En junio Montevideo fue tomada por asalto por uno de los tres o cuatro fotógrafos más populares del mundo, David LaChapelle. Ese estadounidense, glamoroso retratista de celebridades, niño prodigio que arrancó su carrera bajo el ala de Andy Warhol, cantor de los ricos y famosos y de los pobres y marginados (numéricamente, un poco más de los primeros), “ocupa” cuatro lugares de exposición con diferentes series de fotos que recorren su carrera, de 1984 a 2013. Quien se haya perdido alguna pieza importante de su abundante producción -muchos conocen algo de él, debido a la monstruosa circulación de sus fotos en revistas y a los videos musicales con su dirección, repetidos hasta el hartazgo, de Jennifer López, Moby, Christina Aguilera, etcétera- acá tiene, con toda probabilidad, la oportunidad de verla. Y de plantearse la pregunta que desde hace mucho tiempo atormenta a público y crítica: ¿es un inteligente y complaciente creador de imágenes seductoras, publicitarias en su médula, o un artista que juega con el sistema? Pregunta mal planteada, pues la mezcla de los dos se puede dar con infinitas declinaciones y porcentajes del uno y del otro.
Claro está que hay algo sumamente molesto en la fórmula de varias de sus obras, fácil conceptualmente a nivel compositivo, con uso de caras y cuerpos reconocibles e idolatrados, siempre en poses bizarras y cargadas de una sexualidad burda y, a la postre, de cepa patriarcal. Ejemplos en la muestra Contemporaneidad, que se exhibe en el Centro de Fotografía (CdF): una Naomi Campbell desnuda que, en ¿Usted me ha visto? (1999) derrama leche sobre su pecho mirándonos pícara o que (¿pantera negra?) se hace “cabalgar” por un tigre en Casa de gato (1999); una Britney Spears que, en una Escena de calle de NYC en California (2000), agita en sus manos, guiñando, un frankfurter y un tenedor; una Lil’ Kim que es directamente reificada en una bolsa Louis Vuitton en Artículo de lujo (1999); un Eminem que parece masturbar un largo cartucho de dinamita que sale de su entrepierna en A punto de volar (1999). “Mensajes” por lo menos dudosos, aplaudidos por su impecable realización, siempre a base de colores hipersaturados y vivaces, plasticidad de las poses, perfeccionismo en los detalles, mínimo trabajo de posproducción y sobre todo una vocación intrínseca por la ironía, la distancia y el humor gritón y desbordado. Elementos que moldearon la época de su crecimiento profesional -el posmodernismo más hedonista de los años 80 y 90- y que, a la vez, fueron moldeados por él.
Con un simple vistazo al conjunto se percibe cuál es su verdadera obsesión: la religión católica, sobre todo en su rechazo/atracción hacia lo mundano, lo sensorial. Tal vez por eso, barroco, junto a surrealista, es el adjetivo que más se le asocia. Casi como un imprinting, esa dualidad se vislumbra en una de las fotos más antiguas, un retrato de Warhol en blanco y negro de 1986 (parte de la sección Símbolos de la modernidad del Espacio AGADU): tras el rey del pop, el rey del nuevo pop pone una “aureola” de libros definida por dos biblias y un tomo sobre Nueva York. Y no es todo: una Natividad (2012) en clave afro, ángeles, el diluvio universal y la Piedad con Courtney Love (2006) en el Posmodernidad del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC); en el CdF, una última cena, el Jesús americano (2009), otra versión de la misma obra, en la que es Cristo el que sostiene a Michael Jackson, quien en otra pieza encarna al Arcángel Miguel (2009), y la serie -triunfo del kitsch más deliberado y con aggiornamento didascálico- de la visita de Cristo (cuya imagen parece salida de las estampitas más cursis) a una metrópoli yanqui de nuestros días, toda ella gangsta-rappers, drogadictos, prostitutas y bad cops. Increíblemente, despertó algunas protestas de las iglesias más conservadoras, pero es sumamente respetuosa en términos de iconología y, en definitiva, ortodoxa: las citas de la historia del arte son múltiples y escrupulosas, tirando más al Renacimiento y al Manierismo que al Barroco, con los elementos sagrados y profanos mezclados sin choques, vívidos y llamativos, pero balanceados como sus colores (o sea, y pese a superficiales similitudes camp, menos problemáticos que en artistas como Pierre et Gilles o en “nuestro” Juan Burgos).
