Roald Dahl nació en Cardiff el 13 de setiembre de 1916 y fue piloto de guerra, espía, inventor, guionista de cine e ícono de la incorrección política en la literatura infantil y juvenil. ¿Qué más? Ah, sí, gigante. Cien años después de su nacimiento, sus libros gozan de una fantástica popularidad y mantienen vigencia tanto para los lectores pequeños como para los adultos.
Todo comenzó cuando el empresario naval Harald Dahl, padre de Roald, cayó del techo de su casa, donde estaba arreglando unas tejas sueltas, y se fracturó el antebrazo. Llamaron al médico del pueblo, que llegó borracho y les dio a unos improvisados ayudantes la orden de tomar la muñeca del herido y tirar de su brazo lesionado. Aquel disparate le costó una horrenda fractura expuesta y una amputación a la altura del codo. Todo el grotesco espectáculo fue presenciado por un pequeño y horrorizado Roald de tan sólo tres años, que recogería esa y otras jugosas anécdotas en el magnífico libro autobiográfico Boy, relatos de infancia (1984). Allí se puede adivinar el origen de los personajes exagerados y delirantes que poblarían sus libros, y los capítulos relacionados con la vida escolar nos permiten acercarnos a un niño algo revoltoso -demasiado, quizá-, que sufrió de sus rigurosos profesores desde reprimendas y acoso psicológico hasta severos castigos físicos, incluyendo, según la tradición británica, azotes en las nalgas con una vara de mimbre.
El inquieto Roald fue enviado a una exigente escuela inglesa. Se metió en líos cada vez que pudo, y apenas cumplió 17 años se unió a la empresa petrolera Shell, que lo enviaría como piloto en misiones de traslado de combustibles. Para regocijo del joven, que buscaba aventuras en tierras desconocidas y lejanas, en 1938 lo mandaron a Dar el Saalam, Tanganica, en África oriental. Estaba allí cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y se alistó en la fuerza aérea. Le encomendaron pilotear un caza biplano Gostler Gladiator, lo estrelló en su primera misión y sobrevivió de milagro. Tras una larga recuperación volvió a desempeñarse como piloto de guerra, derribando a una considerable cantidad de aeronaves enemigas. Por aquellos días también le gustaba fotografiar desde las alturas el suelo minado del norte de África.
Retirado del servicio militar por cuestiones médicas, fue enviado como agregado militar a Washington, donde conoció a presidentes, senadores y empresarios. En ese período -según se dice- inició paralelamente su actividad en el servicio de espionaje para su majestad británica. Dahl, que venía de una familia adinerada, se movía con soltura y elegancia en aquel mundo, aunque le era -y siempre le fue- difícil pasar inadvertido con sus dos metros de estatura.
En Washington comenzó a escribir relatos sobre su vida como militar y también narraciones de tinte fantástico como Los gremlins (1943), para una película de animación que nunca se terminó, y cuyos personajes finalmente fueron llevados al formato de largometraje, con Steven Spielberg como productor y Joe Dante como director, en 1984. Aquel inicio como escritor de relatos para jóvenes y niños fue alentador, recibió buenas críticas y empujó al ex piloto a seguir por ese camino, pero jamás dejó de escribir para público adulto. Incursionó en el teatro y escribió, además, textos para radio, tres novelas y estupendos relatos de suspenso que son clásicos del género, como “Hombre del sur” o el impresionante “Cordero asado”, quizá el pico literario más alto de su carrera como cuentista.
En su etapa estadounidense, Dahl se vinculó con el mundo de Hollywood, salió con estrellas, se hizo amigo de actores y frecuentó fiestas y recepciones. Algunos dicen que esa fue su etapa más activa como espía, y también la de mayor alcoholismo. Se casó con la actriz Patricia Neal, tuvieron cinco hijos, y en su vida familiar comenzó una serie de tragedias que lo marcarían para siempre. Su hija mayor, Olivia, murió de sarampión a los siete años. Dahl se refugió en el mundo que la niña había dejado (su cuarto, sus juguetes) e intentó revivirlo en sus obras.
