En 1995 comenzó a trabajar como periodista deportivo cubriendo boxeo. Entre tantos uppercuts y crosses a la mandíbula, un día le ofrecieron un caso en la sección policial sin que nadie sospechara lo que se vendría. Palacios reconoce que hay algo muy próximo entre las policiales y el boxeo: son ambientes pesados, marginales, de tristeza, soledad y decadencia. “Un día me tocó un caso policial -dice-, y de eso no se vuelve. Me acuerdo de que arranqué por todos los lugares comunes: ‘El día que la iban a matar, Susana compró el pan...’. Porque era eso o escribir lo mismo de siempre, como ‘en la víspera’, ‘en la ciudad mataron’, ‘el occiso’, ‘nosocomio’ o ‘se barajan todas las hipótesis’, cuando eso es mentira, porque todas las hipótesis incluirían un suicidio, y eso en un homicidio está descartado. Lugares comunes en los que hemos caído todos los periodistas policiales”.
Has entrevistado a [Ricardo] Barreda, Robledo Puch, Yiya Murano, La Cuca. ¿Qué fue lo que más te atrajo de sus historias?
-Por momentos me sucede algo raro. Obviamente que en el caso de Robledo lo primero que me impactaba era ver la belleza de esas fotos casi místicas. Era como esa cuestión de ángel asexuado. Uno de los peritos que lo examinó, Osvaldo Raffo, decía que con ese lunar y esa cara se parecía a Marilyn Monroe. [Jean] Genet, en El diario de un ladrón, decía que el asesino llega a un momento de esplendor máximo, en el que su obra está muy arriba, y esto pasa en todos los aspectos. En Robledo se da el día en que lo detienen; era como si su obra terminara. Por eso son tan impactantes las dos o tres fotos que hay de ese momento, que parecen casi de una película de los años 50 o 60. Primero me impactó esta cuestión de la belleza, que rompía todo tipo de teorías obvias de que el asesino debía ser alguien de clase baja y feo. Además tocaba el piano, hablaba alemán e inglés y se destacaba sobre el resto. Sin embargo, es como si hubiera elegido ese camino. O, como dice [Enrique] Symns, hay algunas almas en las que el asesinato se instala antes de que se cometa. Quizá en Robledo fue eso. Después me fue impactando lo que se hizo en cada caso. Pero lo que más me llamó la atención y me fascinó fue descubrir algo que parecía imposible, y era que ellos podían llegar a emocionarse con una película, con una mascota. Barreda demostró una sensibilidad por el cine y también por dos cotorras a las que cuidaba todos los días, cuando había matado a toda su familia. Esos claroscuros son lo que me interesa. Nadie es monolíticamente malo ni monolíticamente bueno. Eso que dice Leila Guerriero, de que siempre se cree que el malo está todo el tiempo ejerciendo el mal y que el bueno está todo el tiempo haciendo el bien. Hay un momento en que se relajan, se pueden emocionar, pasan por la calesita de su barrio y se conmueven. En Puccio fue muy difícil encontrar ese costado de humanidad. Quizá fuera su buen sentido del humor y los chistes que hacía.
¿Y Robledo?
-De Robledo hasta los peritos contratados por su familia decían que era incapaz de derramar una lágrima, despiadado y perverso. Sin embargo, un día él me habló de su infancia, recordó cuando su padre le enseñó a remontar un barrilete, y lloró como un niño. Para mí ese momento fue bastante revelador, porque era mostrarme una esencia desconocida. Yo había pensado encontrarme con un monstruo enjaulado, porque incluso había disparado a la cuna de un bebé, había matado mujeres, había disparado a hombres mientras dormían o por la espalda. Y había dicho que cuando saliera de la cárcel iba a matar a todos. O Yiya Murano haciendo un dibujo de niña. Creo que cada uno mostró un costado bastante desconocido. Eso es lo que me interesa, más que la manera en que cometieron crímenes.
Vos los descubrís perturbados, a veces insensibles y delirantes, pero siempre derrotados. En definitiva, hablamos de su costado humano.
