Hasta más o menos la mitad, lo más interesante de Mujer bajando una escalera (en alemán Die Frau auf der Treppe, de 2014), la última novela de Bernard Schlink (nacido en Bielefeld, Alemania, en 1944), es la estupidez de su narrador y protagonista; después (evidentemente no voy a dar detalles de cómo y por qué, para no spoilear), en el tramo final del libro, ese interés migra hacia la voz de Irene, el personaje femenino central. En tanto esquema, parece sencillo: primero importa la manera estúpida e infantil de mirar el mundo que tiene el abogado que cuenta la historia, y después, cuando ya es dable haberse cansado de esas tonterías, logramos que hable el único personaje realmente interesante del libro.
Ese personaje es la mujer a la que alude el título, que es también el de un cuadro de un artista ficticio (y, a su vez, un guiño a los nombres de dos cuadros vanguardistas reales: Desnudo bajando una escalera, nº 2, del francés Marcel Duchamp; y Ema: desnudo en una escalera, del alemán Gerhard Richter), que funciona como disparador de varios momentos de la trama. Así, si la mencionada obra de Richter es famosa por su hiperrealismo fotográfico y por el cuidado desenfoque que perturba la imagen, algo similar cabría leer en este libro de Schlink, que hace uso de un narrador para nada confiable a la hora de construir la historia de un cuadro, un millonario, un pintor y la esposa del millonario. Es decir: el pintor pintó a Irene (la esposa del millonario) y la convenció de fugarse con él; luego, el millonario propuso un arreglo económico para recuperarla y, de paso, toma de rehén al cuadro. ¿Predecible? ¿Trillado? Por supuesto, pero lo que logra Schlink (con una prosa austera, mínima, hasta tosca por momentos) es convencernos de que hay mucho más.
El narrador es notoriamente un hombre con la inteligencia emocional de un niño de nueve años, y cuando leemos su presentación (y mínima reflexión acerca) de ciertos hechos, entendemos que les está proyectando un esquema; inconscientemente, los está haciendo encajar en un juego de lugares comunes tomado del cine y la literatura más berreta (hay un momento en que esto queda en evidencia de manera luminosa: Irene acusa de machismo al narrador y este, incapaz de entender de qué se le está hablando, contesta algo así como “¿machista yo? ¡pero si aliento a mi hija a que estudie!”). Así ve el mundo, así imagina que lo entiende y, por tanto, así es como lo narra.
Pero después reporta fielmente la voz de la mujer que tanto ha perseguido, y ahí sentimos, parafraseando al Borges de “El acercamiento a Almotásim”, que ha aparecido una entidad más compleja. El libro -como si hubiese modulado a una tonalidad remota e inquietante- gana en textura y espesor: se convierte en una novela atendible.
No se trata de una obra maestra, ni tampoco es lo mejor de su autor (El lector -1995- sigue reclamando ese puesto, no digamos el de obra maestra), pero vale la pena en tanto mecanismo bien aceitado y capaz de ofrecer dos o tres momentos especialmente brillantes (hay una escena, por ejemplo, en la que el narrador se pone a pensar si realmente valieron la pena las desventuras que le ocasionó el amor por Irene, en base a que está contemplando el cuadro en una galería de arte y de pronto aparecen dos adolescentes que comentan que la retratada no está tan buena, que tiene las caderas demasiado anchas y los muslos gordos). Quizá, eso sí, no haya que pedirle mucho más.
Mujer bajando una escalera
De Bernhard Schlink. Anagrama, 2016. 243 páginas.