“Sembrar la memoria para que no crezca el olvido”. La frase -relacionada con la más reciente dictadura argentina-, que Edgardo Antonio Vigo (1928-1997) acuñó y utilizó en algunas de sus obras, y que se afirmó como uno de los eslóganes más concluyentes de la resistencia a la ferocidad militar de la época, se ha vuelto, una vez más, objeto de fricción política. Hace un par de meses, varios grupos de artistas de la otra orilla planificaron un acto público de rechazo al entonces ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido -que, afortunadamente, dejó su cargo en julio-, a realizarse el día de la inauguración de la muestra Vigo. Usina permanente de caos creativo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), en la que el jerarca debía participar. Poco antes, Lopérfido había tratado de redimensionar los crímenes dictatoriales declarando que la cifra de 30.000 desaparecidos se había arreglado “en una mesa cerrada” para “conseguir subsidios”.
Resulta que la frase célebre surgió de la historia personal de Vigo, ya que en 1976 su hijo Abel Luis -Palomo- se convirtió en uno de los detenidos desaparecidos. El triste episodio resalta, por un lado, la contundencia de la actividad política del artista, y por el otro, la fuerza que mantiene décadas después (también, en este caso, una grotesca tautología: Vigo empleó esas palabras, cuyo mensaje Lopérfido quiso anular con su discurso negacionista, durante la performance “Siembra 30.000 semillas de amor”, llevada a cabo con otros familiares de desaparecidos en 1983).
Uno, diez, mil Vigo
Más allá de las polémicas, la exposición dedicada a este creador, polifacético cuando la obra multidisciplinaria no era todavía la vacía obligación de todo buen artista, permite percibir el valor de una trayectoria de más de 40 años, sólida como pocas, pero también fundamentalmente vivida desde el margen, tanto en términos geográficos (desde La Plata, aunque con incursiones bonaerenses) como de ambiente (grupos locales, mucha autoproducción y autoexhibición). Cada vez que se arma una muestra de Vigo (y hubo varias importantes en los últimos años, como la pionera de Telefónica en 2004, la acotada a sus inicios en el Centro Cultural de España de Buenos Aires de 2008, o la dedicada principalmente a su obra editorial en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 2014), se subraya su eclecticismo: esta vez también, y, justamente, las curadoras Sofía Dourron y Jimena Ferreiro lo presentan como “editor de revistas, artista visual, poeta experimental, xilógrafo autodidacta, artecorreísta, creador de objetos inútiles, crítico y ensayista”. Sin embargo, esto se resuelve en una homogeneidad casi milagrosa de las obras: si uno mira los primeros trabajos, composiciones tonales y geométricas durante su aprendizaje en París en 1953, traducciones con diagramaciones personalísimas de autores queridos (Hans Arp, Piet Mondrian), y -ya de vuelta en Argentina- su empleo sistemático del collage, la superposición de imágenes y los sellos (vale decir, el medio que se convertiría años más tarde en un must del arte correo) ya vislumbra lo que fueron sus incursiones posteriores en el mundo editorial alternativo, la performance y el verbovisualismo de los años 60, tres áreas en las que Vigo descolló, cómodamente, a nivel continental.
Embebido de vanguardismo histórico y de la frecuentación de Jesús Rafael Soto en Francia, formalmente sus primeros trabajos sobre papel parecen una síntesis, propiamente actualizada, de los cuadros “maquinísticos” de Francis Picabia y de los collages “basurales” de Kurt Schwitters: basten como ejemplo, respectivamente, el librillo T3 y la serie Colage Uruguayo, ambos de 1957: empero, Vigo añade, con destreza, el protagonismo de figuras pop y de la cultura alta (Friedrich Nietzsche y Sofia Loren, por ejemplo), con ridículas combinaciones en un caso y, en el otro, empleando el poder de la desnuda letra, muy avanzadamente “concretista”, con una gran U negra que sella los collages.
La exposición está organizada por estaciones, temporales y “temáticas”, y se pueden ubicar fácilmente preocupaciones recurrentes, nudos problemáticos que llaman a determinada estética: sin olvidar la presencia, intermitente pero decidida, del erotismo, se pueden citar el lenguaje y sus trampas, la manipulación de la cultura (como actividad y como denuncia), la posición conscientemente latinoamericanista y la coparticipación del espectador. Este último aspecto, crucial, empieza con su intensa actividad editorial, inaugurada con las revistas “caseras” WC (1958) y DRKW (1960), y llega a su máximo grado -de realización y de influencia- con Diagonal cero (1962-1968, que se volvió también un colectivo poético en compañía de Luis Pazos, Jorge de Luján Gutiérrez, Omar Gancedo y Carlos Ginzburg) y Hexágono 71, que cerró en 1975. Con esas publicaciones, además de promover el trabajo de sus amigos, estimula en el espectador una lectura activa, nunca sedentaria ni sedativa, de incesante compromiso, mediante el uso de distintos tipos de papeles, recortes, agujeros y pliegues, y de la adopción de varias formas de poesía visual. Sólo viéndolas en las vitrinas que se despliegan en la sala, sin poderlas tocar, las revistas lucen, con sus formas y colores, su rol de disparadores de asociaciones que trascienden la lectura plana.
