Todo escritor condensa un mundo posible. Y no son pocos los que han logrado instalar geografías de ciudades o pueblos impensados: ahí están la Comala de Juan Rulfo, la Santa María de Juan Carlos Onetti y la Yoknapatawpha de William Faulkner. Pero también es posible zambullirse en territorios propios, tan irreales como verdaderos: los pegajosos suburbios de Treinta y Tres (Gustavo Espinosa), un Montevideo interior apenas sospechado (Mercedes Estramil, Horacio Cavallo), cruces y barrios casi reconocidos (Roberto Appratto) o parajes de Las Brujas remasterizados (Martín Bentancor y su Tercera Sección).

Para algunos, la geografía comienza a trazarse desde el mapa lingüístico al que se pertenece. Cuando Ignacio Fernández de Palleja llegó a Montevideo desde Treinta y Tres, lo sobresaltó el choque auditivo “de cómo hablaba la gente”, lo que no sólo responde al conflicto entre comunidades lingüísticas, sino también a un modo de reconocer y decodificar experiencias. “Tengo la sensación física de subirme a un Núñez, escuchar a los de mi pueblo y sentir que hablaban bien”, recuerda años después. Y como si desafiara a las categorías regionales o personales, De Palleja leyó su poema “Nuestro tsunami”: “Va a llegar el tsunami, por supuesto, / pero no va a ser violento ni repentino, / será gradual, consensuado, más o menos. / El mar va a ocupar ilegalmente / los terrenos fiscales, / las viviendas del banco, / los liceos, / las oficinas públicas, / las estaciones de servicio, / la embajada de Estados Unidos [...] lo vamos a recordar cuando convenga, / lo vamos a secar con plantaciones de eucaliptos / y vamos a vivir de su resaca”. Junto a su retrato del accidente “a medias” con el que el uruguayo medio aprende a sobrevivir, el público despertó de una ignorancia imposible: uno de los versos advertía: “Va a llenar las gargantas / de los relatores de crecientes”. ¿Relatores de crecientes? Interpelando las posibilidades infinitas que se pierden en los universos camperos, el escritor dio a conocer una nueva variante del multiempleo. En su infancia escuchaba a Emilio Méndez Carbone, periodista olimareño que tenía un programa rural, trabajaba como informativista del canal local y se dedicaba al seguimiento de las crecientes: anunciaba lugares que no daban paso, sosegaba la preocupación familiar por una maestra rural cercada por el agua y daba cuenta, constantemente, de las variantes en las zonas más complicadas. Es inevitable que estas referencias -quiméricas, vistas desde la capital- vayan horadando el modo de concebir la realidad y de indagar en un espacio propio hasta convertirlo en un absoluto cargado de sentido, donde se incluye lo ya conocido, pero desde una precisa construcción que se detiene en la exterioridad o la generalización. De este modo, en un país se pueden rastrear infinitas variaciones de esos otros mundos que están en este. De eso trató este IX Encuentro.

La ciudad y el encierro

Mercedes Estramil reconoció que a ella, a la hora de escribir, la geografía la atemoriza, sobre todo aquello que implica el ejercicio de retener el espacio exterior. Por eso, al comienzo trató de reducir al mínimo el espacio geográfico, y el resultado fue Rojo, una novela claustrofóbica en la que un grupo de amigos se reúne a jugar a la canasta. Allí el juego y la tensión comienzan a sitiar el espacio, induciendo una sensación de extrañeza constante que también fastidia el físico (“Perder, ir perdiendo, provoca náuseas, mareos, gases, dolor de estómago, de cuello, de espalda, cefaleas, ardor de ojos, ansiedad, miedo, depresión, diarrea, estreñimiento, destonificación muscular, caída del pelo, fraccionamiento de uñas, escalofríos, fiebre, erupciones cutáneas, cánceres repentinos”).

Pero lo que comenzó siendo una facilidad luego “se convirtió en una trampa y un destino, porque por más que saliera a buscar paisajes externos, mi literatura se concentraba más en un paisaje emocional”. Tal vez por eso, y porque Montevideo es una ciudad que no termina de querer, en su segunda novela, Hispania Help, se propuso salir de su entorno. En ese caso, la narradora se ilusiona con una España generadora de paz, ilusión, felicidad y sosiego que, como en la vida, nunca llegan. “En el fondo -dice-, lo que esa mujer quiere es salir del lugar en el que se encuentra. Es un personaje que trata de crecer a partir del sueño de otros mundos”.

El que sí lo logró fue Matías Núñez en su novela Yugoslavia -ganadora del premio Banda Oriental 2014-, en la que un grupo de uruguayos emigra a Estados Unidos y convive allí con otros migrantes latinoamericanos y refugiados bosnios, desde los que se narra la vivencia de la discriminación racial y los cruces culturales. Cuando el autor vivió en Saint Louis trabajaba en un desguazadero desarmando autos, aunque, según reconoció, no haya sido especialmente hábil con las herramientas. Así fue que la novela se nutrió de cierta desmesura que significó la tarea para el autor. “No imaginan lo agotadoramente liberador que es astillar un parabrisas con un martillo o deformar una carrocería hasta convertirla en un paisaje lunar”, dijo.