-Sí, es así. Están todos derrotados. Siempre me preguntan si tengo miedo, y la verdad es que sería tener miedo de un fantasma. Porque ellos son cáscaras de sí mismos, son grotescos. Son pobres caricaturas de sí mismos: Yiya Murano mendigando una taza de café con leche, cuando en su época tuvo el dinero que les sacaba a sus víctimas envenenadas; Puccio pidiendo 50 pesos para comprar un remedio, cuando en su época fue agregado diplomático y vivía en un caserón con platería en San Isidro, y terminó en un cuarto de una pensión que era más chico que el sótano en el que tenía a sus víctimas. Robledo Puch perdiendo todo, ya sin ropa, pidiendo un libro para leer. No creo que lo mío sea compasión, sino mostrar que el asesino no sólo mata a la víctima, sino también a sí mismo. También es su propia víctima.
Siguiendo con aquello de Robledo, el robo al banco Río no tuvo como móvil la violencia. Esto, y que el perfil de los tipos no se corresponda con el de marginales y adictos, la vuelve una banda atípica en la historia criminal.
-Está bueno eso porque, volviendo al clan Puccio y a Robledo, el móvil tampoco fue el dinero. Era mucho más que eso. Robledo robaba y gastaba. Había algo más poderoso que se apoderaba de él, como si fuera un juego, su propio cuento de hadas. Hay una película que en su momento me recomendó Luis Ortega porque muestra a una pareja de jóvenes que cometen todo tipo de delitos y lo viven como un juego; tienen su propia moral. La verdad es que no lo hacen por la plata. Lo mismo Puccio; si bien pedía millones, creo que su goce era otro. Era el poder sobre la víctima, el hecho de definir sobre la vida de alguien. Más poder que eso, que ser el dios o el diablo de una persona... A su vez, el delito es un tónico para el que lo comete. He visto ladrones antes de cometer un robo, y al volver tienen otra postura, están más erguidos. Justamente, el líder [del robo al banco Río], Fernando Araújo, crea una especie de manifiesto de la banda sobre eso de que no tiene que haber violencia. Basado en un robo en Niza, creo que en 1974, en el que un francés robó un banco y cuando se fue dejó una nota que decía “sin armas ni violencia”. Esa es una frase oriental. Ellos usaron armas de juguete, cuando en la banda había dos o tres que habían usado armas toda su vida, que habían estado en la superbanda [a mediados de los 80], y fue difícil convencerlos. Porque también decían: “Bueno, no usamos armas, pero ¿qué pasa si la policía nos planta otras?, ¿qué pasa si entra la policía y nos para? Igual entraron con ese convencimiento. Se podría decir que sí hubo violencia psicológica, pero fue toda una gran actuación, que incluso lograron cerrar como si fuera el remate de una historia: hay 300 policías que rodean el banco, francotiradores, todo el país pendiente de la transmisión, y cuando la policía entra no hay nadie. Y no sólo no están, sino que además dejaron una nota que decía: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”. Hasta se dieron el lujo de ese detalle, de haber tirado pelo en la escena del crimen, de haber usado disfraces.
Y lo de Mario Vitette.
-Sin Vitette el golpe no habría sido igual. Él fue actor de su propio robo, porque lo de Vitette fue una actuación. Es polémico lo que digo, pero Vitette, más que un robo, hizo una performance artística. Esto habla bien del jefe del grupo [especial de policía] Halcón, porque, según Vitette, él era el mejor. Había estado en más de 300 tomas de rehenes y los había liberado. Además de que tenía diplomaturas en España. En aquel momento se dijo: “Burlaron a la policía, qué tontos [los policías]”. Y la verdad es que ahí estaban los mejores y ellos los pudieron burlar. La verdad es que el golpe fue perfecto. Araújo hablaba del factor común: “Si borracho cuento todo lo que hice” o “me confundo y empiezo a comprar un montón de propiedades o autos” y despierto sospechas. O una mujer a la que se traiciona y termina delatando. Como dicen los franceses, “busquen a la mujer”, porque es la que puede conocer todos los secretos. Y esta mujer [Margarita di Tullio, pareja de uno de los asaltantes] era alguien difícil, que se sintió traicionada y terminó delatando a casi toda la banda -menos a dos, que nunca cayeron y nunca van a caer-. Pero también le dio ese cierre perfecto, y es lo que la termina humanizando, porque al robo le faltaba ese tipo de pasiones de desengaño amoroso. Araújo les decía que no estuvieran con mujeres porque podían delatarlos, pero eso le falló.
