La música -junto con el teatro- fue uno de los principales fenómenos culturales de 1973 a 1985. Roger Mirza, académico e investigador que se ha dedicado especialmente al estudio de esos años, recuerda que nadie puede olvidar lo que significaron los espectáculos teatrales y el canto popular como formas de resistencia durante la dictadura, convertidos en oportunidades para recuperar la participación comunitaria y el encuentro en un espacio público, a partir de sentimientos comunes, cuando se había prohibido hasta el derecho de reunión. Luego los ciclos de música popular comenzaron a escasear, hasta convertirse en una rareza.
Hoy Rubén Olivera, guitarrista, cantautor y docente de música popular desde 1977, desafiará al tiempo y estrenará un prometedor espectáculo en el que no se ensayan definiciones ni respuestas, pero sí se trazan memorias individuales y colectivas, e incluso aquellas surgidas “casi entre sueños”, según dice en el difícil intento de describir con palabras un proyecto que tiene algo de collage fellinesco, signado por los derechos humanos.
Rafael Courtoisie escribió un poema de dos líneas: “Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar. / Todos, menos uno”. A fines de 2000 se lanzó una convocatoria llamada Memoria para armar, que proponía reunir testimonios de mujeres víctimas de la última dictadura uruguaya. A partir de eso, al año siguiente se publicó el primer tomo de una serie, y en 2002 Horacio Buscaglia lo llevó a escena en el teatro Circular. El resultado fue un relato fragmentado de voces femeninas que, a partir del testimonio, intentaban elaborar el trauma. Rubén Olivera fue uno de los invitados a esa presentación. Así fue como comenzó a idear una Memoria para armar musical, a partir de fragmentos de canciones interpretadas en dictadura: “Como nos pedían las letras previamente, por duplicado, para la censura, Los Que Iban Cantando hacían versiones instrumentales. Después [de 1985] quedaron secuelas. Luego, con el tiempo, seguí en este formato fragmentado, que también repliqué en mis programas de radio, donde elijo un tema específico. El de este lunes, por ejemplo, fue la burocracia. Reuní una canción de Leo Maslíah, ‘Empleada de oficina que atiende al público’, y otra de Eduardo Rivero, ‘Trámite’, con producciones sobre el tema de Cantinflas y Antonio Gasalla. De cierta manera, lo mismo sucedió con el espectáculo”, cuenta.
Memoria para armar se construye a partir de la memoria individual, social y emotiva: “Hay muchos afectos personales -adelanta-, como en la foto de Diana Mines de 1977 [utilizada para el afiche], en la que se cruzan la cara de una niña y la mano de su abuela”.
Después de haberse dedicado a su libro Sonidos y silencios. La música en la sociedad, este año se había propuesto concentrarse en la composición, y el resultado se volcó a este espectáculo. Entre los antecedentes están algunos trabajos que había hecho junto a Mauricio Ubal y Títeres Girasol, así como el espectáculo revolucionario que a principios de los 80 montó Jorge Lazaroff, titulado Dos, en el que conversaba, discutía e incluso cantaba consigo mismo, mediante filmaciones proyectadas en una pantalla, sincronizadas en una verdadera hazaña para los medios técnicos con que se contaba en aquel momento: en ese juego, los personajes Laza y Choncho, dos versiones de sí mismo en tensión dialéctica, se enfrascaban en cuestiones de principios, como cuando el real le criticaba al virtual que lo que hacía era totalmente intelectual, y le decía que “agarrar una viola y ponerte a hacer de entrada una melodía repetida más o menos hasta el cansancio por todo el mundo, utilizando, sin sentirlo en lo más mínimo, fórmulas de acordes y de enlaces que han perdido todo su contenido sensible de tan gastadas... Eso no es ser espontáneo, ni sencillo, ni popular, ni nada. Eso es ser totalmente cómodo”. Dos “fue totalmente innovador -recuerda Olivera-, porque esa lucha entre el intelectual y el más convencional generaba, por ejemplo, que uno se enojara y se fuera del escenario, para después aparecer cantando en la pantalla. Y al final, cantaban juntos. Una canción que el Choncho grabó con Asamblea Ordinaria la hicimos con Mauricio. Y ahora, 30 años después, volvemos con Asamblea sobre esa canción, en la que yo canto con ellos, Numa Moraes y Fredy Pérez, desde la pantalla. Y se incluyen varios guiños, como por ejemplo, que ellos estén alineados en vertical, como también estaban alineados Los Que Iban Cantando en la carátula de un disco”.
En uno de los libros de Memoria para armar se plantea que “contar es un modo de conjurar”. ¿Componer es otra forma de conjuro?
-Sí, en este caso sería conjurar afectos para mover la materia. En el espectáculo, por ejemplo, está este hombre [señala al gato]. Y sucede mucho esto: estoy sentado en un cajón peruano que me regaló un amigo, el espectáculo comienza con el dibujo de una ventana, y un tema de la película Mi tío [1958], de Jacques Tati; me llevaron a verla cuando tenía diez años y quedé impactado, incluso pedí para verla de nuevo. Me acuerdo de que me habían llevado para consolarme porque había fallecido mi papá. Y la imagen que más recuerdo es la final, con una ventana que siempre me encantó. Así es como, a grandes rasgos, el espectáculo empieza con esa memoria individual.
