“Ayer me vinieron a contar que el hijo de Peixoto escribió sobre mí en un libro [...] si estuviera escrito de la manera que la gente acostumbra a hablar, no habría de estar escrito en un libro, ¿no es así? Puedo ser viejo, puedo no saber una letra, pero hay muchas que todavía sé”, se lee en uno de sus cuentos. Sus historias épicas se construyen a partir de una cadencia implacable y una potencia simbólica desgarradora, como en Cementerio de pianos, la novela inspirada en Francisco Lázaro, un carpintero portugués que compitió en la maratón de los Juegos Olímpicos de 1912, desfalleció mientras corría y murió.
“La edad de las manos”, el primer relato de Historias de nuestra casa, ya define esa singular mirada de Peixoto, que por momentos adquiere una autonomía delirante y onírica, y por otros se vuelve un auténtico documento de vida. Otros alternan padres que envejecen, fiebres incendiarias, campos, huertas, cuerpos. Cementerio de pianos avanza a partir de un relato a dúo entre el maratonista y su padre: “Cuando empecé a enfermar, pronto supe que iba a morir. En los últimos meses de mi vida, cuando conseguía hacer a pie el camino entre nuestra casa y el taller, me sentaba sobre un montón de tablas y, sin ser capaz de ayudar en las cosas más simples: igualar el marco de una puerta, clavar un clavo: me quedaba viendo cómo Francisco trabajaba ensimismado, en medio de una niebla de motas de aserrín. De joven yo también era así”, dice al comienzo Francisco Lázaro padre. Se trata de un recorrido a dos voces en el que se va registrando la vida, la muerte y sus continuidades, las distintas versiones del amor, el duelo y las miradas de niños que no comprenden. Así es cómo, a través de los sonidos, los silencios y los vínculos, se va cimentando un mundo increíblemente plástico y multiforme, en el que los personajes comienzan a mimetizarse, como las piezas de esas decenas de pianos en desuso. Se trata de una escritura sobre esas zonas misteriosas, que no conocemos del todo y que se repliegan como un último intento de supervivencia.
¿Recién llegás de Rivera?
-Sí, estuve en una escuela y en un centro de formación [docente]. No tenía idea de que existía un lugar en el mundo donde el portuñol se hablaba de una manera tan sistematizada. En Portugal, cuando hablamos de portuñol es como un chiste, que en el fondo quiere decir que la gente no habla bien español pero lo intenta, y por eso los mezcla. Pero en Rivera es toda una cultura plasmada en esa mezcla de la frontera. Me impresionó muchísimo, sobre todo porque yo nací en un pueblo a 60 kilómetros de la frontera [con España]. Ya tengo para leer la novela Viralata [de Fabián Severo].
Tus personajes son fundamentalmente obreros, ¿tiene que ver con tu proximidad a ese mundo?
-Sí, y esos son mis libros que están disponibles aquí. Ahora está saliendo Galveias [traducido por Pilar del Río, viuda de Saramago] -que es el nombre de mi pueblo-, y es un libro en el que esa realidad está muy presente. La vida de esa región es muy rural, y se trata de una ruralidad en la cual la gente trabaja para otros. Son áreas de latifundio, donde muy pocos son propietarios de la tierra y muchos son los que trabajan para ellos. Esa es la realidad que conozco desde que nací. Como se puede ver en Historias de nuestra casa y Cementerio de pianos, yo empecé por escribir sobre los asuntos que me eran más cercanos, como mi familia o ciertas cuestiones muy íntimas. Así fue como el círculo se amplió: hoy en día ya tengo ocho libros entre distintos mundos y temáticas. Por ejemplo, en mayo salió en España un libro escrito a partir de un viaje a Corea del Norte.
¿Ahí también se puede rastrear a Portugal?
-Sí, claro. En los otros siempre encontramos algo de nosotros mismos. De alguna manera, la literatura siempre busca al ser humano. Independientemente del espacio, de la cultura y del tiempo, lo humano es algo que permanece y que, en cierta dimensión, todos compartimos.
