y condensa una visión de su ideario. Los dichos y hechos de Perón, presentados en esa forma persuasiva, convencen a cualquiera de que merece atención, más allá de las tomas de partido viscerales que suele suscitar a favor o en contra. Solanas omite o minimiza contradicciones, y en esa operación de endiosamiento desdeña todas las manifestaciones posteriores del peronismo (incluso con una muy injusta igualación de Carlos Menem y los Kirchner). Termina emergiendo el propio Solanas como la única voz que aprecia “correctamente” a Perón, y la puesta en escena, que muchas veces superpone o yuxtapone imágenes de ambos, enfatiza eso. Solanas aparece constantemente cercado por un grupo de estudiantes de cine al que imparte enseñanzas. Ninguno de esos muchachos emite una sola palabra: se limitan a escucharlo con reverencia mientras él les explica, por ejemplo, que Perón se destacó por otorgar un lugar importante a los jóvenes. Hay también imágenes de Solanas caminando melancólico por la quinta, mientras suena la música más cursi imaginable (un piano melaza alternado con milongueos y bandoneón).

Un amor entre dos mundos (Upside Down) es una producción francocanadiense dirigida por el hijo de Fernando Solanas, que obviamente se llama Juan. Costó 60 millones de dólares y pretendió ser un blockbuster. La acción se ubica en un mundo imaginario dividido en dos partes, una opulenta y la otra pobre (con fuerzas de gravedad contrapuestas, de modo que el arriba de una es el abajo de la otra), vinculadas por una corporación poderosa que les saca petróleo a los pobres y luego les vende energía carísima. Los capitalistas, por supuesto, están en contra del amor, y por eso asignan todo un batallón militar para reprimir el vínculo entre el muchacho pobre (Jim Sturgess) y la muchacha rica (Kirsten Dunst), e incluso hacen desaparecer a la tía de él (la secuestran en un Falcon verde, ¿entendieron la guiñada?). Juan Solanas filma a lo grande, pero no olvidó a la barra callejera, homenajeada con algunos bailes de tango para turistas.

La cultura popular argentina es la savia de Hijos nuestros, de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, que se pudo ver en marzo en el Festival de Cinemateca. Tiene algo de comedia romántica, algo de comedia absurda y algo de drama. Cuenta la amistad entre un chofer de taxi y un adolescente, acercados en el fanatismo por el fútbol. El gurí sueña con ser jugador, y el veterano es un ex futbolista cuya carrera se cortó por una lesión grave. El adolescente vive solo con su madre, new age y ajena al espíritu deportivo, y el chofer asume como figura paterna, proyectando en el chiquilín sus expectativas frustradas. Hay además una línea amorosa entre el chofer y la madre. Que el personaje sea taxista sirve de pretexto para breves secuencias de montaje de sectores de Buenos Aires, y el film trasunta un amor profundamente vivenciado por esos paisajes y esa cultura. Creo que no hubo función en el festival más masivamente aplaudida, y ni que hablar de unas cuantas carcajadas. La actuación de Carlos Portaluppi como el chofer es una maravilla, y Valentín Greco -cosa rara en el cine latinoamericano- es un niño totalmente a la altura del papel que le toca.

¿Dónde estás, Negro?, de Alejandro Maly, es un insólito documental sobre ventrílocuos argentinos. Por momentos es gracioso, o patéticamente grotesco, o conmovedor, o absurdo. Nos acercamos a la dinámica particular de ese oficio, en el que la mente del ventrílocuo se acomoda a la expresión dual y termina dependiendo de ella, generando en algunos casos un amor intenso por los muñecos-personajes. Imposible imaginar que un asunto tan delimitado desemboque en reflexiones relevantes sobre lo humano, con momentos muy emotivos.

Libres en el sonido, de Ricardo Casas, es un documental sobre la compositora argentino-uruguaya Graciela Paraskevaídis, una de las figuras más destacadas de la música nueva (música erudita de vanguardia) rioplatense. Incluye fragmentos filmados en vivo de algunas de sus obras y testimonios de Paraskevaídis y de otros importantes exponentes de su línea (latinoamericanista y politizada). Es curioso considerar que Casas eligió este asunto para la película que sigue a su documental sobre el padre de Gardel: pasó del músico más popular del Río de la Plata a una de las manifestaciones musicales menos populares. El film tiene el mérito ético y cultural de registrar en forma ágil y compenetrada aspectos de una corriente importante que no es muy conocida, y sólo se echa de menos que indagara en los porqués de esa estética, como guía de apreciación.

El homenaje a Tournier y Severi incluyó la exhibición de los tres cortos que emprendieron el año pasado y este, magistralmente realizados, y una exposición con los muñecos que sirvieron de base a la animación stop motion. Es especialmente poético Soberano papeleo, en el que una hoja en blanco conduce un movimiento liberador entre una masa de documentos burocráticos.

Por primera vez, Piriápolis de Película incluyó una muestra del festival itinerante Al Este del Plata, versión rioplatense de los festivales “Al Este de...” realizados en otras partes del mundo y dedicados al cine autoral independiente de Europa oriental. Pude ver el multipremiado film checo La puerta de salida (Cesta ven), de Petr Václav, y el eslovaco Koza, de Ivan Ostrochovský. Ambos tienen un carácter realista y enfocan a gitanos que viven situaciones de apremio económico, explotación y discriminación étnica.

Cada una de las tres jornadas se cerró con la función trasnochera del ciclo Fantapiria, curado por Alejandro Yamgotchian y dedicado al cine “de género” rioplatense, en este caso sobre todo producciones independientes argentinas de terror, fantásticas o policiales. De las que vi, es especialmente interesante El eslabón podrido, de Javier Diment, que al principio parece ser la observación -en clave sutil de realismo fantástico- de un pueblito del interior argentino. El cumplimiento de una profecía causa un accidente letal y desencadena en uno de los personajes un proceso que llevará, en la última media hora, a una carnicería. Era muy curiosa la sensación de salir de las funciones de Fantapiria y recorrer los extensos y yermos pasillos del hotel rumbo a la habitación temiendo a cada vuelta de esquina toparse con dos niñas gemelas tomadas de la mano y con vestiditos azules. Los muchos fantasmas que deben impregnar esa construcción casi centenaria tuvieron a bien dejar transcurrir el festival en paz.