Ocho años después de Salvatierra (2008), Mairal volvió a la novela con La uruguaya (que presenta hoy a las 21.00 en Escaramuza -Pablo de María 1185-), un relato fundamentalmente contemporáneo: en un escenario en el que la virtualidad se enfrenta con el presente, Lucas Pereyra es un escritor modesto que viaja a Montevideo a buscar dinero, en la época del dólar blue. Allí se encontrará con Magalí Guerra Zabala, una joven uruguaya de la que se enamoró, al pasar, en un encuentro literario. Pero no es una novela sobre la infidelidad o la crisis de pareja, sino sobre alguien viviendo esa verdadera inquietud de quien comprende que no sólo ha perdido el rumbo, sino también a sí mismo. Con sus habituales dosis de humor y las referencias de un mundo que se impone, Lucas Pereyra revela un Montevideo que hemos olvidado de tanto verlo. En definitiva, como dice uno de sus cuentos, todo termina en la vida, “ese juego tan raro que practican los demás”.
¿La literatura sigue siendo la venganza de los losers?
-Es un poco fuerte, pero sí. La literatura te da revancha. Vivís torpemente, algo te salió mal, y después escribís lo que no se te ocurrió contestar en el momento. Los franceses lo llaman el pensamiento de la escalera. Te estás yendo y decís “¿cómo no contesté tal cosa?”. La literatura te da esa posibilidad. La palabra loser es fuerte, pero es una manera, un poco con delay, de estar en el mundo de la literatura. Al personaje de La uruguaya le sucede eso. Va a los tumbos por ese día, no sabe qué le pasó, y después trata de entenderlo. La novela es su búsqueda, explorando en Google las calles, los mapas, buscando en Youtube imágenes de la ciudad. Con delay, trata de entender qué le sucedió. La literatura es un desplazamiento temporal.
Ese travelling frenético de Lucas por Montevideo traza una agenda básica: referencias a Juan Carlos Onetti, a las figuras incluidas en los billetes, a nombres de bares y comercios. ¿Esto se corresponde con el ejercicio narrativo de ir construyendo lo uruguayo para los argentinos, como un mundo propio pero desplazado y fuera de foco?
-Sí, como un espacio onírico, donde reconocés cosas como propias y, a la vez, no lo son. Te movés en un lugar de familiaridad y extrañamiento. De golpe parece Buenos Aires, pero no es. Hay marcas que también se dan en el lenguaje; de golpe dicen “bizcocho” en vez de “factura”. Son universos paralelos, alternativos. ¿Por qué dicen “cerquillo” en vez de “flequillo”? Todo ese desplazamiento es un corrimiento mínimo. Como si te movieras en el diccionario de sinónimos apenas un espacio. Y me interesaba meter a Lucas en ese universo alternativo. Los porteños cruzamos a Uruguay como si fuera parte del país, y en general venimos de vacaciones; eso nos predispone de otro modo, lo vemos con cierta ingenuidad. Y, de golpe, el personaje encuentra un lado áspero. Sabía que cuanto más idealizado fuera el personaje de la chica, y más idealizado estuviera Montevideo, más difícil sería el choque con la realidad. Es un intento de demostrar cómo funciona Uruguay en el imaginario de un argentino, y esa idea de “la uruguaya”. Recién cuando venía en Buquebus pensaba en el nombre del Río de la Plata: como si fuera el río de la teca. De entrada, está ese río entre los países, vinculado con lo económico, y funciona como una especie de conversor. Quería que Lucas estuviera en esa dimensión. Claramente, él no sabe lo que está haciendo, y creo que desde el comienzo se percibe que está cargado de vulnerabilidad.
Después replica el ejercicio en el Buenos Aires de la vuelta, pero ya con una desazón que le genera nuevas percepciones de las calles, los lugares compartidos, los bares.
