Más allá de su evidente problemática sociopolítica, los traficantes de drogas y sus señoríos feudales internacionales de delincuencia y violencia tienen un atractivo innegable, y entre los cientos de productos que los tienen como protagonistas, Pablo Escobar sigue reinando como la figura central. Es probable que Griselda -La madrina o La viuda negra- Blanco haya sido más importante a la hora de extender el suministro de cocaína colombiana a Estados Unidos y el resto del mundo, seguramente los hermanos Rodríguez Orijuela y su Cártel de Cali acumularon en su cenit aun más poder y dinero, y las diversas organizaciones de tráfico mexicanas lo superaron en ferocidad y crueldad, pero en términos de carisma oscuro y valor icónico como ejemplo absoluto de narco todopoderoso, nadie se compara con Escobar. De hecho, su magnetismo siniestro es tan fuerte que ya ha sido sujeto de casi una veintena de películas o series televisivas, por no hablar de decenas de libros e incontables referencias en todos los formatos de la cultura popular. Serio aspirante al puesto del criminal no estadista más famoso del siglo XX, combinaba su omnipotencia económica con una personalidad en parte excéntrica y sociopática, pero en otra parte sumamente tradicional, familiera y poco distintiva, generando una imagen fácil de reprobar moralmente, pero con la que se identificaron miles de jóvenes (o no tanto), como ejemplo de un ascenso social por fuera de cualquier parámetro de decencia.

No extraña, entonces, que, en el marco de la política de ensayo y error con la que se maneja el canal de streaming Netflix, la serie Narcos, dedicada a los años cruciales de la vida de Escobar, y de la que en los últimos días se subió la segunda temporada, sea uno de los productos más exitosos. Como dijimos antes, no es ni remotamente la primera serie o película sobre él, pero cuenta con varios atractivos extra, tanto conceptuales como infraestructurales. Lo más destacable es el carácter globalizado de su producción; los anteriores productos audiovisuales sobre Escobar y el Cártel de Medellín ofrecían la visión hollywoodense o la latinoamericana, pero Narcos combinó ambas, y aunque es en esencia una producción estadounidense, se trata de una colaboración internacional -hablada alternativamente en inglés o castellano, según qué personajes estén en pantalla-, la mayor parte de los actores y cineastas implicados son de origen latino o brasileño, y fue filmada por completo en los lugares de Colombia en los que ocurrieron los hechos.

La primera temporada abarcaba más de una década de la vida de Escobar, desde sus orígenes como traficante mediano de Medellín, a fines de los 70, hasta su fuga de la cárcel-palacio de La Catedral en 1992. Cubría el impresionante y vertiginoso ascenso que lo convirtió en el hombre más poderoso de Colombia, y culminaba con Escobar ya libre de su seudoprisión y en busca de recuperar la influencia perdida. La segunda lo sigue apenas un año y -la historia es lo bastante conocida como para no tener que hacer una advertencia de spoiler, quiero suponer- registra su no menos vertiginosa caída. En 2015 vimos la acumulación de riquezas, lealtades y crímenes; ahora, la pérdida de todos los privilegios y el regreso a una condición de vulnerabilidad inimaginable para el Escobar de los 80. La segunda temporada es, entonces, similar a la película La caída (Oliver Girschbiegel, 2004), sobre los últimos días de Adolf Hitler, con la que tiene muchos lazos, no siempre evidentes. A la vez, siendo menor la cantidad de hechos en los que Escobar estuvo implicado en ese breve período, se abre la cancha a una buena cantidad de personajes que habían tenido un rol más lateral el año pasado. Los agentes de la DEA Steve Murphy (Boyd Holbrook) y Javier Peña (Pedro Pascal) cobran mayor importancia, lo mismo que quienes representan a los cárteles de drogas rivales o a los terroríficos “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar), organizados en torno a los hermanos Castaño, dos sádicos terroristas y asesinos de civiles. Las libertades que se toma la serie para contar sus historias han sido criticadas (entre otros, por el hijo de Escobar) y son admitidas desde una placa al comienzo de cada episodio, pero más allá de matices, interpretaciones y algún personaje imaginario, todos los hechos centrales se reproducen con más que razonable fidelidad, y, por supuesto, Narcos no es una lección de historia.

Ese acento tan raro, m'hijo

Esta segunda temporada no tiene al brasileño José Padilha, principal artífice de la serie, como director de ninguno de sus diez episodios, pero el estilo veloz, lleno de exteriores y ásperamente urbano que este desarrolló en su film Tropa de elite (2007) sigue intacto y hasta mejorado por sus reemplazantes. Narcos es extremadamente lujosa en lo técnico, y sus escenas de persecuciones y balaceras por las calles de Medellín, Cali y Bogotá son a menudo deslumbrantes, a la vez que retratan a estas ciudades sin maquillaje pero con calidez y respeto. La herencia más notoria -e inevitable- de Padilha es su discutida elección para el rol principal del protagonista de Tropa de elite y su secuela, el bahiano Wagner Moura, que había sido bastante polémica por el extraño acento del actor, que no delataba completamente su origen brasileño, pero tampoco sonaba muy colombiano que digamos. Además, su Escobar con una permanente expresión lúgubre no parecía concordar con las imágenes documentales del narco, en las que casi siempre apareció muy sonriente.

Moura o sus directores corrigieron bastante el acento, pero la interpretación es la misma, y es realmente genial. Poco importa si se corresponde más o menos con el Escobar real: irradia una ira (a veces) contenida y una violencia latente que hacen totalmente creíbles el enorme poder y la capacidad de intimidación que requería el rol. Aun vestido con buzos que le darían vergüenza a un burócrata de vacaciones, Moura nunca deja de parecer un villano de veras peligroso, hasta que deliberadamente cambia esa apariencia. Las idas y venidas del período final de Escobar permiten a los guionistas colocarlo en situaciones mucho más íntimas o complejas que las ejecuciones o los negocios de drogas, y Moura aprovecha eso para ofrecer un abanico de sutiles matices de interpretación que sólo pueden calificarse de virtuosos. Su Escobar no tiene nada de unidimensional, y por momentos hasta llega a ser conmovedor. Se puede cuestionar esa humanización del responsable de literalmente miles de muertes, algunas de una crueldad insoportable, pero no se puede acusar a la serie de presentar una imagen edulcorada o comprensiva de quien sin duda fue un monstruo. Sus crímenes, algunos de ellos aberrantes, como la colocación de bombas en áreas civiles de Bogotá para presionar al gobierno, no son esquivados ni suavizados, pero la suma de los guiones -generalmente hábiles, aunque en ocasiones un tanto obvios- y la interpretación de Moura redondea una visión que está muy lejos de ser simple o maniquea.

Sí se le puede criticar a esta temporada el escaso desarrollo de algunos personajes laterales y el estiramiento artificial de algunas situaciones, con juegos de gato y ratón que parecen delatar una influencia de Breaking Bad, pero el conjunto es muy satisfactorio y generalmente lleno de tensión, aunque el final histórico sea conocido. Quizá señalar la importancia crucial de la versión de Julio Sosa de “Cambalache” en una escena clave (con grandes guiñadas a El padrino) del segundo episodio sea un exceso de nacionalismo, pero es lo primero que comentamos al hablar de la serie con un compatriota.

Narcos (segunda temporada)

Creada por Chris Brancato y José Padilha. Netflix, 2016. Con Wagner Moura, Pedro Pascal, Boyd Holbrook, Paulina Gaitán y Bruno Bichir.