Aquel buen comienzo con Los gremlins inició una impresionante producción literaria para niños. Por ejemplo, James y el durazno gigante (1961), llevada al cine como animación y dirigida por Henry Selick en 1996 años después; y Charlie y la fábrica de chocolate (1964), el gran clásico de Dahl, que lo elevaría a autor de prestigio mundial y que tuvo dos (fallidas, según este servidor) versiones para la pantalla grande, en 1971 (Mel Stuart) y 2005 (Tim Burton), con el recientemente desaparecido Gene Wilder y Johnny Depp, respectivamente, interpretando a Willy Wonka.
Siempre se interesó por lo que tenían para decir los niños, y siempre, en sus libros para ellos, hay personajes adultos de una malicia sin fin, cuya única misión parece ser hacerles la vida miserable a las pobres criaturas. Gente capaz de tomar de su pulcra cabellera a una alumna para hacerla girar en el aire y terminar lanzándola, cual boleadora humana, por encima del muro de la escuela, como tenía por costumbre, en el entrañable libro Matilda, de 1988, la nada adorable señora Trunchbull (Tronchatoro en la versión española de la adaptación al cine de Danny DeVito -1996-). Agregar la mirada crítica del niño sobre el mundo de esos mayores siempre fue recibido con gratitud por sus jóvenes lectores, y conformó lo que podríamos llamar “el sello Dahl”: adultos siniestros, niños que buscan venganza.
Hay muchos títulos más, novelas sin tiempo, con personajes dinámicos, exagerados y vitales, llenas de diálogos divertidos y mucho vértigo. En su literatura infantil no sobra nada. Todo funciona. A pesar de los excesos, o aparentes excesos. Como en el caso de La maravillosa medicina de Jorge (1981), novela corta cuyo personaje principal, un niño maltratado por su horrenda abuela, decide envenenarla mezclando todos los líquidos que encuentra en su casa. Es que en Dahl no hay concesiones: la historia se presenta como algo descarnado y violento, dulce y sincero. No es frecuente ver la súbita toma de conciencia de un adulto sobre lo terrible de su accionar. No. Los adultos son siempre malvados, hasta el final. Si bien hay un espacio en sus historias para los sentimientos, nada en ellas resulta cursi. Hay finales que no son tan felices, y otros imperfectos. Como en la vida.
Nada lo detuvo. Ni siquiera las tragedias. Además de la muerte de su hija Olivia, su hijo Theo fue atropellado por un auto en su coche de bebé y padeció hidrocefalia. Necesitaba un drenaje en el cráneo que no funcionaba bien, y eso llevó a Dahl a diseñar él mismo una válvula que les presentó a los médicos y logró mejorar el tratamiento. También le dedicó mucho empeño a colaborar con la recuperación de su esposa Patricia de un derrame cerebral. Siempre siguió adelante. Quizá esa sea la energía que se respira en cada párrafo de sus libros. Uno siente que aquello está en movimiento, se mueve y crece. Y que nada logrará detenerlo.
Pensemos en Los cretinos (1980), en el que, a pesar de la escasez de personajes luminosos (sobre una pareja de viejos insolentes que se gastan bromas pesadas, incluyendo en ellas sapos, fideos de gusanos y ojos de vidrio), la trama avanza arrolladora y divertida, con una naturalidad sorprendente que le impide al lector soltar el libro pese a la seguidilla de gags desagradables.
Dahl escribió durante muchos años en una cabaña, ubicada al fondo de la casa donde descansaba el resto de la familia. Allí trabajaba sus textos a mano y tomaba gin. Fumaba y, a veces, charlaba con su ilustrador de siempre, el genial Quentin Blake, único autorizado a ingresar al santuario.
Fue un aventurero hasta sus últimos días, se casó con la mejor amiga de su esposa y tuvo un serio conflicto con las autoridades israelíes cuando opinó sobre la muerte de civiles en Beirut -en la revista Literary Review- durante la guerra de Líbano de 1982. Vivió intensamente. Fue polémico, “un payaso”, como le gustaba decir. Tras su muerte en 1990, nos dejó un museo y una fundación con su nombre, que destina un porcentaje de las regalías de sus libros para la ayuda a niños con dificultades de aprendizaje.
También nos dejó un libro póstumo, Mi año, publicado en 1993, en el que, mediante una lírica descripción del pasaje de las estaciones, repasa su vida en deliciosas viñetas. Allí, como en toda su obra, nos recuerda que es sólo la forma en que miremos, y nada más que eso, lo que nos hace lo que somos: adultos llenos de preocupaciones, o niños gigantes para siempre.
Sebastián Pedrozo