¿Cuánto determinan a tus personajes esos paisajes rurales o pueblerinos?
-En lo personal, y por mi experiencia, ese es un tema que me habla mucho. La cuestión de lo rural y lo urbano implica ciertos aspectos que, cuando uno los profundiza desde lo más absoluto, pueden llegar a lo mismo. Pero el hecho de considerar la ruralidad implica una visión de cuánto influye la proximidad de la naturaleza, o el alejamiento de ella, en el modo en que uno vive y entiende la vida. La vida pueblerina tiene ciertas características que la diferencian de la vida en la ciudad, y creo que una de las más importantes y fundamentales es esa de la proximidad con la naturaleza. Porque ese acercamiento se percibe en cómo uno entiende la muerte y el tiempo. Hay otros aspectos también importantes, por ejemplo en la dimensión social, como el hecho de vivir en una comunidad en la que todos se conocen, con lo que tiene de bueno y de malo, por la vigilancia y por cuánto el colectivo condiciona opciones y libertades. Para mí eso se vuelve muy natural, no sólo por lo que Portugal tiene de urbano y de rural, y por el contraste entre esas realidades, sino también porque crecí en un pueblo de 1.000 personas y hace 20 años que vivo en Lisboa.
En Cementerio de pianos, Francisco Lázaro es un hombre pobre que sólo se hace visible mediante su participación y muerte en los Juegos Olímpicos.
-Él es un símbolo nacional: por un lado, es muy interesante el hecho de que haya formado parte de la primera representación de Portugal en los juegos. De alguna manera, es una metáfora de un país bipolar, extremamente entusiasta, determinante y optimista; y luego muy derrotista, con un desánimo insoluble. Francisco Lázaro también tiene esa dimensión. En la novela, él desempeña un papel estructurante, sobre todo en lo que es esa familia. En Portugal, Francisco es un personaje que la gente no conoce muy bien; muchas veces se dice “ah, sí, ya escuché esa historia”, pero no es un relato presente a nivel popular. A su vez, él es una señal de su tiempo, porque en aquel momento Portugal vivía su primera república, después de salir de la monarquía, y el principio del siglo XX fue un período muy convulsionado de la historia portuguesa. En la novela decidí distanciar a Francisco Lázaro de su tiempo histórico; en ningún momento se hace referencia a que están en 1912, como ocurrió en la realidad.
También hay otros personajes que comparten esas características, sobre todo las mujeres, que por momentos pueden dar señales de una desolación total, pero en general se vuelven resilientes.
-En cierto modo eso es un reflejo de lo que representan las mujeres en el Portugal tradicional: un ambiente colmado de diferencias, una sociedad en la cual las mujeres y los hombres tienen lugares muy asignados. También tiene que ver con el lugar de los géneros como se entiende en una sociedad católica. Portugal es un país donde más de 99% de la población es católica. Toda esa manera de mirar el mundo es la que está muy presente. En lo que respecta a las mujeres, hay un respeto de las normas sociales, pero eso no significa, necesariamente, que las mujeres sean débiles. Y como ocurre en tantas otras sociedades del mundo, muchas veces las mujeres no tienen un rol tan reconocido, pero son el pilar de la mayoría de las cosas, y eso es lo que está más desarrollado en la novela. Incluso en las historias son el pilar que sostiene a los hombres y a sus debilidades, que muchas veces son tabú, de las que no se puede hablar, que no se pueden mostrar mucho, pero que, cuando surgen, en realidad son las mujeres las que se sacrifican para que ellos puedan mantener su posición de fuerza.
En un momento, en la novela se dice “El tiempo no tiene voluntad, tiene instinto”, y los personajes parecen seguir ese mismo rumbo de impulso.
