Un aniversario tan contundente, de tres cuartos de milenio, puede incitar a una magnificación exagerada. Sin embargo, hablando aquí de Giotto -cuyo nacimiento la mayoría de los expertos ubica en 1267 en Vicchio, provincia de Florencia-, no es nada hiperbólico sostener que la idea occidental de realismo, a nivel visual, tiene su raíz en la producción pictórica del toscano. Tras él, la mirada sobre la realidad y la forma de representarla asimilaron rasgos que se han refinado enormemente, pero que conservan siempre aquella pulsión “mimética” de la vista que Giotto promovió, en detrimento de la rigidez y chatura (absolutamente buscadas) típicas de la cultura bizantina que lo había precedido. En el despliegue del arte europeo medieval, pero también renacentista, Giotto ha sido un referente: ya archifamoso en su época, aparece mencionado -como caso del alumno que supera a su maestro, Cimabue- en el Purgatorio de la Comedia de Dante y en otras obras. Tanto Boccaccio en el Decameron como Franco Sacchetti en el Trecentonovelle lo describen como un eximio pintor, pero también como un agudo e inteligente ciudadano, siempre pronto al chiste mordaz (el arte de la palabra era, en aquella época, absolutamente central para la vida social de un hombre destacado). La definitiva consagración se la dio, dos siglos después, Giorgio Vasari en su Vidas de excelentes pintores, escultores y arquitectos, cuando lo definió como quien, habiendo abandonado la torpe manera bizantina, “resucitó la moderna y buena arte de la pintura”, “retratando las personas al natural” y rescatando así una actitud perdida en los siglos. Empero, más allá de la creación de la leyenda del artista -todo un prodigio ya desde niño-, su habilidad para representar naturaleza y personas, con tal precisión que se podía confundir la pintura con la realidad, fue absoluta y cambió, desde el principio, el camino del arte medieval (y, en consecuencia, del sucesivo). Sin abandonar fuertes dosis de simbolismo, la verosimilitud de los rasgos de sus modelos, la exhibición de sentimientos no sólo trágicos -y por ende nobles-, sino también comunes y hasta triviales, la intención de “usar” visualmente lo que lo rodeaba, aun en reconstrucciones históricas o bíblicas, se instaló definitivamente.

El gran cambio formal giottesco es fácilmente comprobable al comparar su célebre Cristo crucificado de Santa Maria Novella (1290) con otros pintados por Cimabue o por Giunta Pisano pocos años antes: el cuerpo abandona la forma de S tensa y los rasgos duros y casi gráficos, para concentrarse en una pesadez que deja de flotar y tiende a “caer”, con los pies sostenidos, por primera vez, por un solo clavo, mientras el rostro expande la mueca de sufrimiento -apenas esbozada por Cimabue, Pisano o Duccio di Buoninsegna-, hasta convertirse en algo totalmente terrenal (y terriblemente familiar). Huelga decir que la aplicación de tal “realismo” a la figura del redentor disparó una conmovedora humanización de lo sagrado que nunca más se pudo borrar del imaginario colectivo.

El primer trabajo importante de Giotto podría no ser suyo, ya que los especialistas están divididos entre quienes le atribuyen los ciclos de las historias de Isaac y de San Francisco, en la basílica superior de Asís, y quienes no (la minoría). Sin embargo, sobre todo en las escenas franciscanas -más allá de cuestiones técnicas muy complejas de interpretar-, la cantidad de atrevimiento, novedad y alejamiento de los estrictos parámetros compositivos de su época no parece dejar dudas. Incluso la elección de Francisco va en esa dirección subversiva tan propia del carácter de Giotto (cuya colaboración con los franciscanos sería la más duradera y fructífera de su trayectoria): era, a fines del siglo XIII, un santo “fresco”, muerto apenas 70 años antes y, a nivel iconográfico, básicamente virgen: Giotto pudo plasmar las escenas de su biografía desde cero. En un contexto local (varios edificios son construcciones reales de Asís) ya “curioso” de tridimensionalidad, creó personajes humanísimos, volumétricamente dinámicos, en poses casi inauditas (la desnudez del santo, anatómicamente fiel, cuando renuncia a las vestimentas; las bocas abiertas de los monjes que cantan en el pesebre, tal vez las primeras del arte occidental). Rostros ya marcados por una expresividad pasmosa, que no teme ningún estado emocional, colores cálidos, sin miedo a la plenitud y la fuerza.