En tus libros los describís en su intimidad, y en ningún momento emitís un juicio. ¿Esto fue algo que tuviste claro desde el principio?
-Creo que se fue dando. En algún momento, cuando escribo, también sé que lo van a leer ellos y los familiares. Hay un equilibrio, pero a veces se rompe. Porque uno cuando escribe se entrega, pero también se tiene que cuidar. En un momento tengo que vivir una escena en la que Puccio cuenta que estaba seduciendo a una nena de 14 años, a la que le daba plata, y le había comprado un pulovercito que mostraba. Y la verdad es que yo, en la primera versión de la crónica, puse que me daba asco. Después lo quité por consejo de otro periodista, y tomó más fuerza. Me di cuenta de que al contar esa escena tal cual ocurrió también lo estaba juzgando y lo estaba mostrando. Mostrar, a veces, es una manera de juzgar. Pero artísticamente, o narrativamente, juzgar es lo peor que se puede hacer. O ponerse en un lugar moral de “esto está mal” o “esto está bien”. No sé si fue natural, pero creo que aun en el libro de Robledo, que fue el primero, no hay un juzgamiento. En toda la historia de las notas sobre Robledo, nadie lo humanizó como en ese libro. Hubo personas que lo leyeron y dijeron: “Me dio lástima Robledo”, que era algo impensado. Lo importante es escuchar, porque todos estos seres quieren ser escuchados, por necesidad, por catarsis o por ego, y que su historia aparezca en primera plana como si fueran artistas...
Aunque después te sorprendan con visitas imprevistas, como Yiya.
-Es que Yiya es sorpresiva. Cuando trabajaba en el diario Perfil escribí sobre ella. Estaba en la redacción y me avisaron que me buscaba Mercedes, y en ese momento Mercedes se llamaba mi novia. Pero era Yiya [que se llama María de las Mercedes], estaba abajo y quería que la entrevistara. Y cayó con una especie de sobre diciendo: “Si vieras lo que tengo acá... Tengo toda la verdad, pero tenés que poner plata”. Y era mentira, ahí seguramente tendría análisis clínicos. Me dijo: “Vine acá por la nota que escribiste. Tengo más cosas para otra, pero como ahora vivo en Mar del Plata, pagame el taxi y la hacemos allá”. Le respondí que de ninguna manera, que no tenía plata. Y era mentira, ella vivía en La Boca. Jugaba al misterio todo el tiempo, y parecía que ya tenía experiencia en eso; me decía: “No te puedo decir dónde vivo ni con quién”. Y no sólo eran visitas sorpresivas, sino también encuentros casuales. Un día iba al médico y estaba Yiya regalando bombones a los médicos. Otra vez, también estando en el diario, me dicen: “Te busca tu abuela”. Les dije que era imposible, porque mi abuela había muerto hacía años, me doy vuelta y aparece Yiya cruzando la redacción para agarrarme del brazo. Era perversamente adorable. Tenía esa falsedad que a uno le causa gracia. Como un personaje de [Antonio] Gasalla o de [Ricardo] Espalter. Otro día me la crucé en Palermo cuando estaba firmándoles autógrafos a jóvenes porque había estado en el programa de [Roberto] Pettinato y había hablado de rock. Era un delirio.
¿Escenas de evasión?
-Ellos, por momentos, se olvidan de que han matado, por más que sea una condena que se lleva de por vida. Yiya era increíble. Decía: “Yo traicioné a mi hermana porque me acosté con mi cuñado”, y lloraba sin lágrimas. No hace falta que uno exagere al describirlos. Como en la escena en la que Barreda me chista para que no interrumpa a las cotorras. El Gordo Valor -líder de la superbanda- organizó un festival para el Día del Niño en el penal y me pidió que contratara a unos payasos. Yo los llevé porque pensé que hacía algo bueno por esos niños, y además tenía una historia para contar. En un momento se organizaron unas rifas, y los payasos eran los encargados de sacar los números, pero cuando los decían levantaban la mano siete niños. Alguien había falsificado los números. Estábamos con niños llorando, tipos casi agarrándose a trompadas, el Gordo Valor retando a los compañeros. No sabíamos cómo íbamos a salir, y los payasos me querían matar. Era totalmente absurdo. Uno siempre se enfrenta a situaciones así. Robledo diciendo que quiere que yo sea su manager, al estilo de [Guillermo] Cóppola con [Diego] Maradona, y que cuando nos den el Oscar por la película [Palacios está rodando una sobre Robledo, junto a Luis Ortega] él va a pedir autorización y va a viajar vestido con smoking. Esto los muestra no sólo como delirantes, sino también como soñadores. Al margen de que muchos de ellos sean perversos, a veces se animan a soñar más que nosotros.
