Desde la ventana del Hotel Dante me inclino sobre Montevideo. Un día, a través de los mares, en la tercera clase de cierto barco, un italiano llegó a Montevideo y se transformó en hotelero. No encontró mejor nombre para su hotel que el del altísimo poeta. Así me lo explica, gordo y viejo, mientras por las calles de Montevideo rumbo a los negocios la gente pasa indiferente al poeta.
Se vive el furor de la seda en Montevideo. Por unas cuantas calles de la Ciudad Vieja, que se extiende a espaldas del puerto, se vende seda, una seda que viene de todas partes, a precios muy bajos. La que llega de São Paulo, que por lo demás goza aquí de bastante renombre, es más barata que en Río de Janeiro. Y las calles se llenan de turistas que adquieren camisas y cortes de seda. Hay discusiones tremendas con los propietarios de las tiendas, quienes al principio piden precios fabulosos por su seda y, media hora después, la venden baratísima.
El italiano viejo me cuenta pasajes de la vida de Dante y me habla de la conmoción que le produjo la primera vez que lo leyó, en Milán. Pero allá abajo está Montevideo.
El número de brasileños es muy alto en esta ciudad. Lo más impresionante es que todos los cabaretiers son brasileños. Un forastero debe pensar que corresponde a nuestra raza la especialidad de anunciar a las artistas y la música de orquesta en una sala de cabaret barato por las calles del puerto. Daría la impresión de que la nacionalidad brasileña del cabaretier le otorgara cierto prestigio a la casa, pues en sus puertas se anuncia tal condición en letras bastante grandes. Se trata de cabarets de mala muerte, donde la gran mayoría de las mujeres se identifican como riograndenses, a pesar de tener las más diversas nacionalidades. Hubo una, sin embargo, que no me engañó: dijo que era chilena, sí, y que tenía orgullo de serlo. Pero conocía Brasil. Había circulado hasta São Paulo en un circo que bajaba desde Bolivia (en La Paz se había transformado en artista) y que terminó sus días en el interior paulista. Ella se enroló en otro circo y se fue quedando en Montevideo, en el triste cabaret del puerto donde un argentino se hacía pasar por “célebre cabaretier brasileño”, según se anunciaba en la puerta.
El hotelero habla de Beatriz. La mujer chilena no se llamaba así, pero su vida, que contaba entre tragos de coñac con una voz desilusionada, también estaba llena de tristeza.
Buenas librerías las de Montevideo. Son muchas y están desparramadas por las calles céntricas de la ciudad. La industria del libro no se ha desarrollado por aquí. Las editoriales son pequeñas y creo que la Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense es la única que tiene cierta importancia intelectual. Pero las librerías rebosan de todo lo que se publica en España, en Argentina y en Chile. Miles de ediciones que atestan las vidrieras. Revistas y más revistas, principalmente argentinas. Uruguay siempre tuvo fama de país culto y hasta hubo quien lo llamó la Suiza de América. Y, a juzgar por sus librerías, en verdad debe ser un país culto. En comparación, pocas de las ciudades que conocí tienen tan elevado número de casas de venta de libros. Si reparamos en que las editoriales argentinas y chilenas traducen todo lo que se publica de importante en el mundo, llegaremos a la conclusión de que en estas librerías se vende lo mejor de la cultura humana. Una cosa a notar: faltan libros franceses en su lengua original. Sólo los encontré en Chile, en Santiago. El movimiento de las traducciones argentinas es muy grande y la gente se acostumbró a leer las obras en traducción por un precio módico. De ahí que sea imposible que los libros en francés compitan con sus baratísimas versiones argentinas.
El dueño del Hotel Dante me habla, ahora, de las bellísimas ediciones de la Divina Comedia que vio en las vidrieras de Italia, menciona que posee una y tal vez se decida a mostrármela.
Sólo aquí, en Montevideo, en una lóbrega esquina, encontré a quien me ofreció libros con reproducciones de poses inmorales. En Río, muchas veces los vi en los quioscos, envueltos en papel celofán. Pero jamás nadie se me acercó para ofrecer esa especie de literatura a la que son tan afectos los liceales. En una perdida calle de Montevideo varios hombres venden esos folletos pornográficos. Quien me ofreció el libro, abriéndolo en una página tentadora, era un hombre viejo. Llevaba un sobretodo gastado, una barba incipiente y un aire de padre de familia en la miseria. Su voz carecía de sinceridad cuando pronunciaba el elogio del libro, lo que narraba y lo que mostraban las fotografías. Tal vez el viejo no había encontrado otro trabajo y tenía que aceptar ese para mantener, quién sabe, una familia numerosa.
Pero yo no compro el libro porque estoy en el Hotel Dante. Y el hotelero me muestra una maravillosa edición de la Divina Comedia.
El gato es mi animal preferido. Sé que a muchos no les gustan estos bichos, a los que consideran malos y egoístas. Yo, en cambio, siempre amé a los gatos y siempre tuve más de uno. Da gusto ver a esos enormes felinos de Montevideo que duermen en las sillas de todos los bares, en las puertas de todas las casas de comercio. Nunca vi gatos tan grandes. Y gracias al gato del Hotel Dante interrumpo estas consideraciones sin poesía, me aparto del hotelero y me despeño por la escalera, porque estoy harto de oír declamar a Dante en italiano por el dueño de un hotel en Montevideo.
Jorge Amado