-Sí, en la novela hay una tesis que la atraviesa, y que tiene que ver con las generaciones y con lo que uno hereda del pasado. No somos de generación espontánea. Hay muchas cuestiones que llevamos con nosotros casi que por herencia de nuestra civilización. Cuando nacemos, formamos parte de determinado medio, de una determinada sociedad, de la cual adquirimos valores y aprendemos maneras de mirar y comprender el mundo. Años más tarde, cuando ya tenemos conciencia y nuestras propias ideas y visiones, ya estamos condicionados por esa matriz. Es cierto que tenemos la posibilidad de rechazar muchas prácticas, pero también es cierto que la matriz se define desde muy temprano, de manera que muchas veces no tenemos conciencia de eso, y tampoco se vuelve una decisión personal. Por eso el libro también habla de la familia; si bien en la realidad la mayoría no es tan estructurada como esa, es un ejemplo que se vuelve sugerente.
Es sugerente acerca de lo generacional, y también de lo efímero de la vida: “A la hora de poner la mesa éramos cinco [...], mientras uno de nosotros esté vivo, seremos siempre cinco”.
-Cuando hablaba de la proximidad con la naturaleza en los pueblos, creo que esa es una de las cosas que hacen mucho la diferencia. Si vivís en un pequeño pueblo, conocés a muchos perros, y los perros mueren; tenés un conocimiento largo de gente de muchas edades, y la gente se muere. La muerte se vuelve más presente, porque la muerte en sí misma es natural. Es totalmente antinatural mantener a las personas vivas indeterminadamente. Y nosotros vemos -aunque siempre sea un tema sensible- que hoy en día la mayoría de las personas llegan a sus últimos años viviendo de una manera antinatural. No sé cómo es en Uruguay, pero en general las muertes son en hospitales, lugares donde se prolonga la vida sin importar su calidad ni si todavía sigue siendo una vida, ni si realmente se conservan las características esenciales de lo que realmente es estar vivo.
Pero a la mayoría de los personajes les pesa eso que comienza a faltar y que se pierde para siempre, sobre todo en Historias de nuestra casa.
-Esos cuentos pertenecen a dos libros distintos, Te me moriste [su primera novela, de 2000] y Cal [2007]. Lo que todos los relatos tienen en común es el hecho de que los protagonistas siempre son mayores, tienen 70, 80 años. Y muchas veces pertenecen a un mundo rural. Algo muy impresionante que viví desde mi niñez es la convivencia con gente muy mayor. Una característica muy marcada de mi región es el envejecimiento de la población. Es un lugar donde hoy en día casi no hay niños, porque Portugal -como Uruguay- es un país muy centralizado. Aunque no tenemos una ciudad con una diferencia de población tan grande como la de Montevideo, allí el desequilibrio está entre el litoral -del lado del océano- y el interior -del lado de España-. En el interior no hay muchas oportunidades de empleo, la agricultura está muy abandonada, y los jóvenes emigran al litoral, o al extranjero. Entonces, esos relatos no sólo están tocados por el desánimo del fin de la vida, sino también, y de una manera tal vez más importante, por el desánimo con respecto a grandes cambios, y el gran descenso de la vida en esas regiones. Es muy deprimente. Y te puedo decir que mi región, Alentejo, es la que tiene mayores tasas de suicidio. Curiosamente, esos suicidios ocurren entre las personas mayores, que se matan cuando dejan de ser autosuficientes. Creo que esto habla mucho del sentido de dignidad de las personas. En realidad, si conoces todos esos sitios desde antes, hoy en día es muy duro verlos.
Otros de los protagonistas sueñan con ser jóvenes, y en ese gesto alcanzan la felicidad, aunque sea momentánea y quimérica.
-Ese es un cuento que también incluye mucha ironía vinculada con la cuestión de la edad, algo muy importante para pensar el tiempo de la vida, en el sentido de que la edad es muy relativa, y nosotros vivimos de una manera muy curiosa, porque cuando comenzamos a acostumbrarnos a una edad, y a una posición en el mundo, todo cambia, y debemos transformarnos en otra cosa. O sea, cuando ya estamos bien posicionados con tener 20, despertamos y ya cumplimos 30. Luego, en un tramo, ya tenemos 50, y un día nos descubrimos con 70. Y, curiosamente, cuando tenemos 70 sigue siendo muy parecido a cuando teníamos 20. Paradójicamente, cuando llegas a una determinada edad, miras hacia atrás y piensas en cómo veías a las personas de tu edad, y ahora la tienes. Por eso, el cuento hace un salto entre las dos edades, y hay cierta soberbia y arrogancia del personaje joven.
