Erguida, pálida y europea, más que apoyar los pies, acariciaba el suelo. Entró al comedor cuando el sol se apoderaba de la bruma santiagueña. Peinada como una niña llevaba dos cintas colgando entreveradas en el pelo y entre la boca y la nariz destellaba uno de esos lunares asesinos. De esos que vienen al mundo a funcionar como carnada para gente como yo, a la que le vuelven loca los lunares cuando viven en la periferia de los labios.

La vi sobrevolar las mesas con los ojos más azules del salón. Mirar aquel bufete, que olía a carne picante, a maíz y a fruta. La vi estudiar con minucia la silla vacía más conveniente. La encontró, y al llegar, saludó con una sonrisa fulminante. De todas las mesas en aquel encuentro de mujeres era la única en la que había un varón. Retuve el pensamiento tóxico y celebré que el lugar vacío me permitiera contemplarla aunque fuera más lejos de lo que me hubiera gustado.

Apoyó sus codos y trenzó sus dedos. “Yo soy Julia y vengo de España”. Yo tenía razón y venía de Uruguay. Ella tan nuevos movimientos y yo tan discusiones inocuas. Ella tan podemos y yo tan no podemos más. Navegó con gracia el ritual protocolar de escuchar nombre y país, sonrió y tuvo preguntas para cada comensal. Julia la de España, una muñeca perfecta con dones de Mirtha Legrand.

Soltó sus manos y llegó al gesto. Llevó uno de sus dedos largos justo al lunar y lo rozó casi haciéndole un mimo, bajó con el dedo hasta sus labios donde lo dejó reposar por un segundo y volvió al lunar (mi lunar) otra vez. Siempre me gustaron las mujeres que se tocan la cara. Las que sin procurarlo se sienten con las yemas la fachada que le muestran al mundo. Algo, quién sabe qué, impulsa a sus manos a comprobar que allí sigue la boca, que allí siguen los párpados y las narinas, las arrugas y los pómulos.

Me atrapan los gestos sencillos y delicados. No me gustan los que hacen ruido ni los que contraen la cara.

El hotel estaba lleno de mujeres, todas soldadas de batallas hostiles en una guerra que viene ganando el que la tiene más grande. Todas servidoras del largo plazo, hijas ingratas de democracias plebeyas, compañeras valiosas cuando carne de cañón, locas de mierda cuando disputan privilegios, y sin excepción, todas putas. Mucha calle y poco amor, mucha lucha y poca vida. Mucha torta y nada de empalago.

No me había dejado absorta la mueca histriónica de la paraguaya, lanzando cólera a las vacas sagradas del feminismo. No me habían cautivado los dedos extendidos al cielo de Yaiza, dueña de una mezcla exquisita de piel árabe tostada por el sol parejo del trópico. No me habían encandilado aquellas bocas de encendidos carmines. No, me había embrujado Julia la de España, la niña de piel blanca y de labios discretos. Yo tan Edipo colonialista y ellas tan empoderadas.

Las horas del espejismo antipatriarcal corrieron veloces y cálidas, cargadas de rabias, cargadas de astucias y de desencantos, de rotundos fracasos y de escasos éxitos. Corrieron hasta la hora en que Julia la de España y yo estábamos convocadas a sentarnos en la misma mesa a hablar de nuestras batallas contra los lugares comunes. A anunciar lo ya sabido: no hay leyes que por bien no vengan, pero no se ganan las batallas en el mármol si el músculo de la calle no permanece tonificado, se combate desde el desayuno hasta la cama o se cuelga la toalla de la ambición.

Yo, como todas las veces que me exigen aventurar relatos, padecía la incertidumbre de saber si lo que iba a decir era justo o banal hasta que llegó ella y detuvo mi propio flagelo para apoderarse de mi atención. Mientras hablaba repitió el gesto una, dos, tres, cuatro veces, hasta que giró la cara hacia mí. Me miró a los ojos buscando aprobación y yo le miré la boca buscando el lunar.

Entendió que me tenía comiendo de la mano, y yo en ese preciso instante rompí el hechizo. Y es que tendré una erótica un poco racista para que justo me guste la blanca. Puedo vivir con ciertas contradicciones, pero todo tiene un límite para desear una boca y el mío son los pelos en los lunares que la rodean.

◆◆◆

Él me juraba deseo antes de conocerme, me tomaba antes de tocarme, me acariciaba antes de llegar a casa y golpear la ventana. El timbre no anda, le respondí en un mensaje de texto junto a mi dirección, el día que me preguntó si quería seguirla en mi casa. Para esa noche teníamos en nuestro haber 74 horas de chat. Paramos sólo para dormir. Yo estaba de vacaciones, él vivía en lo de papá y mamá.

De perfil tenía una foto de espaldas, miraba una bahía celeste, amplia, llena de pájaros y de selva, de sol y de verde. Llena de esa grandilocuencia que sólo se ve en los bordes de los continentes y que sólo pagan los salarios de gerentes. De espalda ancha sobre su cintura delgada, robustecida por años de rugby, la delgadez endémica superada a puro fierro. La mía con la modesta altura de 35 centímetros y el recuerdo estampado de haber quedado chica para la gestación.

