El hip-hop, más o menos como lo entendemos hoy, surgió en las fiestas callejeras del sur del Bronx, un distrito que en los 70 llegó a ser considerado casi como una zona de guerra, con pandillas dominando las calles y cientos de edificios quemados por sus dueños para cobrar los seguros. Su violenta realidad social impregnó desde el principio el lenguaje y el espíritu de esta música nacida entre muros grafiteados y vendedores de droga. Los nombres de los pioneros de esta forma de reapropiarse de la música y recrearla -como Grandmaster Flash, Afrika Bambaataa y DJ Kool Herc- son la base mítica sobre la que se elaboró la serie de Netflix The Get Down.

Es un proyecto que el director australiano Baz Luhrmann (Romeo + Julieta, ¡Moulin Rouge!, El gran Gatsby) venía desarrollando desde hace cerca de una década, y para el que necesitó que Netflix invirtiera una cantidad de dinero similar a la que HBO gasta en Game of Thrones. Luhrmann ganó fama por sus musicales glamorosos, melodramáticos y desmesurados, y su estilo amanerado y romanticón no parecía el más adecuado para contar la historia del nacimiento de este género, pero se rodeó de figuras como el rapero Naz, que le cedieron algo de calle, sin renunciar por eso a su estilo refinadamente cursi. El resultado recuerda al incendio de un rascacielos: algo grande y deslumbrante, que es imposible dejar de ver pero que a la vez es espantoso.

The Get Down puede definirse como una fantasía musical sobre un período histórico, pero es casi un nuevo género en sí mismo. Una serie en la que se reconocen elementos en apariencia incongruentes, con un pie en musicales como West Side Story y series como Glee, y el otro en películas de violencia ciudadana como The Warriors o New Jack City. El centro no es en realidad una escena musical, sino el romance entre dos jóvenes del Bronx, que parece surgido de una revista rosa. Por un lado está Ezekiel Books Figuero (Justice Smith), un muchacho huérfano excepcionalmente culto y creativo, que descubre que su talento para las palabras puede convertirlo en el rey de algo nuevo llamado rap. Por el otro, Mylene Cruz (Herizen F Guardiola), la hija de un predicador pentecostal, tan enamorada de Ezekiel como de la pecaminosa música disco. Con esos dos polos en funcionamiento, Luhrmann tiene excusas de sobra para montar una excelente y energética banda de sonido, y una puesta en escena que oscila entre el entusiasmo sentimental y la fiebre creativa al mal gusto más simplista, casi sin puntos medios.

Ya en el irregular y extenso primer episodio (la duración de cada uno varía), dirigido por el propio Luhrmann, este deja claro que el realismo, la verosimilitud y la contención emocional no son cosas que le importen mucho. Casi de inmediato nos sumerge en la descriptiva (y bastante horrible) poesía de Ezekiel, llena de esa mirada dolorida (“en mi barrio, la pobreza, la violencia, el dolor...”) que solía aquejar las letras del rap más panfletario, pero al mismo tiempo las imágenes son excitantes, haciendo planear a los personajes sobre las terrazas de un Bronx reproducido en su sucia realidad de hace 40 años, con ricas yuxtaposiciones de tomas originales y material de archivo. Además está la música, generalmente una excelente selección de temas de aquel tiempo o posteriores, junto a composiciones nuevas bastante más discutibles.

El anacronismo, uno de los vicios de Luhrmann, reina flagrante y no se limita a pequeños datos para melómanos -en 1977 unos personajes hablan del tema “I Wanna Be Sedated”, de The Ramones, editado un año después-, o a conceptos (“tu zona de confort”) que se pusieron de moda décadas después, sino que impregna el principal número musical, The Get Down Brothers, que, de haber existido y haber sonado como lo hacen en la serie, habrían inventado la mitad de las variantes del hip-hop en las siguientes décadas. La cantante Mylene adelanta varios lustros a la Madonna de “Like a Prayer” e incluso a los Primal Scream de Screamadelica, y todos los futuros hiphoperos practican una seudofilosofía de corte oriental, inspirada en los films de kung fu, que fue desarrollada por el colectivo de artistas de hip hop The Wu Tang Clan una década y media más tarde. ¿Importa eso en una serie que no pretende ser una reconstrucción histórica? No mucho, pero esas libertades pueden poner los pelos de punta a más de un purista atraído por la banda de sonido.

Porque la música es el gancho, pero la serie no describe procesos musicales ni remotamente creíbles: Ezekiel escucha por primera vez en su vida a un MC rapear y minutos más tarde está haciendo lo mismo como si fuera Jay Z. A Mylene le basta escuchar un compás de piano para sacar de la galera una canción, una casa abandonada se convierte en estudio de la noche a la mañana, un cocainómano que pasa días sin poder culminar una composición la termina y arregla sobre la marcha, en un súbito rapto de inspiración, seguido por una banda que ni lo conoce... Es decir, ese mundo mágico de los musicales donde la gente se comunica cantando, entremezclado con historias policiales, bailes y balaceras. ¿Molesta? Para nada.

Sin embargo, no es el disparate, la incongruencia ni el anacronismo, y ni siquiera el kitsch lo que lastra a The Get Down, sino la insoportable grandilocuencia y melosidad de sus escenas sentimentales, que dedican decenas de minutos a que personajes a los que queremos ver bailar -o agarrarse a tortazos- se digan los diálogos más pomposos y terrajas que se han escuchado desde el cenit de Pimpinela. Tras una escena fascinante y divertida, en la que los chicos aprenden el secreto de hacer scratch marcando los discos con una crayola, hay otra insoportable, en la que Mylene discute durante una eternidad con su padre religioso. A una frenética y elástica escena de baile en una discoteca estilo Studio 54 le sigue el plomazo de Ezekiel recitando unas rimas que pondrían colorado a Jazzy Mel. Y así no se puede. El insoportable Jaden Smith, con un peinado afro del tamaño de una sombrilla, filosofa sobre la vida mientras pinta grafitis en los trenes parados, y eso no está ni cerca de ser lo peor.

The Get Down nos propone primero aceptar su pacto espectacular sin fidelidad histórica, y luego fumarnos una trama tan acaramelada, folletinesca y teleteatrera que seguramente indignará a muchos hiphoperos malhumorados. Pero la promesa de un nuevo ambiente o número musical, así como el carisma de algunos de sus personajes (no todos: el elenco es tan irregular como los guiones), y el colorido y entusiasmo general casi compensan la sobredosis de tontería y chicles con forma de corazón. Casi.