Por supuesto, con la carga cristiana vienen temas recurrentes como la muerte (por ejemplo, en la potente serie de bodegones de carnosas flores marchitas en el CdF), la trascendencia (en la insoportable Beatificación de Michael Jackson de 2009), el Apocalipsis (como, en el CdF, la colección de 2005 de estatuarias modelos con fondos de casas destruidas). No sé si ese apego al imaginario católico se reflejó también en la opción, estilo via crucis, por desparramar 90 obras en cuatro espacios de exhibición relativamente alejados entre sí, pero lo que le ocurrió a LaChapelle hace una década se parece mucho a una conversión como la de San Pablo.
En 2006, según ha dicho en entrevistas, entendió que, si bien amaba “la moda, la belleza y el glamour” que veía como “marca de la civilización”, y pensaba que el uso de la moda como medio de “status y embellecimiento” estaba bien, cuando se produce un desequilibrio en ese uso, se ingresa, a escala personal y también global, en la decadencia. Ahí cortó su relación con los servicios fotográficos fashion, y se mudó a una isla de Hawai para dedicarse a proyectos personales, tratando de ingresar al circuito del Arte con mayúscula. Aquella revelación puede haberle causado no poca angustia, ya que entre los elementos que contribuyeron a crear el mencionado desequilibrio están también, sin duda, sus fotos y videos globalmente celebrados. Desde entonces (aunque “cayendo” de vez en cuando en algún set de moda, pero “según sus reglas”), se dedicó a criticar el consumismo, preocuparse por el ambiente, rescatar en forma simbólica a los diferentes y a los explotados, etcétera. Lo que no cambió fue su tratamiento formal del material, y eso, por supuesto, crea un efecto contradictorio, en el que la extrema estetización de la escena diluye, en general, cualquier potencial realmente disruptivo.
En Fundación Unión están quizá los extremos, positivos y negativos, del “nuevo” LaChapelle. Por un lado, una gran imagen horizontal, Violación de África (2008) calcada sobre Venus y Marte de Botticelli, que el florentino pintó a principios de 1480: para LaChapelle África/Venus, interpretada por Campbell, representa el continente violado por Marte/Occidente, explotador exhausto por el terrible acto. Acompañan los faunos, transformados en niños soldados, terrible realidad de los conflictos contemporáneos africanos, y una gran cantidad de elementos que remiten a la violencia (armas, incluso una granada dorada), la riqueza (joyas, diamantes) y la masificación (el sol en forma de lejía marca Sun, tal vez como “lavado de dinero”, el fútbol americano). La extrema complejidad de la realización de la foto -técnicamente prodigiosa y cuyo set requirió diez días de trabajo construir- se refriega duramente contra la simpleza de la metáfora, además de no captar la idea botticelliana, de matriz neoplatónica, de una Venus planificadora y pacificadora (no víctima), que lograba vencer la agresividad masculina de Marte. Por otro lado, el trabajo más reciente (2013) y quizá más interesante: paisajes industriales y tres estaciones de gasolina -un poco al estilo de Edward Hopper-, donde no aparecen personas. Los tonos siempre encendidos y el brillo -literal y simbólico- esconden una vuelta de tuerca. Los elementos que los conforman son principalmente objetos descartados y reensamblados para crear la ilusión de que son otra cosa. El ciclo inexorable e infinito del consumo capitalista está bien representado.
Ahí está la clave: donde no aparecen humanos, la lente del estadounidense se vuelve más ágil en capturar, aunque sea fugazmente, el lado más inquietante del sistema cínico y abusador del capitalismo. Un sentido de gran desolación se percibe tanto en Después del diluvio (2007), en el EAC, que muestra fríamente una sala de museo invadida por el agua, como en La vida sigue (precaria traducción del original Still Life, “naturaleza muerta”), de 2009-2012, en el CdF: retratos de estatuas de cera de personas famosas, destruidas por un acto de vandalismo en el National Wax Museum de Dublín: en los rostros en pedazos de Margaret Thatcher, Lady Di, Michael Jackson, John Fitzgerald Kennedy y Madonna parece desmoronarse, por un segundo, todo el proceso de sublimación de la fama y el poder de la imagen que está en la base de nuestra sociedad del (hiper)espectáculo, que LaChapelle ha alimentado durante muchos años.
Exposiciones
David LaChapelle: Diálogos imaginarios/Iluminación (Fundación Unión, Plaza Independencia 737); Símbolos de inmortalidad (Espacio AGADU, Canelones 1122); Contemporaneidad (Centro de Fotografía, 18 de Julio 885); Posmodernidad (Espacio de Arte Contemporáneo, Arenal Grande 1929). Curador: Abel González. Hasta el 3 de setiembre.