Contanos cómo fue tu experiencia de jurado en el Premio, tanto en términos de proceso de selección como en lo referido a las obras que se presentaron, sobre todo pensándolas en un contexto latinoamericano.
-Irónicamente, tengo una experiencia corta en salones de este tipo. Por un lado, y debido a motivos peculiares, en mi país esta forma de exhibición pública está en franca decadencia, no es el modo en que ocurre la selección artística de la escena local. Además, en los lugares donde todavía estaba presente, por mucho tiempo no me invitaron, y me pareció muy divertido que me invitaran aquí. Me pareció excitante la masa de entradas: era muy transparente, sobresalía la brecha entre un grupo de trabajos muy interesantes y legítimos de prácticas contemporáneas y una serie de obras de disciplinas más tradicionales, que en la conversación del arte actual quizá tendrían poco lugar. A los jurados nos pareció muy adecuado resaltar esa diferenciación. Eso hizo que la selección fuera una especie de “selección natural”, con todas las ironías que esa fórmula tiene.
Varias piezas participaban en esa conversación con la indeterminación del objeto del arte contemporáneo, que es algo que ocurre de una manera muy clara a lo largo de toda América Latina, y en ese sentido tenían una variedad de méritos muy evidentes. Hay un puñado de obras ahí que me parecen perfectamente defendibles. Por supuesto, sugiere la necesidad de establecer un compromiso hacia adelante, en términos tanto institucionales como de público, para lograr que estos brotes se conviertan en una intensa floración. En general, el conjunto al que me refería es consistente, y hay una serie de investigaciones que son bastante intensas y compartidas. Interrogaciones sobre la duplicidad de la representación, tanto en el campo de las imágenes como del género; sobre los dispositivos de representaciones históricas o arqueológicas; sobre la condición del objeto como objeto que se puede exhibir, en una manera muy detallista y, en ocasiones, preciosista. Hay una serie de piezas que están denotando preocupaciones sobre la condición de género, de opresión y de violencia que atraviesa la condición femenina y homosexual, y hay otras que se preocupan por desmontar la lógica de la pintura. No fue una selección dispersa, responde a ciertas líneas investigativas.
¿Lo que se ve en el Salón Nacional se adecuó a tus expectativas, o chocó contra lo que pensabas y sabías del arte uruguayo actual?
-Es una pregunta relevante, porque si bien no estoy pendiente de lo que pasa aquí, tampoco estoy totalmente desinformado. Probablemente, algo que caracterizó de una forma muy específica la dinámica del arte en Uruguay en las últimas décadas fue el hecho de que no podía ocurrir en Uruguay. El efecto a largo plazo del exilio fue insertar a unos cuantos artistas muy importantes de origen uruguayo en la constitución del arte latinoamericano. Pienso en Luis Camnitzer, en Carlos Capelán, en un debate continental y global que para muchos, incluyéndome, fue formativo. Varios colegas y yo podemos declararnos discípulos de Camnitzer, como lo somos de Gerardo Mosquera, y al mismo tiempo prevalece siempre la sensación de que si bien políticamente la historia del exilio puede darse por terminada, persiste esa dificultad entre adentro y afuera. La imbricación de la localidad y su ramificación internacional dista de estar resuelta. Esto está mucho más acentuado que en otros países de la región, donde, por supuesto, hay varios artistas que acarrean -de manera feliz o torpe- la función de ser representantes de la escena, pero no se presentan en solitario. Hoy por hoy, empieza a haber un cambio en ese sentido, pero ciertamente sería más productivo si hubiera un mayor dinamismo de las instituciones locales en lo referido a cómo se percibe la relevancia de que hay una cultura contemporánea en el lugar.
Sin que esto sea una crítica, es un síntoma de la complejidad de una situación que un modelo que para muchos es anacrónico, como el del Salón Nacional, siga ordenando la discusión. Por un lado, porque eso sugiere que hay un solo foco de visibilidad, y también porque delata que el programa en el año no permite derrocar u opacar ese momento organizado. Más allá de esto, hay, por otra parte, una cuestión llamativa: dentro de esa situación algo centrípeta, el debate acerca de estas prácticas no tiene que ver con la representación de Uruguay, sino con la subjetividad contemporánea y la posibilidad de una cultura artística competente. No puedo saber más; por supuesto que debe haber otras dinámicas en cuanto a cómo opera la producción de arte, a cómo se entiende la relación entre producción y exhibición, o escolaridad. Queda claro, sin embargo, que hay artistas muy interesantes, y que eso cumple una regla muy latinoamericana: que las prácticas artísticas relevantes en nuestros países suelen ocurrir “a pesar de...”.
