El perfeccionamiento y relativo abaratamiento de los efectos digitales viene propiciando una veta nueva de películas “para toda la familia”: versiones con actores (en live action) de clásicos animados. En lo que va de la década tuvimos Alicia en el País de las Maravillas (2010), La cenicienta (2015), Alicia a través del espejo (2016) y El libro de la selva (2016), además de Maléfica (2014, relectura de La bella durmiente). Todas fueron producidas por Disney, y la cosa viene funcionando tan bien que ese estudio tiene en curso nada menos que una docena de proyectos más de ese tipo para los próximos años (algunos de los cuales son las inevitables segundas partes de las más exitosas entre las películas mencionadas).
Mi amigo el dragón es un caso aparte. La película original (1977) dista de ser un clásico. Integra el período más deslucido (en lo artístico y en lo comercial) de los estudios Disney (entre 1966 -año de la muerte de Walt Disney- y fines de los 80). Sólo es recordada por quienes eran niños cuando se estrenó y fueron llevados a verla, supongamos que a falta de una mejor opción. Ni siquiera era propiamente una película de animación: se hizo con actores y sólo el personaje del dragón Elliott era animado, sin pretensiones (ni posibilidad técnica) de integrarlo a la imagen fotográfica en forma realista. Era, además, un musical.
Es curiosa la decisión de “refilmarla”. Máxime porque en realidad esta película poco tiene que ver con aquella, excepto por el hecho de que Pete es un huérfano que se hace amigo de un dragón llamado Elliott. Todo lo demás fue reinventado. La actual no es un musical, y su estilo es por completo diferente. La única explicación que le veo a que se venda como una refilmación de la otra es que Disney haya calculado como un pequeño beneficio contar con que quieran verla parte de quienes eran niños en 1977 (y de quienes lo eran cuando se relanzó en 1984, y cuando se editó el DVD de 2002). Total, si esos ex niños implican un par de milloncitos adicionales en la boletería, ya vale la pena.
La cosa empieza con un toque trágico, y esa primera secuencia debe ser bien salada para un niño chico y susceptible: un viaje familiar, un accidente de auto en medio de la carretera desierta que surca un extenso bosque, y el pequeño Pete (cinco añitos) lloriqueando “¡Mamá!” al lado del auto volcado en el que adivinamos que están sus padres muertos. Es decir, ¡otra que Bambi o El rey león! Cuando acechan los lobos que amenazan con devorarlo, Pete es salvado por el dragón.
Saltamos cinco o seis años y Pete, casi púber, vive la vida más saludable y feliz del mundo en el bosque, cual pequeño Tarzán o Mowgli, con su amigo dragón al que llama Elliott. El dragón lo protege, lo saca a volar, se acurruca con él para dormir en la cueva que parecen haber escarbado bajo las raíces de un árbol enorme, y ambos juegan aprovechando que Elliott tiene el poder de volverse invisible.
La perturbación vendrá a partir del contacto con otros seres humanos que, al descubrir a Pete, quieren obviamente rescatarlo y protegerlo, y que al hacerlo lo separan de su amigo dragón, para inmensa tristeza de ambos. Por medio de Pete, los más malvados, ambiciosos e insensibles de los habitantes del pueblo cercano logran encontrar al dragón; reaccionan ante él primero con una agresividad nacida del temor, y luego con una desconsiderada ambición económica, al ver la posibilidad de capturarlo y exhibirlo como una atracción. La aventura sigue su rumbo predecible.
Los guionistas no tuvieron que matarse demasiado para inventar los rasgos básicos de la historia, que tiene como referentes, entre muchísimos otros, a King Kong, ET y Cómo entrenar a tu dragón. Quizás el niño que interpreta al Pete de diez u once años no le haga total justicia al rol (es raro, pero Hollywood parece haber perdido la mano con lo de los niños actores: en el reciente El libro de la selva la cosa era peor aun). El desarrollo de los personajes es medio precario.