Es inevitable vincularla con “Interiores”.
-La memoria siempre es un espacio de conflicto y de resignificación. Lo interesante del asunto es que les pedí a poetas que me grabaran algunos de sus poemas, como Circe Maia [“La pared mal encalada”], Macachín [“La casa”, donde también aparece Eduardo Darnauchans cantando “no, no cumplo años”, y “La casa”, de Fernando Cabrera], Rafael Courtoisie [“Memorias del bosque”], Eduardo Nogareda, y después ya se trasladan a lo social, con una pieza de Carlitos da Silveira que se llama “Música de cajón de música”, que es muy prismática, pero también aparecen las voces de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, José Gavazzo, Paco Espínola e Idea Vilariño comentando algunas cuestiones. Y así es como comienza a desarmarse esa casa, esa ventana. Pero también hay algún títere y una impronta medio cirquera. Y lo que se mantiene es el humor.
Premoniciones militantes
Lauro Ayestarán decía que, contrariamente a lo que se piensa, la cultura de un pueblo no se mide por lo que consume sino por lo que produce. En el encuentro con Olivera surgieron varias anécdotas y referencias, pero la que se impuso fue la de su recuerdo de Ada Margaret Burgueño, una uruguaya desaparecida en Argentina, autora de una serie de poemas “muy premonitorios”, como el que rezaba “Quisiera encontrar mis huesos”, que en la obra es leído por Susana Maisonnave. A ella se suman la voz de Héctor Guido, como si le formulara preguntas desde el público, y la proyección de “La mujer”, un audiovisual de Walter Tournier creado a partir de un cuento de Julio César Castro, Juceca.
Olivera dice que Memoria para armar “se politiza”. Para explicarlo recita “La misma canción” (“El barrio se mecía / el calor de navidades / pero algo ya no estaba / tan seguro en su lugar. / La grieta en el pesebre, / o la peste en los rosales, / la vida era un enigma, / al que había que explicar. / El barrio siempre olía / a café de Manzanares, / la vida era un trompo / que giraba sin parar. / Paseaban los hermanos, / vestiditos siempre iguales, / la vida era un trompo / que giraba sin parar”). Plantea que a veces unos pocos años trastocan la realidad. “Yo me fui a Buenos Aires a los 17, ya militando. Tal vez con unos años menos habría sido sólo un espectador, y con unos más ya habría ido en cana. El espectáculo es una transición de esa mirada”.
“Chantas, turros, sobrevivientes”
Consultado sobre cómo ve el proceso de lucha contra la impunidad, el músico no titubeó en señalar que, a esta altura, es como si se viviera en un eterno estado de transición. Hace muchos años, el Servicio Paz y Justicia (Serpaj) “definió que se vivía en un estado fáctico de impunidad. Décadas después, aún no se logró cruzar datos, ni siquiera ejecutar una investigación seria. 40 años después, los huesos de María Claudia [García de Gelman], los huesos de Elena Quinteros, los huesos del segundo vuelo todavía están ahí preguntando: ‘¿qué pasa?’. Es triste que, tantos años después, todavía sigamos jugando a la búsqueda del tesoro en los batallones. Un juego perverso al que uno también se acostumbra. Y sin embargo, es necesario hacerlo. Pero yo en Familiares veo a las viejas muriéndose”.
Advierte que el riesgo para la izquierda es caer en un tratamiento protocolar de los derechos humanos: “Está protocolizada hasta la emoción. En el espectáculo, Gavazzo justamente está grabado en la conferencia de prensa de 1976, cuando él habló por el primer vuelo. Esas mentiras ya están claras. Pero los datos van tan de a poco... Las broncas son circunstanciales; cuando aparece un cuerpo se eleva el volcán de la bronca, pero después de que larga su lava, todo vuelve a quedar como estaba. Es tan a cuenta gotas... Es como los archivos de la iglesia católica o de la CIA, que se abren 50 o 100 años después, cuando ya hay sólo una cuestión histórica que nada tiene que ver con el presente”.
Lo alarma esa rutina aprendida de enseñar a los niños a ser honestos en medio de un mundo corrupto, a cuidar el ambiente de un mundo contaminador, a ser pacíficos en un medio violento. “Como también se acostumbran a vivir en la impunidad. De parte de la misma izquierda se apoya esto. Por eso en el espectáculo hay una canción que se llama ‘Sobrevivientes’ -que no está grabada en disco-, en la que al final utilizo una estrofa del poema ‘Muerte de Emilio Jáuregui’, en el que Juan Gelman, a todos los que hacen politiquería barata con los derechos humanos, los insulta y los llama ‘chantas, turros, sobrevivientes’. Elegí ese nombre porque resignifica el término ‘sobreviviente’, no como víctima, sino como aquel que no estuvo a la altura de su supervivencia”.