Tu trayectoria profesional, hasta donde sé, se ha dividido entre Inglaterra y México. Primero, una pregunta muy directa, quizá demasiado: ¿dónde te parece que se producen las cosas más interesantes? Segundo: ¿existe todavía la idea de centro y periferia en las políticas artísticas?
-La función de responder a la pregunta “qué es lo más interesante”, en su neutralidad aparente, encierra una serie de presupuestos que son anacrónicos: la idea de que curadores y críticos son vigilantes de las tendencias avanzadas, y también la de que existe un punto de interés. Una de las características de la condición cultural contemporánea es su multifocalidad. No es el compendio de lo más adelantado de una historia, sino el despliegue sorprendente de una serie de historias: cada una reclama su interés, se entrecruzan y no tienen un punto de resolución. El punto es que hay interés.
Además, apuesto a que nunca, desde que existe un arte moderno -vale decir desde el siglo XVIII- ha habido tanto público. Con el público, también el flujo de capital, el flujo de lo que sugiere el torrente confuso del deseo y el flujo de pulsiones intelectuales que promueven la necesidad de debatir, de aventurar especulaciones. En esa dimensión, en lugar de pensar qué es lo más interesante en el arte contemporáneo se puede pensar que el arte contemporáneo se ha vuelto extremadamente interesante. Se ha convertido, y no creo exagerar, en la forma cultural más dinámica y constituida del presente, desplazando la función que en otro momento tuvo la literatura y quizá el cine. Precisamente porque es el espacio en el que la cultura es entendida como ansiedad, y en el que se registra el brutal cambio que hay en el mundo, no es legítimo apuntar a uno de esos campos como si fuera el producto dominante. Evidentemente, cuando aparecen ciertas elaboraciones concretas que resultan relevantes lo que uno hace es tomar la pluma o conseguir los medios para tratar de exhibirlas y acompañarlas, a fin de que adquieran la misma urgencia para los demás.
Ahora, sobre el tema centro-periferia, hay un proceso histórico largo. El régimen modernista era de exclusión y mala representación de la llamada periferia: concentraba, no solamente en el argumento sino también en la praxis, la excelencia artística moderna en los países de la OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte], con desprecio a la complejidad de hacer arte afuera de ellos, tanto bajo el capitalismo como bajo el socialismo. Ese régimen ya esta convertido en un registro de archivo. Solamente quienes están totalmente desinformados piensan hoy que para hacer cultura contemporánea hay que irse a Nueva York o a París.
Aun así, lo que tenemos es una geopolítica hecha de un circuito en el que tanto los polos geográficos como los agentes y participantes en esos distintos polos geográficos tienen poderes desiguales. Se parece un poco a los mapas de las aerolíneas, donde lo que hace grande a un espacio es cuántas líneas se cruzan en él: un efecto conocido de este fenómeno es que el espacio intermedio entre las metrópolis no participa en el circuito, ni siquiera aludido como representación, y otro efecto es que la interconexión de estas historias las magnifica, las potencia. Un factor de esta dispersión -no el único, porque hay también una crítica del colonialismo- es el hecho de que tenemos hoy en día alrededor del arte algo muy nuevo, una especie de plutocracia global integrada. Antes había burguesías nacionales apoyando algunas artes modernas -y otras veces dejando que el rancho se pudriera-, pero hoy es una plutocracia que tiene mucha intervención y peso en la generación de un mercado plutócrata de arte. La concentración de esos capitales, el apoyo y fetichización de algunas instituciones, más que lugares, de ciertos productos, antes llamados artistas, y de ciertos circuitos de poder de galerías conforman una estructura mucho más colonialista que la de la producción crítica, y sería una mentira hacer aparecer las cosas de modo que no se viera que eso debe ser subvertido de alguna manera.
Te has ocupado del rol en la creación y difusión del arte de diferentes instituciones: museos, galerías, bienales, ferias, escuelas de bellas artes, etcétera. Te voy a nombrar tres y me decís cuál pensás que es su situación actual. Arrancamos con las galerías.