Allí fue donde conoció de cerca la cultura de las grandes autopistas, y la disposición de las ciudades estadounidenses, que responde a cuestiones de origen étnico o geográfico: blancos, negros, “latinos”, residentes sin papeles. Y vivió una situación de extrañamiento generada por ciertas particularidades: los estadounidenses no asocian a los blancos con Latinoamérica, pero en la comunidad, además de refugiados bosnios, vivía algún que otro rubión del sur. A esto se sumaba el ridículo que puede implicar para un uruguayo o un argentino “prepararse para un tornado”. Desde una mesa, flanqueado por Estramil y el minuano Gabriel di Leone, Núñez ofreció otras pistas de lectura. En medio de la ajenidad -y la alienación-, Horacio, uno de los personajes uruguayos que se animaron a probar suerte, nunca encuentra su lugar, y desde ese “no lugar” ataca todo aquello que se le parece.

Poco después, Ana Solari, autora de El señor Fischer (2011) y una de las pocas mujeres uruguayas que se han dedicado a la ciencia ficción, volvió sobre la organización de la ciudad planteada por Núñez y admitió que el marco en sus obras de ese género es estadounidense, por la presencia de “ciudadanos en tránsito”. Extendió la definición, expresando que “el paisaje de Estados Unidos condiciona y limita la narrativa”, así como los personajes de El señor Fischer también limitaban el mapa, ya que no “podrían habitar otro lugar”.

Volviendo a las variedades lingüísticas, Solari contó sobre su afición por las largas caminatas nocturnas. Un día, en medio del recorrido, se perdió en pleno Paso Molino y, en la extrañeza, le “pareció que no era Montevideo”. Y continuó: “Lo mismo me sucedió en otros sitios, porque en algún sentido los lugares se parecen. Pero siempre me di cuenta de dónde estaba por el idioma. Es el idioma el que termina de configurar una geografía”.

Errante e imaginada

Carlos Rehermann cree que la geografía es secundaria porque no pertenece, necesariamente, al mundo de la escritura, que de por sí es autónomo. Por eso mismo, no sabe si estudiar geografía resulta provechoso para los autores, ya que más bien responde a la idea de Estado-nación. En ese sentido, se la puede imaginar integrando un proyecto precario de comunidad política y cultural, basado en una construcción social (como lo imaginó el inglés Benedict Anderson). Para Rehermann, la literatura “justifica las ideas de región, país y comunidad”, y por eso el cimiento se vuelve “más lingüístico que urbanístico: porque es el lenguaje el que determina el vínculo con lo espacial”.

Pedro Peña, siguiendo el tono, consideró que cada geografía tiene sus mitos, y recordó, como seña de las fundaciones errantes, que Dámaso Antonio Larrañaga nombró Mal Abrigo a un paraje en el que “no encontró abrigo alguno”.

Martín Bentancor, por su parte, se refirió a la Tercera Sección en su escritura como un híbrido entre esa zona actual de Canelones y la de 30 años atrás. Consciente del peligro de caer en el pintoresquismo, contó que le interesan las coordenadas en las que transitan sus personajes, además de los folclores propios de la zona, que muchas veces -tamizados por las décimas, la payada y la tradición oral- integran su proyecto geográfico-narrativo. Para Gustavo Espinosa, “la fabulación de lugares un tanto excéntricos genera extrañeza en un lector capitalino”. Esto recuerda que hace poco más de dos meses, en una entrevista con la diaria, espetó: “Cuando me preguntan por qué vivo en Treinta y Tres, se me ocurren algunas cuestiones: las personas que me lo preguntan, ¿dónde viven? ¿En Londres? Porque, en realidad, acá todo el mundo vive en Treinta y Tres”. Además, y a diferencia de los escritores olimareños canónicos (Pedro Leandro Ipuche, Serafín J García, Julio C da Rosa), él escribe desde la ciudad sin proponerse la fundación de un universo propio: “Escribo sobre esto porque es lo que tengo más próximo”. Incluso después de descubrir que no se trataba de una tragedia griega, sino más bien de una cultura de masas, reconoce que le resulta costoso saber que se está haciendo cargo de una tradición “abigarrada y fastuosa”, ejecutando “una tecnología compleja como es la escritura”, mediante la cual metaboliza su “experiencia más inmediata”.

Roberto Appratto advirtió que se sentía obligado a identificarse con un lugar “huidizo y difuso” como lo es Uruguay en su conjunto, y aseguró que lo que conoce nunca coincide con un paisaje concreto, sino más bien con espacios simbólicos. En su caso, la preocupación se concentra más en la relación con ese paisaje móvil que en la identificación de una geografía. Juan Grompone aseguró que las geografías también son momentos, acompañados de fechas y períodos, y Horacio Verzi precisó que “hay una geografía exterior e interior” desde la que narra. De este modo, las charlas trazaron cartografías insospechadas e imprecisas, cargadas de retazos y ambigüedades, en las que continúa residiendo el misterio.