Cuando cayó el mensaje diciendo que venía, procuré darle a mi casa otra apariencia que no fuera la desidia. Puse todos los platos sucios en la pileta y dejé correr el agua, metí los chiches en el cuarto de la niña, intacto desde su partida a la casa paterna a pasar las fiestas, junté almohadones, ropa sucia y migas de desayuno. Enjuagué los rastros de pasta de dientes, vacié la papelera del baño. Lavé vasos y limpié las huellas de los pies de las copas. Escondí con velocidad y precisión quirúrgica todo lo que le diera más información de la que yo quería darle.

Cuando se trata de la cama, más tira un prejuicio hijo del sentido común que una convicción revolucionaria. Dos personas mayores de edad con diez años de diferencia que se gustan. Pero los diez años más los tenía yo, como a la hija y al trabajo, a la casa y a las cuentas. Metabolizaba la contradicción mientras enumeraba a todos los hombres que conocí en la vida con amantes diez años menores que ellos.

Deseaba ser yo la que venía en camino, con sus 24 endemoniados años, sus cuentos de facultad, de malos viajes con malas drogas, de novias narcisistas, de maratones nocturnas, de firmes profecías contra el amor romántico, pero no. Un chiquilín atravesaba la ciudad encantado con la idea de irse a la cama con una tipa, con una M mayúscula, de mujer y de mamá. Él estaba en camino y yo me metía a la ducha con el tiempo y las herramientas necesarias para una depilación fugaz. Tarde pía la moral cuando el cuerpo sucumbe.

Salí en pantuflas y lo estudié del otro lado del vidrio. Se sonrió con los labios primero y con los dientes después. Dientes parejitos, sonrisa de ortodoncia, carita de tarde echado, piel bronceada por el sol del horario de oficina. Yo tenía una vuelta al mundo y él estaba 0 km.

No quedaban palabras para usar de preámbulo. Me calzó la mano en la nuca y me llevó directo a su boca. Agradecí en silencio que nos ahorrara la parte de los buenos modales. Cerré los ojos cuando estaba al borde del beso y me soltó. Me dejó con los labios en orsai y con una calentura inmoral.

Me pidió agua y le dije que sí, que pasara y se sintiera como en su casa. Mientras bebía observaba cómo se escurrían las gotas de agua de los platos recién lavados. Me miró y sonrió sabiendo. Dejó el vaso en la pileta y me pidió para ir a la cama, le dije que sí, que pasara y que se sintiera como en su cama.

Con admirable oficio me sacó toda la ropa y recorrió con la lengua todo mi territorio. Me estudió la piel, me dijo porquerías. Esperó a que le suplicara y justo antes de ponerla me preguntó dónde quedaba el baño.

◆◆◆

“Vos contame que yo te estoy escuchando”, me dijo mientras se paraba a buscar la segunda caja de cigarrillos que nos íbamos a fumar en la noche. Yo seguí hablándole mientras la miré esquivar las sillas del comedor contorneando su cuerpo entre ellas, desplazando con suavidad el aire tibio que la abrazaba todo lo que yo no me dejaba abrazarla. Otra vez la estupidez de encontrarnos. Otra vez rodeada de sus cosas y su casa, de su olor a comida casera.

Hay una clase de deseo que funciona como cierto tipo de virus, del tipo de los que se alojan en el cuerpo, y si se sienten a gusto, se quedan agazapados. Se mimetizan y se acurrucan hasta que se vuelven imperceptibles y en los momentos de debilidad se exponen como divas. Aparecen orondos para recordarte que no estás haciendo nada para defenderte.

Habito mis vidas todas y en ninguna le regalo un pedacito, pero cada vez que la veo me prometo no verla otra vez. Mientras camino a la parada repaso como un mantra todas las cosas que no me gustaron de las últimas 12 horas con ella. Repaso su obstinación en hablar de sí misma al punto de extraviarse en su abundancia. Repaso sus dedos finitos como piernas de gallina, sus narinas anchas y sus tetas chiquititas. Repaso su lenguaje pulcro, impoluto, sin una sola señal de que no más allá de la superficie es una rota, igual que yo.

Cuando para el ómnibus me prometo no desearla nunca más. Se abren las puertas y como un bólido me atropella el recuerdo de su imagen, levantando sus brazos largos al aire, para tomarse el pelo con toda la mano y envolvérselo sobre dos de sus dedos que, rígidos, la ayudan a tornear un rodete perfecto, al que ata con un nudo hecho con su propio cabello. La muy perra, para estar hermosa no precisa ni siquiera una horquilla.

Cada encuentro es la celebración de ese meridiano que divide la forma en que vemos el mundo. Nos convocamos a pelearnos, a tratarnos como el culo, a hundirnos el ego a las piñas, a dejarnos sin aliento de tanto berrinche. Y cuando el cuerpo apesta a tabaco, a encierro, a la salsa que se seca en los bordes de los platos, a cigarrillos retorcidos sobre las sobras de sus raviolones de calabaza, irremediablemente terminamos como dos gatitos redondos y jaspeados, con las pupilas como bolitas, pidiéndonos mimos en la nuca.

Habito mis vidas sin ella, pero cuando respiramos el aire que la otra exhala, nos cagamos en cada mitad del mundo y todo vuelve a empezar otra vez, hasta la próxima caminata a la parada, hasta el próximo pedacito de vida que nos damos como ofrenda.