Acaso el cenit de toda la serie Sherlock fue “The Abominable Bride” (“La novia abominable”), el capítulo especial emitido en enero de 2016 que lograba tanto restaurar el escenario “original” de los relatos de Arthur Conan Doyle -es decir la Londres victoriana, en oposición a la ambientación en el siglo XXI que aportó el elemento más característico de la serie- como insertarse en la continuidad narrativa de las tres temporadas que lo precedieron. El capítulo, además, introdujo una serie de juegos entre la realidad objetiva en la que se mueven los personajes y la realidad “interior” de Holmes, cuya solución, lejos de ser apenas un ornamento de la trama detectivesca, fue esencial al relato.
La cuarta temporada de la serie, estrenada este mes, debió, por lo tanto, lidiar con semejante precedente. Y, además, con la expectativa de sus seguidores, que esperaban una nueva entrega de episodios desde el final de la tercera temporada, en febrero de 2014. Tres años para una espera que más que satisfecha fue todavía más potenciada, cabe pensar, por “The Abominable Bride”. Es inevitable, entonces, preguntarse si los tres episodios de la cuarta temporada resultaron satisfactorios o si estuvieron al nivel de sus antecedentes. Y la respuesta no es sencilla.
El primero, titulado “The Six Thatchers” (“Las seis Thatchers) ofreció una narrativa cargada de digresiones y abundante en casos laterales o secundarios, que sólo en sus momentos finales se alineó en un relato contundente. La sensación que construyó, en todo caso, fue la de un panorama de procedimientos y posibilidades; no es que careciera de momentos de interés (siempre vale la pena la interacción entre Sherlock y su hermano Mycroft, maravillosamente interpretado por Mark Gatiss, uno de los creadores de la serie) ni que lo que propuso resultara completamente indiferente al arco narrativo más vasto, pero lo cierto es que el regreso de la serie a la pantalla dejó gusto a poco. Quienes prefieran narrativas más redondas, económicas e intensas, llevadas con pulso uniforme, sin duda lo considerarán un paso en falso. De todas formas vale la pena rescatar su uso astuto del texto “Los seis napoleones”, el cuento de Conan Doyle en que se apoya buena parte de la trama o, al menos, el relato en apariencia central del episodio.
Siguió “The Lying Detective” (“El detective que miente”), sin duda un episodio mucho más satisfactorio que el primero. Parte de lo que propone se apoya en la dicotomía ensayada en “The Abominable Bride”; en más de una ocasión se nos sugiere que lo que está pasándole a Sherlock no es exactamente real, que lo que vemos en la pantalla puede ser más bien un producto de la imaginación (y la superinteligencia) del detective. En ese sentido, este segundo episodio se adentra en uno de los puntos más interesantes de la serie: el retrato de un individuo con habilidades mentales extraordinarias que lo apartan de alguna manera del resto de la humanidad. Es posible que este tema funcione a manera de eje posible o como uno de los hilos conductores temáticos de la cuarta temporada, en tanto reaparecerá -espectacularmente- en el tercero y final, pero en “The Lying Detective”, en todo caso, su uso es sutil y está sometido a la narración principal. El segundo episodio, entonces, sirvió de contrapartida clara a “The Six Thatchers”: quienes detestaron el primero sin duda apreciarán el segundo.
Otro de sus aciertos es Culverton Smith, su villano central, interpretado por Toby Jones (quien representó a Truman Capote en Infamous, de 2006, y apareció además en películas como la excelente Tinker Tailor Soldier Spy, de 2011, y en las dos primeras historias del Capitán América dentro del universo cinemático Marvel), que está seguramente entre los dos o tres antagonistas más fascinantes de la serie completa. Ha sido señalado, además, que la caracterización de Culverton Smith se basa en el caso de Jimmy Saville (1926-2011), un célebre comunicador de la BBC y filántropo que, después de su fallecimiento, fue expuesto como un pedófilo y un violador serial, con una cuenta de víctimas espeluznante que incluye 28 niñas y niños menores de diez años, 63 chicas entre 13 y 16, en un total de 214 personas involucradas; 34 de estos casos fueron confirmados legalmente como violaciones. El personaje en la serie no es construido en relación a crímenes sexuales, pero retoma la personalidad carismática y el trabajo caritativo de Saville; es acaso el villano por el que Sherlock, a lo largo de las cuatro temporadas, siente una repulsión más evidente.
El final del problema
La temporada -y hay siempre algo incómodo en esperar tanto tiempo para que sólo se ofrezcan tres episodios, por más que la duración de cada uno de ellos equivalga a la de un largometraje- terminó con “The Final Problem” (“El problema final”), cuya trama se desprende de esa revelación final aportada por su predecesor. No conviene contar demasiado, en caso de que el lector interesado en la serie aún no haya podido verlo, pero se trata de un elemento decisivo en la historia de vida de Sherlock; una vez más, la adecuación entre la representación de la realidad que se hace el detective y la realidad intersubjetiva queda puesta en duda: pero ahora se trata también del pasado completo de Holmes, lo cual sin duda aporta un elemento de “trascendencia” (en el contexto de la serie, es decir) a este final de temporada.