El Vigo teórico, además de fomentar la expansión de las artes hacia frescas mezclas de disciplinas, siempre ha buscado la progresiva transformación del público en creador. Grandes paneles con fotos y explicaciones ilustran, por ejemplo, la serie de sus “señalamientos”, que denotan también su interés por el incipiente arte conceptual: rituales de artista, a veces, pero también llamados a la población para que se apropie de su entorno y logre verlo y usarlo de forma inédita. Manojo de semáforo (1968), por ejemplo, fue la invitación a que la gente de La Plata, convocada por medio de diarios y anuncios por radio, se reuniera, determinado día y a determinada hora, en un cruce de la ciudad para mirar el semáforo, en ausencia del artista. Generó así una “deriva poética colectiva”, que “apuntaba a convertir la mirada sobre un objeto cotidiano, e invisible más allá de su función práctico-utilitaria, en desalienada y desnaturalizada”. Una suerte de negativo del actual flashmob: vale decir, no un chiste narcisista masivo, sino una acción combinada, informada por un conceptualismo de corte popular y cotidiano, con olor a situacionismo, pero un situacionismo más relajado que el francés, aun sin perder un gramo de politización.
Arte móvil
La fluctuación de Vigo a través de distintos lenguajes repercutió también en la producción de obras que tendían a otra fluctuación, la espacial. Es el caso del “Museo de la xilografía de La Plata”, originado hacia 1967 en abierta contestación a la idea clásica de espacio expositivo “vertical”, y que resultó una de las soluciones más brillantes en el embrionario contexto de la “crítica institucional”. Se trató de coleccionar grabados propios y de amigos artistas de todo el mundo, y de usarlos en un sistema de “cajas móviles”, maletas de madera llenas de estampas que era posible llevar a diferentes lugares públicos (por ejemplo, escuelas, círculos sindicales, fábricas) para montarlas en poco tiempo como muestras extemporáneas, y hacerlas accesibles para ojos (y manos: el artista lo inscribía en la esfera del “arte tocable”) comúnmente alejados de los museos y galerías que, según Vigo, estaban matando el arte y su razón de ser, esencialmente social y democrática. Ver algunas piezas -paradójicamente, encerradas en un museo- de esos gabinetes de grabados nómadas, su variedad y su calidad general, restituye la fuerza de aquella experiencia estético-social. De forma parecida, no extraña que Vigo estuviera entre los primeros latinoamericanos que se metieron de lleno en el Mail Art que atacaba tanto la faceta oficialista como la mercantil del Sistema Arte: creación e intercambio de obras por medio de la correspondencia, constitución de un lenguaje propio tomado del correo (empleo “dadaísta” de sellos, matasellos, adhesivos, etcétera) y establecimiento de una enorme red no jerárquica e internacionalista, en la que estaba prohibido vender las piezas, y estas sólo pasaban de mano en mano mediante llamados y trueques. También de eso el MAMBA provee jugosos especímenes.
Esta imprescindible inutilidad
Dejé para lo último la actividad escultórica del argentino, y no porque sea débil en comparación con las otras, sino más bien por su rol de pilar central en esta Usina permanente de caos creativo. No son muchas piezas, pero demuestran todo el ingenio y el humor de que era capaz Vigo y compendian, tanto compositiva como críticamente, todo lo que las rodea. De la serie de sus máquinas inútiles destaco la más antigua que se conserva, el Cargador eléctrico de 1957 (modificado en 1974), exquisito punto final de aquella jocosa crítica al maquinismo que pasó por Marcel Duchamp y el ya citado Picabia para llegar a Jean Tinguely; el juego de palabras hecho madera del Ajedrez proletario (1983-1987), con 16 peones puestos sobre una baldosa sin distinción de color, y el Curso acelerado para adquirir nivel de latinoamericano culto (1972-1973), altar con latas de “sabiduría” para beber, una de las reflexiones más cáusticas de la segunda mitad del siglo XX -distante, como toda su producción, de cualquier forma de panfleto- sobre la aculturación masiva, las relaciones entre el primer y el tercer mundo (o entre el viejo y el nuevo), y el conocimiento como forma de poder.
Real y virtual
El Centro de Arte Experimental Vigo (Calle 15 1187, La Plata), constituido en 1998, un año después de la muerte del artista, custodia toda su producción y la de otros artistas vinculados con él. Lo coordina su fundadora, Ana María Gualtieri, posee una biblioteca, una hemeroteca y un archivo, está abierto a investigadores y estudiantes, y organiza diversas actividades culturales. En su sitio de internet, www.caev.com.ar, es posible recorrer las varias facetas del universo de Vigo y descargar gratuitamente, en pdf, todas las principales publicaciones periódicas creadas por él en los años 60 y 70.