-Buenos Aires aparece como un espacio poblado de referencias personales vividas. En cambio, Montevideo aparece repleta de referencias vinculadas con el enamoramiento. “Estas son las calles que vi en un video que me mandó Guerra”, “podría ser el bar en el que Cabrera y Rada cantan ‘Te abracé en la noche’”, “me suena de Tiranos temblad”... todo está rodeado de una comunicación virtual, y por eso es una Montevideo más imaginaria que real. En Buenos Aires elegí Avenida Córdoba, que de noche es desoladora, porque más que nada es una calle comercial. Y de Buquebus salís justamente ahí. Si volvés caminando seguís ese recorrido, que se vuelve peor cruzando la 9 de Julio. En ese trayecto las referencias son personales: se acuerda de que en tal lugar estuvo con tal chica, y en tal otro laburó. Es una Buenas Aires desmantelada por su frustración. La “realidad” -que, como dice [Vladimir] Nabokov, siempre debe estar entre comillas- son excusas disparadoras de lo que él quiere decir. Escucha a un evangelista hablar de la infidelidad y él se pregunta por qué justo vive eso. Pero la verdad es que la realidad es un poco así. Uno lo que ve no es la realidad, sino un recorte. Y el personaje vive una serie de vía crucis.
Una vez dijiste que a todos nos falta más fuego, más incendios que nos suelten. ¿En eso se convierte Guerra para Lucas?
-Tenés razón. Por algo ella se llama Guerra. Es una guerra a la situación de Lucas, mientras él intenta sostener algo que ya no soporta más, asfixiado por la pareja y la monogamia. Además de la saturación urbana. Y Guerra surge como un catalizador, un gran incendio, una gran implosión. Pone en pie de guerra a esa pareja que ya está totalmente desgastada, pero como un modelo, incluso, que no sólo está gastado para él, sino gastada en general. Se acerca a un cambio de paradigma.
Dialoga mucho con uno de tus cuentos, “Hoy temprano”.
-Claramente hay una relación de tipos separados, y de movimiento. Y se cuenta la vida entera en un trayecto. Eso indudablemente está, y es una estructura que me gusta mucho seguir, porque además de la condensación, la vida es así. Si vos realmente pudieras contar todo lo que sucede en un día, el nivel de asociaciones sería infinito.
Lucas es muy consciente de la clase a la que pertenece. Esto parece ser parte de su derrotero, al que se suman la crisis de pareja y el terror que le genera la paternidad.
-Sí, lo maltrato mucho. Me interesaba que el golpe transformador no sólo fuera económico. Que viviera de la ficción de la guita que, como le dice el personaje de Enzo [que recuerda a Elvio Gandolfo], era una guita que no existía, que no iba a traer soluciones. Lo de su mujer es un sopapo porque no se lo veía venir. Eso es otra cosa que lo sacude, y ante la cual él intenta una reacción vital. Creo que los que hoy tienen 20 años van a vivir los modelos de familia, y de cómo criar hijos, de una manera distinta al modelo tradicional, del padre y la madre con el nene y la nena. Con el matrimonio igualitario, con el ser padre o madre soltera, se dan modelos muy distintos a los que veníamos arrastrando desde hace tiempo. El personaje también choca contra esto. En esa suerte de larga carta cerebral que es el libro, él le propone a ella ensamblar esos modelos. Pero claro, sucede en el último capítulo. Y se precipita.
Tiene imágenes muy logradas, como la del “enano borracho que llora”. En general, lo desacralizado no alcanza a la paternidad.
-Porque hablar mal de la paternidad o la maternidad se percibe como algo muy desagradecido. Es difícil animarse a decir lo infernal o lo pesado que puede ser por momentos. Es verdad que es algo muy fuerte lo que te pasa cuando tenés un hijo. Es un sacudón que alcanza también al personaje: pierde su libertad, tiene que ocuparse de otro, y de golpe el hijo lo corre de su juventud.
Pero al final es ese “haiku de persona” el que demuestra más adaptación, e incluso termina rescatando al padre.
-Exacto, y es el único que entiende lo que pasó. Cuando una vecina le dice “¿viniste a visitar a tu padre?”, y él le dice: “No, no lo vengo a visitar. Vivo también con él”. Se da mucho que los hijos comprendan mejor los desequilibrios de los padres, más que estos. Sí, muestro lo infernal que puede volverse que vomiten a las cuatro de la mañana, y todo el caos, pero, a la vez, son salvadores. De hecho, la música -de cuando él le compra el ukelele al hijo- también lo rescata.