En tanto relato, está sin duda a la altura del segundo episodio, por lo que, a quienes les interese pensar en términos de “balance general”, la cuarta temporada termina por resultar satisfactoria (aunque quizá no a la altura de la tercera, por ejemplo). Pero quizá el principal problema de “El problema final” es de alguna manera esencial a la serie completa, o, mejor dicho, logra poner en evidencia o desplegar uno de sus puntos débiles. Es decir: como se dijo más arriba, la serie insistió siempre en la representación de Holmes como un humano de capacidades cognitivas extraordinarias: su memoria, su poder de observación y su habilidad para realizar deducciones instantáneas son subrayadas virtualmente en todos los episodios, hasta el punto de que se trata de uno de los elementos sin duda característicos de la propuesta y algo que el fan de la serie espera. El poderío intelectual de Sherlock va además ligado a su incompetencia emocional (o a su emotividad extraña, mejor dicho), hasta el punto de que en el tercer capítulo de la segunda temporada se lo describe como un “sociópata de alta funcionalidad” (en oposición, señalada por el propio Holmes, a la posibilidad de que se trate de un “psicópata”), y este desequilibrio, por llamarlo de alguna manera, suele ser puesto en evidencia por el contraste con el más “humano” (y comparativamente menos brillante, pero para nada estúpido) doctor Watson. Las intervenciones de Mycroft Holmes -hermano de Sherlock-, por su parte, colocan al detective en un contexto diferente, en el que hay al menos alguien con capacidades similares o incluso ligeramente superiores, cosa que permite un nivel diferente de interacción; ambos, es decir, son capaces de jugar a los mismos juegos (se insiste en varios episodios en su relación cuando niños, dato clave para el final de la cuarta temporada) y de seguirse la línea de pensamiento mutuamente, cosa de la que el resto de los mortales quedaríamos más o menos excluidos.
Moriarty, el antagonista principal de Holmes, es presentado también como una inteligencia superior y más notoriamente un psicópata, pero, como pasa con Mycroft, en ningún momento lo sentimos en una categoría diferente a Sherlock: ambos parecen pertenecer al mismo conjunto de individuos de gran poder intelectual.
¿Qué pasaría, entonces, si irrumpe un personaje definido como notoriamente superior a Sherlock? ¿Es algo que la serie, por el mero impulso de explorar a fondo su lógica, no debería afrontar tarde o temprano? “The Final Problem” intenta lidiar con esa posibilidad, y es ahí justo donde fracasa, en tanto la única manera que despliega de ofrecer esa inteligencia superior es arrojándola de una vez y para siempre al dominio de lo inhumano. Y no sólo de lo inhumano: estrictamente de lo criminal. De alguna manera, el capítulo humaniza a Sherlock (se habla en términos inéditos para la serie de su emotividad) a la vez que expone a este otro personaje (cuya identidad es mejor dejar en suspenso) como enteramente inhumano, indiferente a la vida de cualquier otra persona y con procesos mentales que funcionan en niveles inalcanzables hasta para Sherlock Holmes... hasta que su accionar maligno queda expuesto como una carencia emocional y todo se resuelve con un abrazo.
El final del episodio es llamativo, por cierto, en tanto parece sugerir un final bastante claro para la serie completa. Ni Benedict Cumberbatch y Martin Freeman (Sherlock y Watson, respectivamente), ni los creadores de la serie Steven Moffat y Mark Gattis han sido categóricos, sin embargo, en cuanto a si el tercer capítulo de la cuarta temporada servirá de cierre, pero queda siempre sugerida la duda de si es en rigor necesario. Quizá se trata del mismo problema que afectara en su momento a Arthur Conan Doyle, o sea, ¿qué más decir? ¿Hacia dónde llevar satisfactoriamente al personaje? ¿Es válido seguir simplemente iterando las premisas básicas, sin un desarrollo ulterior? Es sabido que Conan Doyle intentó matar a Holmes en la ficción y que llegado el momento se impuso su reaparición, pero el mismo truco no funcionaría para la serie (de hecho, su efecto sería exactamente el contrario al buscado). Es posible además que las fallas de la cuarta temporada, en particular las del último episodio, sean un signo de agotamiento y que por lo tanto la mejor actitud sea cortar por lo sano. En tal caso, los últimos minutos de “The Final Problem” (y una lectura metatextual del título parece fácil: el “problema final” es también “el problema de un final”) se sienten tan claramente como la clausura de la serie que quizá, lamentablemente para quienes nos hemos vuelto adictos a esta versión del detective más grande de todos los tiempos, ha quedado claro que lo mejor es que ya no haya más Sherlock. Ese sería, después de todo, el final del problema.