Entender a Giotto y a su fama casi inmediata es entender un cambio histórico fundamental: Florencia deja de ser, hacia fines de 1200, una comuna conservadora para volverse un centro comercial y financiero pujante, donde la incipiente y agresiva burguesía toma definitivamente el poder económico y simbólico. Son los comienzos del capitalismo, y su clase por excelencia adquiere conciencia del lugar que el hombre ocupa en hacer la historia, aunque, por supuesto, sin abandonar una pesadísima carga religiosa. Esta nueva confianza del burgués en sí mismo y en sus medios se muestra en la atención prestada a su ambiente, y Giotto recoge ese sentimiento, reflejando en su pintura lo que vive y haciendo saltar esquemas que habían funcionado durante por lo menos un milenio. Para entenderlo, una visita (aun virtual) a la Capella Scrovegni en Padua abre los ojos. Esa capilla, que Enrico degli Scrovegni hizo construir hacia 1305 -según la leyenda, para enmendar los pecados de usura de su padre (a quien Dante había colocado en el Infierno), y que, en realidad, es un monumento a él mismo, a su vez usurero (servía sólo para uso personal, y él aparece en uno de los frescos)- fue pintada por Giotto en su totalidad, y es probablemente su obra maestra. Allí, por la naturalidad de las posturas y la gama emocional que desprenden, es absoluta la sensación de que cada figura que compone la historia del Viejo y el Nuevo Testamento fue recortada de la contemporaneidad ciudadana: adquiere cada vez más preeminencia algo que preanuncia la perspectiva cónica, el pathos de las secuencias se desparrama en posiciones nuevas, personajes de espaldas, enredados diálogos entre cuerpos y cabezas, actores generalmente neutros, como los ángeles, que participan anímicamente en lo que ven, efusiones desconocidas en la iconografía medieval, como el célebre beso de Ana e Isaac, intensísimo y con testigos entre divertidos y maravillados. Ya no hay sólo lugar para lo solemne. El desgastado lema de “artista de su tiempo” es, para Giotto, perfecto. Tras la ascensión social (de niño fue un humilde pastor), no paró de viajar, e influenció a varias escuelas pictóricas de la península (especialmente en Rimini), dejando su huella en centros culturales punzantes como Roma, Bolonia, Nápoles y Milán, aunque fue en su Florencia donde tuvo más repercusión. Proverbialmente modesto (se negaba a que lo llamaran maestro), fue, aparentemente, un buen hombre de negocios, e invirtió con éxito las ganancias de su trabajo (también con olor a usura). Otro sueño burgués: artista revolucionario, pero perfectamente integrado al sistema.

Pese a un retraimiento, después de su muerte (1337), en el panorama artístico, hacia posiciones conservadoras que impulsaron cierto “retorno al orden” (vale decir, a lo bizantino) trecentesco, su lección dio vida nada menos que a la ola humanista: los maravillosos frescos de las capillas Bardi y Peruzzi de Santa Croce, terminados en 1325, con el sustancial protagonismo de la perspectiva como algo más que un simple fondo, claramente inspiraron, casi un siglo después, a Masaccio para desarrollar aquel simbolismo e ilusión de la perspectiva, cuya fuerza para guiar a la mirada frente a la representación del mundo -desde Leon Battista Alberti a Grand Theft Auto- permanece esencialmente inmutada.

Por ahora no se anuncian grandes festejos o muestras (salvo algunas conferencias y una exposición, en Florencia, de homenajes de otros artistas, en el flamante museo del Palazzo Pegaso). Ojalá se muevan un poco más las cosas: su universo es, mutatis mutandis, el nuestro, y el nuestro lo es también gracias a él. Como decía Hegel, lo mundano se insertó y tomó su lugar, y también Giotto, según el espíritu de su tiempo, junto a lo patético admitió lo burlesco.

La O de Giotto y otras leyendas

“Pasó que un día Cimabue, célebre pintor, haciendo algunos mandados en las afueras de Florencia, se encontró con [...] Giotto, que, mientras las ovejas pastaban, [...] con una piedrita puntiaguda retrató a una [...] al natural, sin que nadie le hubiera enseñado, salvo su misma naturaleza. Cimabue se detuvo y, extremadamente maravillado, le preguntó si quería ir a su taller”. “Se dice que Giotto, todavía muy joven en el taller de Cimabue, dibujó una vez sobre la nariz de una figura pintada por Cimabue una mosca tan verídica que, cuando Cimabue volvió para seguir su trabajo, la echó varias veces con la mano, pensando que era real, hasta finalmente darse cuenta del error”. “El Papa Benedicto XII de Tolosa escuchó tanto sobre la fama de este artista que, como quería ornar con varios frescos la iglesia de San Pedro en Roma, mandó un mensajero a Toscana para que viera a Giotto y a sus obras, diciéndole que le trajera unos dibujos [...]. El cortesano, una vez en el taller, le explicó la idea del Papa y [...] Giotto, muy cortés, miró al mensajero, tomó una hoja de papel y, con un pincel tinto de rojo, firme el brazo al costado para usarlo como compás, giró la mano e hizo un círculo perfecto, que causó gran maravilla”. (Giorgio Vasari, Vidas de excelentes pintores, escultores y arquitectos, 1550).