-Es una pregunta inmensa. Hay una transformación del papel de esas instituciones. No creo que haya una pérdida absoluta de identidad de ninguna, pero ciertamente hay un reacomodo que hace que la norma, con su heteronormalidad, aparezca lastimada y transformada.
Para empezar, la galería ha dejado de ser, físicamente, un espacio de venta. Lo que implica la intensidad de las ferias de arte es que se han vuelto agencias de venta itinerantes en un mercado a larga distancia. Es importante, desde el punto de vista de la historia económica, pasar de un mercado local a otro a larga distancia. El crecimiento de algunas de las galerías como poderes globales corporativos no tiene precedentes: no sólo son capaces de sostener tres o cuatro sucursales físicas y 40 ferias al año que generan cuentas de miles de millones de dólares -y no estoy exagerando con los números-, sino que además, sin recurrir a la violencia, pueden imponer programas a instituciones, tener domesticados a coleccionistas y poseer efectos de control de marca sobre los públicos. Así, incluso artistas que están muertos bajo tierra, o muertos en vida, siguen funcionando igual que si estuvieran vivos.
Los museos.
-En los museos lo que tenemos es un enorme crecimiento numérico, y un cambio de regímenes de operaciones en muchos lugares del mundo. No es irrelevante la comparación que hizo Andrea Fraser hace unos años cuando dijo que la cantidad de museos en Estados Unidos está creciendo al mismo ritmo que la de cárceles. Estamos en una fase con enorme acumulación de capital y una brutal redistribución a favor de la plutocracia, que se expresa en una imponente inversión inmobiliaria. Un elemento determinante es la formidable construcción de espacios de exposición de arte, inmuebles que definen la ciudad globalizada. Es notorio que estos proveen un centro cultural y social, y también un referente de marco identitario, a estas urbes que conforman el circuito, los lugares donde se disputa la relevancia de obras que están -o no- en el mercado.
A la vez, proveen experiencias sociales que no se dan en otros ámbitos; por ejemplo, son de los pocos lugares en los que las diferentes clases sociales se mezclan sin que haya que poner policía entre ellas. Permiten un espacio interclasista que a veces la calle ya no puede contener. Por ende, estas instituciones pueden tener desarrollos extremadamente preocupantes y a la vez extremadamente promisorios. De ellas es preocupante la continua confusión entre interés privado e interés público. Pero también se han vuelto el foro donde existe física y públicamente la cultura en el presente, de forma organizada y reflexiva. Como los medios no operan sobre la base de la relevancia cultural, sino sobre la del mercado, y el espacio de la educación no está en general coincidiendo con el espacio de formación de opinión, estos son los lugares donde ocurren ciertas condiciones, como la teorización en público, la reflexión sobre la situación de la política sin la manipulación mercadológica de partidos, y el desarrollo de una sensibilidad que no tiene el mandato inmediato de ser utilizada para la venta de productos.
Todo eso me hace pensar que, a diferencia de lo que ocurría hace 20 años, cuando la existencia del museo, como la de la biblioteca, parecía incierta, tanto la significación del museo como el debate sobre sus usos y poderes van a ser elementos centrales de las discusiones y luchas sociales futuras. El museo está adquiriendo una función muy distinta de la formación del repertorio canónico de la cultura occidental, o de la clasificación etnológica de las sociedades que han sido sometidas al genocidio, para convertirse en una plataforma de disputa sobre qué clase de cultura y sociedad se ha de construir, en cualquier sentido que se lo quiera leer, incluso el de la construcción de subjetividades por parte del poder. El museo va a estar atravesado por un gran peligro de -para usar una frase de Carlos Monsiváis que me gusta- “morir de éxito”, y al mismo tiempo por la potencialidad de volverse vital en el debate social.
La tercera ya la mencionaste: la educación.
-El espacio de la educación está en una fase de transformación difícil de perfilar. En los últimos años han emergido en el arte muchas figuras que no fueron entrenadas como artistas, así como procesos de investigación y creación que no son tradicionalistas. Se puede pensar que el campo artístico ha funcionado como una esfera pública paralela y como una academia paralela. Entonces, las preguntas sobre cómo se genera la investigación, y las condiciones económicas para que haya una investigación, van a ser un asunto que alterará radicalmente nuestra visión actual de qué es la educación artística. Ya está pasando, tenemos que reinventar la forma de entrenar a los futuros artistas.