¿Qué sensación te queda de aquel primer encuentro con Puccio en La Pampa?
-Me viene siempre a la mente, además de que ahora Puccio es omnipresente. Tanto, que cuando lo nombro mi hija dice: “mala palabra”. Si bien cuando llegué a él ya estaba bastante acostumbrado a estar con esta clase de seres, era como si después de entrevistar a Maradona entrevistara al [Lionel] Messi del crimen. Pero era terrible, porque además Puccio era así [señala una altura bajísima] y rechoncho, pero sin embargo él decía que era más fuerte que todos, que hacía gimnasia, que no le hacía falta tomar Viagra, que leía todos los libros, que iba a vivir 130 años. Era como esas películas en las que baja un demonio, pero un demonio grotesco, disfrazado de bufón. Puccio era un poco eso. La sensación fue de extrañeza. Es como si fuese una droga. Y no estoy exagerando, porque le ha pasado a otra gente. De Robledo Puch, por ejemplo, me hablaron dos personas. Una fue Osvaldo Raffo, un perito muy experto que lo examinó 27 veces. Él decía que después iba al cine con la mujer y no podía concentrarse en la película, que le pasaban cosas extrañas. Había como un halo, algo viscoso que lo rodeaba. Me dijo que tuviera cuidado con eso. Después, Jorge Fernández Díaz, un gran periodista argentino, vio una vez a Robledo y le pasó lo mismo. Lo que me pasó a mí fue extraño, lo cuento en el libro: cuando estaba con Robledo, él me miraba fijo, con ojos penetrantes. Y no son ojos bellos, sino los de ahora, que son gélidos. Cuando a mí se me caía algo y me agachaba, él me seguía mirando fijo. Me daba vuelta y me seguía mirando fijo. Me alejaba 50 metros y me seguía mirando fijo. Y no estoy exagerando. Me pasaba que en algunos momentos me mareaba y sentía ese malestar previo a la náusea. Yo lo atribuía al cansancio de los viajes y a que casi no dormía. Pero al escuchar a Raffo y a Fernández Díaz, con eso de que “el loco te contaminó, te intoxicó”, por esa cosa que está en el aire y que es difícil de explicar, lo entendí. Creo que ahí hay algo, tal vez creado por uno, o tal vez exhalado por él. Symns habla del aroma o el halo que exudan los asesinos. Creo que tiene que ver con eso. Y la verdad es que había que estar en ese momento. Pero me pasó con Robledo y un poco con Puccio.
Te contaminan tus personajes.
-Mucho. Una manera de no contaminarse tanto es hablar de cualquier cosa banal, si hay un desfile de moda, verlo con ellos. Si bien Robledo no fue el primer asesino que entrevisté, me intoxicó en demasía. Fue un año en el que lo tenía siempre en la cabeza. Me mandaba cartas, y si me decía que había leído tal libro, yo lo leía, si había visto tal película, yo la veía para ver qué había interpretado él. Yo vivía en San Telmo y escribía casi en penumbras. Miraba películas y libros de psicópatas y asesinos. Entré en una especie de telaraña de la que era muy difícil salir. Tiene que ver con eso de que es muy difícil penetrar oscuridades ajenas sin salir oscurecido, además de ver la propia oscuridad de uno. Cuando escribí el libro y tuve que viajar a Europa, a la vuelta pensé que el avión se iba a caer, tenía pesadillas y ataques de pánico, porque sentía un vacío impresionante. Hice tratamiento y de esa me curé.
¿Y ahora? ¿Cómo manejás la distancia para penetrar esa oscuridad?
