Hace poco más de 20 años, un pequeño terremoto sacudió a la academia estadounidense (y pronto, por supuesto, llegó a varios otros países). Vino de la mano de Harold Bloom, eximio profesor de la eximia universidad de Yale: El canon occidental, un tomo de casi 600 páginas que, ante la proliferación de cursos y discursos académicos cada vez más abiertos a todo lo que no formaba parte de los clásicos, vale decir escritores blancos y masculinos (obras de mujeres o autores pertenecientes a “minorías”, e incluso géneros desde siempre considerados indignos, como la historieta), reivindicaba la centralidad absoluta (y agresivamente excluyente) de algunas figuras clave en la construcción de la mentalidad y la sensibilidad de Occidente. La cuestión estalló porque tocaba varias heridas teóricas y de otros tipos. Algunas de ellas: ¿es posible, en sociedades pluralistas y “democráticamente” horizontales, decir abiertamente que hay autores que valen la pena y otros (todos los demás) que no? (rememoro que el tomo de Bloom terminaba con listas de nombres y obras fundamentales por cada continente: ningún uruguayo); y luego, ¿quién y, sobre todo, por qué determina que, por ejemplo, Julio Cortázar sí y Juan Carlos Onetti no?; ¿es posible incluso pensar una historia de la literatura, o de cualquier otra disciplina, sin, de alguna manera, instaurar un canon? La batalla, en términos prácticos y por lo menos dentro del recinto académico yanqui, la ganó lo que se podría definir como el multiculturalismo posmoderno, que es, a la postre, una versión laxísima de canon, donde entra básicamente todo, pero también donde, por la propia naturaleza de la “selección”, algo siempre queda afuera. Crucial, en el proceso, fue sin embargo que se estableciera un ensanchamiento de los criterios de evaluación, que empezó a reconocer lo heterodoxo (un happy ending, pero no uno exento de problemas). Como siempre, en este sentido, el momento histórico, con sus pulsiones ideológicas pro globalización, tuvo un peso enorme en su desarrollo.
Este largo preámbulo parece innecesario, porque este flamante Panorama del arte uruguayo contemporáneo no tiene aparentemente nada que ver con El canon occidental: se ocupa de artes visuales, no de literatura; es muy circunscrito geográficamente (Uruguay, y no el mundo entero); no mira atrás temporalmente, sino que se concentra en el presente (pensando, y lo declaran sus compiladores, en el porvenir). Sin embargo, lo quiera o no, aun velado por una palabra simpática como “panorama” (y un poco insidiosa, el “pan” estaría por “todo”), defiende la idea de canon, que luego de Bloom fue cuestionada de por sí. Un canon palpitante, en este caso, ya que se supone que quienes habitan en sus páginas son los artistas cuyas “acciones y propuestas vienen desplegándose a partir de articulaciones de lenguaje y discurso renovadoras y frescas”. Nada menos. Ahora bien, el Panorama... no aparece en un vacío: de alguna manera la última parte de la Historia de la pintura en Uruguay, de Gabriel Peluffo, algunos fascículos de Arte uruguayo de El País, con textos de Ángel Kalenberg, o Artes visuales en Uruguay: diccionario crítico, de Nelson di Maggio, podían cumplir esa función, en formatos diferentes (narrativos, divulgativos, prácticos, etcétera), pero tan volitiva y ambiciosa tarea es, diría, bastante inédita por estos lares (aunque sí, mudándonos al campo digital, cabe mencionar Arte Activo Online, el interesante proyecto en red de Sonia Bandrymer, y la larga serie de videoentrevistas de Monitor plástico, de Eduardo Pincho Casanova).
Es innegable, por otro lado, que su rol autobuscado de voz autorizada sobre el hoy plástico tiene varios factores mitigantes que apuntan a cierta (imposible) neutralidad. Aunque el libro haya nacido en ocasión de los 80 años del Subte y el coordinador de esa sala, Rulfo (Raúl Álvarez), haya sido su principal impulsor, no fue el único seleccionador. En el prólogo se explica cómo fueron elegidos cinco compiladores más para evitar una “única perspectiva curatorial”, y se detalla la fórmula de “selección fría” aplicada: cada uno propuso sus 100 favoritos y sólo los artistas que obtuvieron tres preferencias o más entraron en la lista final; un método que prescinde de discusiones y querellas entre los miembros del comité, un poco “monádico”, pero transparente en su mecanicismo. Los curricula de los otros cinco seleccionadores son resumidos en la introducción para atestiguar su (efectiva) competencia; fueron Enrique Aguerre, Patricia Bentancur, Jacqueline Lacasa, Santiago Tavella y Manuel Neves, curadores y directores (o ex directores) de instituciones culturales y, menos Neves, artistas.
La misma disposición del contenido es pragmática y no jerárquica: nombres en orden alfabético, y a cada artista se le otorga el mismo número de páginas, cuatro. Una, siempre a la izquierda, que incluye datos esenciales y un breve texto (del propio artista o de algún crítico) sobre su actuación, y tres con fotos de obras. El modelo de presentación y diagramación parece ser el de la serie Art Now de Taschen -“una selección atrevida de los artistas más excitantes de la contemporaneidad”, según se promociona-, que ha llegado en 2013 a su cuarta entrega (la primera es de 2002). La organización del material según ese aceitado y prestigioso patrón internacional, además de cumplir prolijamente con el armado de los “capítulos”, se puede explicar por uno de los propósitos declarados del libro, su vocación de volverse documento for export. “Estrategia de difusión”, según explica Rulfo: Panorama... podría ser “una forma de salvar esa distancia que aleja [a los artistas] de posibilidades de expansión y reconocimiento más allá de nuestra aldea”.
100, más allá de sus obvios ribetes simbólicos, es un número correcto, dado el tamaño de Uruguay y la cantidad de artistas que aquí operan: suficientemente generoso como para no provocar fracturas demasiado dolorosas (por inserción o expulsión) en el equilibrio delicado del art world vernáculo, y a la vez suficientemente estricto como para eliminar, casi fisiológicamente, a varios artistas con menor continuidad o escasos resultados. Sin embargo, y cansa repetirlo cada vez que se escribe sobre cualquier tipo de antología, hay ausencias llamativas e incluso algunas casi inexplicables (acá apenas tiro dos nombres, como ejemplo: Cecilia Vignolo y Ricardo Lanzarini).
Todo medio expresivo es incluido, el abanico generacional es amplio y el número de artistas mujeres (30%) relativamente alto respecto del cuestionado canon tradicional. Lo que es cristalino, además de esta flexibilidad, es la apuesta hacia el futuro, con la inclusión de muchas figuras jóvenes o, por lo menos, de trayectorias no tan extensas, que es toda una inyección de positividad. Como, por otro lado, delata, hablando del art d’aujourd’hui oriental, la calificación de “momento inmejorable” que aparece en el prólogo. Por todo ello, y para retomar el principio de esta nota, Panorama... es un libro importante porque traza firmemente una línea. Vale decir, instituye una base (con la que es posible concordar en parte, coincidir plenamente, discrepar patentemente y hasta oponerse -finalmente, confrontarse-) sobre quiénes y cómo están haciendo el arte uruguayo. Habemus canon.
Panorama del arte contemporáneo en Uruguay
Montevideo: Subte e Intendencia de Montevideo, 2016. 430 páginas.