He leído que pensás en el “arte latinoamericano” como una categoría que cuestiona constantemente el arte occidental. ¿Podrías explicar cómo?
-Hay una trabazón en la que vemos aquello que llamamos arte latinoamericano porque está considerado en oposición, en exclusión o en una relación de crítica respecto al arte occidental, o eurocéntrico o de la OTAN. Esa definición ha sido el eje de los puntos de debate que, históricamente, estructuraron nuestra narrativa acerca del arte latinoamericano, más allá de la sumatoria de narrativas particulares y de los efectos de ciertas artes fundadoras. Pienso en la inversión del mapa de Joaquín Torres García, en el intento de destitución de la noción de lo estético del muralismo mexicano, en la interferencia primitivista y dadaísta de la antropofagia brasileña, o en el modo en que la trayectoria del neoconcretismo se empeñó en hacer revivir al modernismo cuando este estaba en crisis.
Todo eso aparece hoy en relatos históricos, por su importancia en la cultura contemporánea en términos de cuestionamiento, subversión o suplemento al relato artístico fundado sobre la lógica excluyente de Occidente. Es un problema relacionado con el efecto de una herida que se vuelve productiva, y que no te permite reconstituir esos relatos como si en ellos no hubiera fracturas. Todo esto ocurrió hasta hace muy poco, pero hoy es interesante ver qué va a pasar, ya que hay una producción integrada a los circuitos globales, y estos circuitos se han reformado exitosamente, lo cual no debería decepcionarnos del todo. De todas formas, resulta muy evidente que el arte de América Latina ha criticado el arte occidental, o que su mera existencia ha sido una crítica.
¿Cuál es la función del crítico hoy?, ¿tejer o quebrar el relato del arte?
-La gente que tiene colgado un listón que dice “crítico de arte” hace, por supuesto, relatos, toma vino en los cócteles y llena páginas de periódicos, pero todo eso me parece que es la viruta de una operación muy precisa. Esa operación consiste en transformar la expectativa del público acerca de lo que considera meritorio culturalmente. El momento de la crítica es una operación política, en el sentido de hacer necesaria una práctica cultural que de otra manera parecería irrelevante. Esto podría ser el desarrollo de aquella hermosa recomendación de Walter Benjamin que dice que el crítico debe castigar al público, pero siempre haciéndolo sentir representado. Creo que la función del crítico reside en esa dialéctica en la que el crítico busca modificar el punto de vista del público. Vale decir que no se trata de dictar sentencia, sino de dejar al condenado satisfecho.
El Salón y sus premios
Este Premio Nacional de Artes Visuales, el número 57, “dedicado” al escultor Octavio Podestá, no ha hecho estallar polémicas como las anteriores ediciones -apenas algunas escaramuzas en Facebook, según me cuentan-, pero sí ha sorprendido a muchos por el reducido número de piezas elegidas (una veintena a partir de más de 200 obras presentadas, lo que permite imaginar que varios nombres destacados de la escena local hayan quedado afuera), y por desplegar una veta política que se podría resumir, muy burdamente, como “de género”. Tema sacrosanto, por supuesto, pero también sobreexpuesto mediáticamente y de no fácil manejo simbólico. De todas maneras, y generalizando, eso implica, con respecto a la visión bien localista registrada en el Premio anterior, un salto hacia discusiones globales y “de tendencia”.
Las obras premiadas fueron Arqueología, de Eloísa Ibarra (Gran Premio Adquisición MEC); Extravagancia de Venus, de Fernando Barrios (Primer Premio Adquisición MEC); Noche estrellada, de Silvina Arismendi (Segundo Premio Adquisición MEC); Si más es el signo, ¿cuáles serán hoy nuestros mayores esfuerzos para acordar, construir y sostener otra cultura posible?, de Diego Focaccio (Tercer Premio Adquisición MEC); y Astromelia, de María Clara Rossi (Premio de Pintura Julio Alpuy). Los otros artistas seleccionados fueron Manuela Aldabe, María José Ambrois, Federico Arnaud, Cecilia Bonilla, Colectivo Básica TV, Colectivo Chapa, Mariana dos Santos, Julián Dura, Magdalena Gurméndez, Colette Hillel, Federico Lagomarsino, Verónika Márquez, Irina Raffo, Juliana Rosales, Pedro Tyler, Juan Uría y Pablo Uribe.