-Para mí es imposible. No puedo escribir con distancia, necesito experimentar. Uno puede escribir del mar a 100 metros, pero prefiero estar ahí hablando con la gente que se metió. Es una cuestión que no tiene nada que ver con el sacrificio y la entrega, pero a mí me resulta mejor. Verlos varios días y también fuera de su hábitat, caminando por la calle, y así intentar ver las cosas de su lado, no lo que se suele ver como periodista. Pero eso no es gratuito. Es meterse en un laberinto del que no se sale ileso. Por momentos, se llega a estar muy cansado. También sé que ya, en poco tiempo, voy a dejar de escribir de esto, porque está el riesgo de la repetición. Hay algo llamativo que me favorece, y es que cada asesino o ladrón ayuda a que no me repita, porque son historias muy distintas, es como si fueran huellas dactilares. Aunque a veces el no-método puede ser el mismo. También escribí perfiles de rockeros, de cantantes, notas de sociedad. Ese es otro modo de desintoxicarse. Y leo policiales, por más que es recomendable alejarse de esa literatura.
¿Qué leés fuera de eso?
-De Uruguay me encantan Onetti, Levrero. Argentinos, Abelardo Castillo, Borges y otros. No siempre estoy leyendo policiales, porque me terminan cansando. Esto no habla mal de las novelas sino de mí. Aunque Onetti decía que la novela, cuando más mala, mejor.
En un momento Andrés Calamaro te nombra como mentor, y además tenés un vínculo muy cercano con Symns, un ícono de la literatura y el rock. ¿Cómo te acercaste?
-También por el crimen. Con Symns coincidí en el diario Crítica. Y él, obviamente, era una leyenda. Entraba rápido, como si fuera un fantasma con una capa. A mí siempre me apasionó lo que hizo, y lo admiré. Pero en ese momento no me acercaba mucho, porque en una de esas te insultaba. Él tiene un personaje y se hace un poco el malo, pero después termina mostrando lo que es. Me empecé a acercar por el libro de Barreda, porque me enteré de que estaba viviendo en Mar del Plata. Él escribió el prólogo y ahí empezó la amistad. Después le edité y le prologué un libro de crónicas, que es muy difícil de conseguir, y ahora estamos escribiendo un libro juntos. Calamaro en un momento publicó en Twitter que estaba leyendo Adorables criaturas, y ahí nos contactamos y tuvimos varios encuentros. Después tuvo la idea de escribir su libro, que también edité y prologué, y quedó el vínculo con el Calamaro amante de este tipo de historias marginales.
Juan Villoro dice que la crónica es “literatura bajo presión”. ¿Coincidís?
-Sí, totalmente. También Roberto Arlt hacía crónica y hablaba del “lugar incómodo”. Emilio Petcoff, que es alguien a quien admiro, escribía porque a veces no tenía para comer o para comprar su ginebra. Entonces escribía bajo presión durante horas en la redacción de Clarín. [Rodolfo] Fogwill escribió Los pichiciegos en una semana. Pero sí, Villoro tiene razón. En general -no me refiero a Villoro-, me molesta un poco eso de “somos los cronistas latinoamericanos”, “soy la nueva crónica, el nuevo periodismo”. Me parece que esto forma parte de lo mismo que arrancó hace 100 años. No hay nada nuevo, sino que lo nuevo está en las historias que van surgiendo y en la manera en que se las puede contar. Por eso, a veces la forma de hacer algo nuevo es volver a los orígenes. A mí la escritura que más me resulta es la caliente. Esa que Rodolfo Walsh llamaba “de un tirón”. Lo bueno del policial es que ocurre en la calle. Henry Miller decía que todo lo que no sucede en la calle es inventado o falso. Y la verdad es que si salimos a la calle ahora, en cualquier lugar del mundo, algo va a pasar.
Has escrito que la “mente del asesino es indescifrable”, pero en tus libros intentás dar con el móvil que los llevó a cometer el crimen, el robo o la tortura. Parecés convivir con una condición contradictoria.
-Sí, pero es la búsqueda la que me mantiene despierto. Sé que no voy a averiguarlo, y si se diera sería muy aburrido. Si alguien desapareció hace 40 años, la familia sabe que no va a aparecer, pero esa búsqueda a veces nos termina manteniendo vivos. A veces la búsqueda es mejor que la resolución. Como decía Borges, siempre el misterio es mayor que su resolución. Es apasionante saber que un enigma va a estar siempre. Creo que lo que no se dice y lo que nunca vamos a saber es lo que mantiene vivo cualquier relato.