Recorrés un cancionero variado que acompasa el ritmo, y hasta te arriesgaste con “Joya y Spencer”.
-De algunas charlas, me había quedando dando vueltas el Peñarol de los negros. Empecé a leer sobre [Juan] Joya y [Alberto] Spencer, vi un documental sobre los dos, ¡y después encontré la canción de [Ruben] Rada!: [canta] “Joya y Spencer van de la mano...”. Y dije “guau, esto hay que usarlo, y en un momento lo van a bailar”. Creo que en el libro hay muchas más referencias musicales que literarias. Después aparece Valizas, en donde están cantando “A redoblar”, mezclado con Radiohead. Esos son los fogones. Y también aparece [Alfredo] Zitarrosa, pero remixado por unas chicas que tienen una banda, Las Zita Rosas. [Fernando] Cabrera, con “Dulzura distante”, que se repite en el libro. Lo pensé mucho a través de canciones. Tenía que incluir toda esa textura del Peñarol de los negros, de los años 60; la revista Estrellas Deportivas...
Decís que hay menos referencias literarias. Hace mucho planteaste que tu generación no pudo matar a sus padres literarios porque ya los había matado o silenciado la dictadura, y en La uruguaya Borges se vuelve un nombre bastante recurrente.
-Bioy, Cortázar, Borges, son abuelos que iluminan con su inteligencia, y no provocan conflictos. Las figuras paternas -que pueden haber sido [Antonio] Di Benedetto, [Rodolfo] Walsh- habían desaparecido cuando yo los tendría que haber leído. Literariamente me crié con la generación anterior. Después yo recibo a esa generación borrada por medio de mis contemporáneos. Por ellos entro a leer esos autores. Y también por la facultad. Esa lectura de los autores que mataron es como una cicatrización, un intento de unir la grieta. Entonces, aparece una formación medio clásica, si querés, y de ahí provienen mi trabajo con el lenguaje, los sonetos -un poco anacrónico-, y una búsqueda personal de esa cualidad, desde la época en la que estoy. Con aquellas herramientas, ¿cómo hago para escribir esto que sucede ahora? Siempre vivo eso, una tensión entre la actualidad, lo berreta y lo cotidiano, frente a lo clásico y la “alta literatura”. La resultante entre esas dos fuerzas es el estilo, y esto es lo que les sucede a todos. Pero no es algo fijo, sino que se va poniendo en juego libro a libro.
En 2009 viniste a La Propia Cartonera a presentar Pornosonetos. Ahí escuchaste una revelación de un gran personaje de la noche: “Una vez, yo estuve muerto por diez días”. ¿Así te conquistamos?
-Eso fue realismo mágico absoluto. ¡Qué campeón ese tipo! “Una vez, yo estuve muerto por diez días”, y era una conversación totalmente real. Esa fue la noche en la que apareció “Sobredosis de amor” repetida en la rocola. En la novela aparece en Valizas. Y Nuevo París [donde estaba el local de La Cartonera] es el barrio en el que vive Guerra. No se sabe si ella es una cheta de Pocitos que tiene un novio lumpen, si se hace la arrabalera, o si es una mina más bien lumpen que de golpe tiene unas gafas muy buenas. Y la gente es así. Por eso me gustaba la hibridez. Y además, desde su mirada tampoco es muy comprensible, incluso si ella hubiera sido muy estereotipada.
Yendo por otro lado, en un momento del libro Salvatierra dice que hagan lo que quieran con su obra, que él ya disfrutó haciéndola. ¿Coincidís con eso?
-Coincido mucho con eso. Por supuesto que, a diferencia de Salvatierra, que pinta pero nunca lo muestra, a mí me interesa salir a la luz con los libros. Pero sí es cierto que disfruto mucho del proceso de escritura, y por eso en cada libro intento ir por caminos distintos, sin repetir fórmulas. Cada libro es una búsqueda de escritura, por eso surgen una novela escrita en sonetos o un libro de columnas, poesía, cuento. Lo que sucede después con eso es todo yapa. Y Salvatierra es esa idea llevada al extremo. Es un “hagan lo que quieran, yo disfruté pintando”. Para mí cada cosa que escribo es muy importante. Claramente me salva. Me libera de la destrucción total.