Pero la película tiene varias cosas muy destacables, excepcionales, incluso. Una es el diseño de Elliott, que tiene forma de dragón y es verde, pero todo peludito y fofo, y se mueve como un perrazo alegre y cariñoso -la mascota más maravillosa que se pueda concebir-. Como el ET de Spielberg, desarrolla con Pete una especie de telepatía, y percibe si algo le pasa al niño. Cuando Pete es llevado a la ciudad, Elliott se mantiene siempre cerca, mirando por la ventana o durmiendo -sin ser visto por nadie- arriba del techo. Es también el amigo invisible, el ángel guardián.
También se destaca la importancia que la realización le concede al ambiente, al bosque. La película tiene la virtud de tomarse su tiempo para generar climas, para contemplar, para sentir la vibración del silencio poblado por los ruiditos de la naturaleza. Y esta se ve imponente, con una fotografía exquisita (el director declaró que para concebir el estilo visual estudió El corcel negro -Carroll Ballard, 1979-, dibujos animados de Hayao Miyazaki y la reciente La bruja -Robert Eggers, 2015-). La producción es estadounidense, pero Nueva Zelanda tuvo mucho que ver en la realización: allí se filmaron los exteriores en ese bosque imponente, y además Elliott fue diseñado y realizado (tremendo trabajo técnico-artístico) por Weta Digital, la empresa de efectos especiales de Peter Jackson, radicada en Wellington. El dragón es el único elemento notorio de efectos digitales en el film, que por lo demás podría haber sido realizado con el mismo tipo de recursos que cualquiera de las películas no animadas de bichos que hacía Disney en los años 50 y 60.
La historia se ubica en una época reciente pero medio indefinida. No parece haber celulares ni computadoras personales, así que pueden ser los 80 o el comienzo de los 90, lo que de paso implica menos inspección satelital, menos cámaras callejeras, menos producción de fotos, menos información por internet y, por lo tanto, más misterios, de modo que los cuentos de un viejo que dice haber visto al dragón cuando era niño siguen siendo fuente de mitología local. No sabemos de dónde vino la familia del niño, y ni siquiera en qué país estamos; es como en algunas historias de superhéroes, en las que asumimos que los hechos ocurren en una ciudad de Estados Unidos, pero las instituciones del resto de ese país nunca llegan propiamente a intervenir en la trama. Aquí el bosque y el pueblito anónimo parecen constituir un universo cerrado, reducido a binomios: naturaleza-civilización, imaginación-realidad, infancia-crecimiento. Que Elliott sea verde y que quienes lo amenazan sean empleados de una maderera (que tala el bosque y reduce su área) puede hacer ver al dragón como una alegoría de la naturaleza o de la ecología (aunque, por suerte, ese subtexto queda por ahí nomás, sin que haya discursos al respecto). El hecho de que el dragón se pueda volver invisible y, salvo en casos excepcionales, sólo se muestre cuando quiere y a quienes quiere, refuerza también su papel como un elemento imaginario.
Esa estructura es usada con creatividad por los realizadores, incluso con el toque de genio de guardar para un único momento, cerca del final, el poder que todos más esperamos de un dragón, en una escena que además va a cerrar y resolver toda la cadena de vínculos humanos de la historia.
Por increíble que parezca, no se exhibe en Uruguay una sola copia en el idioma original, lo cual es lamentable. Aun así, vale la pena ir a verla: es un disfrute para los sentidos y la imaginación, y una muy buena opción para entretener a los niños sin sacrificio personal.
Mi amigo el dragón (Pete’s Dragon)
Dirigida por David Lowery, basada en el film de 1977 dirigido por Don Chaffey. Estados Unidos, 2016. Con Oakes Fegley, Bryce Dallas Howard y Robert Redford. Grupocine Ejido, Life Cinemas Costa Urbana, Maturana, Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas; Ópera; shoppings de Colonia, Paysandú, Punta del Este, Rivera y Salto.