Propia de la juventud.
-Claro, como cuando Oscar Wilde decía “ya no soy lo suficientemente joven como para saberlo todo”. Me interesa reflexionar sobre eso. Alguien cuyo nombre no recuerdo decía “nunca seré viejo, los mayores siempre tendrán 15 años más que yo”. Es interesante. Hay un aspecto que me lleva de nuevo a Cementerio de pianos, y es el momento en que uno llega a la edad que tenían sus padres cuando nació. Yo ya tengo más de esa edad. Hoy en día me veo con la edad que tenían mis padres cuando yo era niño, y tengo memoria de cómo los miraba a ellos cuando tenían esa edad. Para mí es increíble mirar a mi hijo y ser consciente de cómo él piensa, o de cómo él me puede ver. Muchas de esas cosas que la gente lleva de una manera muy libre, como amar, o vivir, o tomar decisiones, son un proceso y un desafío intelectual muy fuerte.
“El hombre que está sentado a la puerta” es un cuento que se diferencia de los demás y que hasta puede leerse como una declaración de principios, en la que se cruzan el autor, su representación y su mundo de ficción.
-Me encanta cruzar dimensiones. La literatura lo hace desde hace mucho tiempo, [Julio] Cortázar y [Jorge Luis] Borges lo hicieron siempre. Y creo que, más que autobiografía, eso siempre tiene alguna verdad, en el sentido de que la existencia está hecha de múltiples capas, de diversas realidades, y unas no son más reales que otras. Tenemos que intentar considerarlas todas, para así poder contar con una conciencia lo más plena posible. Es cierto que el hijo de Peixoto de ese cuento existe. Y soy yo en cierta parcela, porque yo no soy sólo el hijo de Peixoto, ni siquiera sólo soy ese hijo de Peixoto. Cada persona siempre es mucho más compleja y, de alguna manera paradójica, nos trascendemos a nosotros mismos. No alcanzamos a tener esa conciencia plena. No es posible, somos más grandes que nuestra propia comprensión. Traer lo autobiográfico, la ficción, lo fantástico, lo social, lo realista, es un intento de expandir la visión de los lectores a través de sugerencias que les plantean un esfuerzo. El texto, a través de distintas estrategias y temas, siempre se vuelve una máquina que plantea al lector un trabajo que él mismo deberá realizar.
Antes de terminar, ¿es cierto lo del tatuaje faulkneriano?
-Ah, no, eso es mentira... [Después de arremangarse la camisa y mostrarlo, dice:] Sí, y no era muy joven cuando lo hice.
¿Es un intento de materializarlo?
-Sí, tiene mucho que ver con eso. Y es algo que a mí me habla mucho. Mira, hace 16 años que hago mi vida alrededor de la literatura. Y si bien siempre ha estado presente en mi vida, ahora es algo que hago profesionalmente. Y esto es algo que nunca había imaginado. Entonces, para mí es increíble y fascinante llegar a un país tan lejano del mío como este, y verte llegar con mi novela, y que me hables del hijo de Peixoto, y de cosas que en un momento sólo existieron en mi mente, en mis visiones personales. De alguna manera, eso es algo que también está presente aquí [señala su tatuaje], porque Yoknapatawpha es un lugar que no existe físicamente, pero que sí existe para todos los que conocen esos libros y tienen la generosidad de darle cuerpo, como siempre ocurre con la lectura. Al mismo tiempo, Faulkner me encanta. Esa palabra es un neologismo de los Chickasaw, una tribu de Mississippi, y significa “agua que corre despacio por las llanuras”. Esto es algo que me habla mucho, y que también tiene mucho que ver conmigo.